Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 75 – Verano 2024
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Mi padre tenía los ojos azules

 

Del libro inédito Las mil y una noches de insomnio

 

Ahora, que tengo setenta y siete años, emerge, del fondo a la superficie de la conciencia, algún que otro luminoso destello de las cosas que me sucedieron en la niñez, esa entrañable etapa de la vida, como por ejemplo el recuerdo de aquel anochecer en el que por primera vez pude deletrear en voz alta los titulares de la primera página de uno de los periódicos que mi padre había traído de la capital. Ni tan siquiera era capaz de comprender lo que aquellas palabras tan grandes y negras podían significar. Era el mes de septiembre y por el balcón que se abría a la plazoleta se filtraba a través de la persiana el rumor de la fuente mezclado con el susurro de las hojas movidas por el viento del viejo moral. Todavía, si cierro los ojos, me puedo ver a mí mismo, niño, en el salón de casa, rodeado por mis hermanos mayores, con el periódico abierto sobre la enorme mesa del comedor, señalando con el dedo índice muy apretado cada una de las letras al tiempo que cerraba con fuerza el ojo derecho por culpa del estrabismo que padecía. Mientras, mi madre, en silencio, nos servía la cena. Aunque serio a más no poder, a mi padre, que tenía los ojos muy azules, en aquel momento le chispeaba sonriente y sin quererlo la mirada. Era la forma que tenía de sacar hacia fuera sus más hondos sentimientos, los que no podía ocultar a los demás por más empeño que pusiera en ello.

Ese verano, en el mes de agosto, había cumplido cuatro años. A mi padre, que yo supiera leer siendo tan pequeño le hizo gracia, pero no estoy seguro. No dijo nada. Casi nunca hablaba en casa. Debió de pensar que por lo menos yo iba a poder valer para algo más que él en la vida. Él, antes de cumplir los trece años, había decidido abandonar el trabajo en las viñas al lado de mi abuelo para trabajar de camarero y más tarde proyectar películas en el cine de su pueblo.

Ese año, en el que fui capaz de leer a duras penas los titulares de aquel periódico, nada más comenzar el curso escolar, una mañana de octubre me «escapé» sin contar con nadie a la escuela. En un pueblo como aquél, eso era algo que no tenía ningún mérito, no corrías ningún peligro. Me sentía muy solo en casa después de que todos mis hermanos mayores se hubieran ido. Las escuelas estaban a la vuelta de la esquina y apenas si circulaban automóviles por las calles. La maestra, doña Emilia, me cogió de la mano y me preguntó cómo me llamaba. Se lo dije y ya no hubo más que hablar. Al poco rato allí estaba mi madre después de buscarme por toda la casa y haber preguntado no sin angustia a las vecinas del barrio si me habían visto.

En mi pueblo, a los niños de aquel entonces tan duro de la posguerra, los mayores, si nos portábamos mal, nos metían el miedo en el cuerpo con los maquis. Decían que podían bajar del monte para llevarnos con ellos a la rastra. Mi madre nunca nos metía miedo con esas historias, quizás porque a ella le habían matado a su hermano defendiendo la República en el frente oeste de Madrid. Mi tío era socialista. En el pueblo, los montes de la sierra se recortaban verdes de pinos al final de cada calle y las tardes de invierno eran frías, lluviosas y oscuras.

Han pasado más de setenta años. Vivo en esta ciudad dormitorio cercana a la capital. Este invierno es como los de antes, como los de cuando era un niño allá en El Tiemblo. ¡Queda tan lejos aquel anochecer en el que por primera vez fui capaz de leer unas pocas palabras en las páginas de un periódico ante la mirada de mi padre! Lo recuerdo todo como si no hubiera pasado el tiempo.