Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 74 – Primavera 2024
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Balada con ojos callados

 

Para Mario Céspedes

 

Buena parte del día lo pasas ante el balcón, sellado por una ancha cristalera. A través de su transparencia, tu escenario se extiende sobre el pavimento de la acera de enfrente. Es nuestra calle abrumada por muchos almanaques, y por cierto, bastante maltratada. Hoy la representación es gris, tan gris como esas quietas mañanas en las que no deja de empalidecer la lluvia. Cada amanecer permaneces quieta, alejada todo trajín, y las ociosas manos manchadas en ocre y huesudas. A fuerza de verte intento conocer tus pensamientos, pasar al otro lado de la acera, allí, donde aún perduran árboles sombríos, añosos y gélidos, ocultos a los espectadores más rumbosos e iluminados. Ausentes sus ojos.

«Estas conversaciones fastidian», suele decirlo y se queda tan tranquila. No recuerdo desde cuándo, ésa es una rutina mañanera. ¿Algunas décadas atrás? ¿Tal vez? Fuimos dos seres que gozaban de aventurar las emociones y aquellos proyectos que las animan. Ajenos al tiempo e ignorantes de este hábito en el cercenado horizonte matinal. Ella, su fusión de maestra del buen gusto y el desencanto y, por lo que a mí atañe, aún hoy, concibiendo la decepción, mi decepción, como la consecuencia de atravesar esos espacios vedados a la convicción de que los ensueños, pese a creerlos iguales para todos, no se escenifican en el mismo escenario, con el mismo decorado ni el mismo final.

Hubo una época, en otra ciudad, en que jugábamos a los niños implicados, convencidos de que nuestro empuje construiría un mundo diferente, por supuesto mejor, y así, yo no dudaba en perseguir tu estela cuando bajábamos las escaleras del instituto gritando consignas, en las barricadas o en aquellas eternas reuniones que, admito, hoy me serían demasiado aburridas.

«Descartes dudó», era en aquellos tiempos su manera habitual de dejar palabras a modo de conversación, citar autores, interrogantes, de dilapidar cielos encapotados como el de hoy.

Arrinconados, para la policía no fue difícil detenerte mientras yo, más veloz, corrí hasta borrar tu presencia a mi espalda. Hoy lo veo exactamente igual, era el anochecer de un día nublado, envolvente, con aceleradas palpitaciones, la fatiga y el miedo crónico. Ninguna otra presencia más que tu cara en el periódico tres mañanas después.

«Descartes dudó y mi duda es cambiante porque no sé, tan siquiera, si existo», resigné una contestación.

Luego, el adiós al mundo que íbamos a transformar y transformó nuestra vida. El trajín diario es ahora por otras inmutables calles. Ir de tienda en tienda es mi trabajo. Saludo, sonrío, la casa, los libros y aquellas románticas baladas de cruel desamor que, al finalizar la tarde, aguardan con tu recuerdo. Eso es la balada del no ser y persistir cada día. Nada de lo cotidiano atestigua que estoy o estás en el mundo. Existir es un acto de fe rutinario, ideado mientras dura; corriente continua, siglo tras siglo, análogos individuos discrepantes ante idénticos y diferentes contextos. A eso se redujo el inventario.

* * *

A las nueve menos cinco, como cada día, la respuesta llega puntual. La aldaba suena tres veces. La Sra. Matilde, en la calle, puede advertir que estoy lejos de la puerta, tan lejos que no atino a dar con el camino de regreso al blanco y negro de las primeras fotografías. Encamino los pasos al zaguán para abrir la alta y vieja puerta de roble. Veo las inmutables ramas de los árboles. Ni el más simple soplo de aire las mima. La humedad, en pacto con la temperatura, remueve perezosa el temblor de otro inoportuno estío en enero. No disfruto la tregua del invierno, prefiero trasladar la memoria al tiempo en que no era expatriado e ignoraba estas imágenes que hoy, torpes de subsistir, retornan con frecuencia a una ciudad repleta de adolescencia.

La Sra. Matilde nunca sonríe, pero es eficaz. Mientras se quita el abrigo, pregunta lo mismo de ayer.

 «¿Cómo pasó la noche? ¿La señora ya desayunó? ¿A qué hora regresa Ud. hoy?». Su rutina es cuidar a tiempo parcial de alguien que, aferrado a una silla de ruedas, sólo atina a olvidar la mañana un poco más.

Pese a su hosquedad, la Sra. Matilde es el alivio. Las horas en que permanece junto a ella me rescatan de una situación límite. Se comenta que, como todo en la vida, el amor tiene fin; creo que el mío aún no pero, seguro, se cubre de fatiga y bastante más cuando la alusión cartesiana de cada mañana no incentiva e impide imaginar que un día, al despertar, pueda recitar de tirón el discurso del método y explique sus posibles reflexiones.

* * *

El paseo marítimo y sus altas palmeras reverencian el soleado mar azul, adormilado y a su vez agitador de ondeadas banderas, dóciles al roce de mis dedos. Junto a un mar semejante a éste la conocí. A partir de ese momento algo transformó mi percepción y así, como la primera vez, su perfil cara al horizonte retornó a mis abstracciones, diferentes capítulos en el libro del tiempo.

Lo simple, lo cotidiano, quedó atrás. Una sucesión precipitada de días, meses, años, aguardó impaciente. Fue el kilómetro cero de las nostalgias. No juzgué absurda la naciente realidad sino que encontré, sin pensarlo, una autopista privada de límites y en ella obligado a desarrollar una velocidad para la que no estaba preparado. Tú tal vez lo estabas y seguro que cada cual a su manera fue valiente.

Dudo de mi vida, de mis decisiones, del largo trayecto andado, de lo hecho, pero, eso sí, no dudo de la continua paradoja de perseguir lo que no fue o fui. Batallé sin vacaciones para ahora estar enganchado a la entelequia de seguir vivo y recorrer la penumbra con pasos extraviados queriendo repetir aquel perfil que miró al mar. La amé y hoy existo a su lado.

* * *

Automática, la puerta de llegadas internacionales se abrió una tarde para darte la bienvenida. El aire de libertad te sentaba bien. Por un instante pareció que el tiempo no había transcurrido. Estábamos juntos otra vez pese al acento diferente y con otro horizonte. Semanas después, tomados de la mano, encontramos esta calle, buscamos la casa. Eran tiempos sin querer atrevernos a pasar página del viejo mar, de aquella costa hacedora de calor y del contexto que moldeó nuestra manera de pensar; de hecho, con frecuencia, siempre era referente de nuestra conversación.

Luego, tú, ya aferrada al clásico trajín de lo nuevo, borracha con la historia de los edificios, monumentos o esas escuetas chapas junto a portales indicando que por ellos transitó, vivió y trabajó alguna de las estatuas moradoras en los parques cercanos, intentabas de un plumazo borrar nuestro mar y aislar la contienda ajena dentro de nosotros. Después de más de tres décadas, seguro que hoy, allá, todo será distinto; aquí también lo es. El mundo cambió, cambiamos nosotros y apuntamos nuestro dardo al centro de una realidad inevitable. La verdad de lo que quisimos ser, no fuimos y no podremos ser.

«Para tanta historia, tan poca lógica», exponías a tus alumnos cansada de que tus clases no penetraran en esos oídos insensibles a Descartes y devotos del hip-hop. Antes de encerrarte en tu silencio, confesaste que mucho te dolieron los soñados monumentos de los libros de texto, ésos que ahora, frente a nosotros, se negaran a explicarnos la realidad del porqué estaban allí o, como deducías, cuánta frustración en esas estatuas que, en vez de evocar un pasado glorioso, es probable que personificaran una mentira más.

Ideología, filosofar frente a un café, las compañeras de análisis y discusión, los bares con tus alumnos, clases de ética. La dulce humanidad que se avecina. Dispares estrellas frente a cervezas de disímil realidad. Y así, entre sueños y variantes de ecuaciones, la carne abordó el otoño, se vio marchita. Es cierto que esas hojas secas tuyas prevalecieron sobre las mías al momento de tejer arrugas de duda puntual, tu duda divulgada una vez más, mientras el vigía de tu paz continúa el camino de dudar hasta de la utopía que nos unió.

Y así te fuiste callando. Sin entrarte pasaste del torbellino a la quietud, de la tormenta que vuela techos al ventanal. Pienso que no fue justo, pero, como la gente suele decir, la vida es así. Toda aquella explosión de vitalidad y pensamiento se redujo, el resto de tiempo, a deambular por el escenario de la calle de enfrente o simplemente a mirar la Sra. Matilde y oír su casi habitual perorata.

«La Sra. no se movió de su sillón. Ha estado tranquila, pero comió muy poco. Hace media hora que la cambié y después, desde la puerta, un resignado y apenas audible, hasta mañana, señor».

Tus ojos callados retornan a la música de la mañana, la balada de nuestra nada, de la nada que somos cuando nos susurran sólo los años. Aspiramos a tanto cuando el mar serenaba la quimera de ser felices. Y fuimos ilusos aún después de que la realidad estalló y nos trajo a esta casa, en esta ciudad, donde ya esperaba, joven también, la Sra. Matilde para saludarme dos veces al día y cuidar, ocho horas al día, tu apagado perfil.

El olvido resucita en la carne de tu cuerpo mientras para mí, cada noche, sólo queda el frío lado izquierdo de la cama.

Transcurre, casi transcurrió, un día más sin existir ni tan siquiera en ese escenario, sin telón de fondo, que se burla de nuestras dudas y nuestras fantasías. Contemplo esa expresión gastada, perdida, los ojos apenas parpadeantes. Continúa a mi lado pese a sentirla demasiado lejos. Ensayo interpretar en sus labios palabras, labios viejos e irritados por tener que excluir la voz una vez más.