Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
74 – Primavera 2024
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Camello 451
Comenzaron a llamarle Francés al poco de decretarse
la Gran Veda. Fue él mismo quien se puso el alias para simular su pertenencia a
un intrépido grupo de resistencia que sólo existía en su cabeza. Tenía más
secretos, claro, pero sólo uno era peligroso y lo reveló como lo habría hecho
cualquier otra persona: en el momento más inoportuno. De hecho, cuando se
conoció esta historia, él intentó justificarse: juró su deseo de resistirse,
pero la tentación y el alcohol le impidieron quedarse callado.
?Yo voy contigo, colega ?sentenció Sergio, su
gigantesco cuñado, después de escucharle. Susurraba con etílica solemnidad, sin
apartar los ojos de una copa casi apurada.
Francés le miró y supo que, al contárselo, se había
metido en un lío. No es nada prudente decirle a un ex adicto a los libros,
apenas unos meses sin leer una línea, que estás de tratos con un gran
traficante de páginas y que vas a cerrar el acuerdo más importante de tu vida.
?Y un huevo ?le rebatió. El whisky, solo y nacional,
sin hielo, le ardía en el paladar. Jamás le tomaron en serio. Francés, el yonqui
de los versos, el de las grandes borracheras, el solterón de bronce al que
ahora se le presentaba la oportunidad de ser alguien porque le estaban pasando
buena merca. Los proveedores serios
habían desaparecido con la llegada del comisario Bayona. Sólo quedó uno,
Camello se hacía llamar. Con lo primero que le pasó consiguió sacar veinte mil
pavos limpios; si lo de esa tarde salía bien, casi podría retirarse.
?Que voy contigo ?insistió Sergio.
?No tenía que habértelo dicho ?le contestó, sin
dejar de sonreír. Se conocían desde mucho antes de que su hermana Elena se
dejase embarazar por él. Más cómplices que cuñados, eran capaces de comunicarse
así, tres palabras con los labios, mil con un guiño. Las grandes mentiras
preferían camuflarlas entre sonrisas.
Comenzaba a refrescar en la terraza. Los críos
dejaron por un momento los juguetes y los regalos de cumpleaños y entraron en
la casa a ponerse algo de abrigo. El mar gris se mecía quejoso, cada vez más
hinchado. Respiraba azogado, como si algo le envenenara el vientre y lo
quisiera vomitar.
?Que no pasa nada, tío, que controlo. Que yo
controlo ?trataba de convencerle Sergio, dándole un trago a un ron cola reproducido
como por ensalmo.
?Sí, colega, sí controlas tú ?murmuró Francés, sus
palabras silenciadas por un trueno lejano y huérfano de rayos, relámpagos y
otras alharacas. Si la tormenta no rolaba hacia el sur, llovería mucho, pensó.
Elena los miraba de vez en cuando. Había engordado
mucho pero sus movimientos eran igual de nerviosos. Lo habían pasado mal. Se
quedaron pronto sin dinero, no suele durar mucho cuando tienes tres críos, un
marido adicto y sólo cubres bajas como auxiliar en una fábrica. Poco a poco se
iban recuperando, pero aún era pronto. Las secuelas eran demasiado evidentes en
sus caras, en sus palabras, hasta en la casa, que se había convertido en un
cuerpo triste y adelgazado por la enfermedad. Fría, con paredes ictéricas;
faltaban muebles, cuadros, faltaba sobre todo la biblioteca heredada de los
viejos. Fue lo primero que desapareció cuando el bicho llamó a la puerta y
Sergio comenzó a cambiar aquellos preciosos volúmenes por material nuevo que le
ayudara a darse un viaje: obras de celebrities,
premios acordados, cualquier cosa le valía. Elena culpaba a su hermano y llegó
a prohibirle que se les acercara. El tiempo, mediocre curandero, consiguió
coser algunas heridas entre ellos, casi ninguna en realidad. Por eso les miraba
con tanto miedo y como desconfianza.
* * *
Cuando llegaron ya había anochecido. Francés aparcó entre
la carretera y la cocina del Stop, el único bar de la zona. Ocupaba la trasera
de un edificio achatado de una sola planta. Camello también le citó allí la
primera vez y le ordenó que debía esperarle con la luz interior del coche
encendida. Pero entonces no era domingo, se veía gente, no sólo asfalto y
ladrillos viejos. Las farolas delataban la lluvia, muy lenta y pesada. Las
gotas remachaban la vieja C15, ochenta por ciento de hojalata, el resto de plástico.
Su interior olía a tierra y gasolina, nunca se molestó en buscar el origen de la
pérdida.
?Por nosotros, colega ?brindó Sergio con la copa que
se había traído de casa?. La que liamos ahí con el Pavas, ¿te acuerdas?
?En esa no estaba yo... ?se impacientó Francés?. Y
si la lías hoy te piras, ¿estamos?
Sergio le miró largamente, como si no entendiera la
pregunta, asintió y empezó a reír. No lo hubiera hecho con tantas ganas de
saber que alguien les observaba. Camello se protegía bajo un toldo raído, muy
cerca de donde ellos habían aparcado, oculto tras unos contenedores de basura
que apestaban a pesar de la lluvia. No terminaba de fiarse de ese tipo, incapaz
de ocultar su adicción, por más que el primer trato hubiera salido bien. Pero
correría el riesgo. Aún debía más de sesenta mil, que serían setenta a partir
del martes. Con lo que le sacara a ese pringado no tendría para pagarle a su
prestamista, pero sí para esconderse una temporada. Ya estaba cansado, y con
esa lluvia, tan gruesa y despaciosa, le dolía más la rodilla y se ponía muy
nervioso. Una sola gota podía estropear aquellas páginas. No era de lo mejor
que escondía pero Proust sería más que suficiente para el deal de esa tarde. Se aseguró una vez más de que las cremalleras de
su cazadora de cuero estuvieran bien cerradas y se subió en la trasera del
coche, sorprendiendo a los ocupantes.
?Joder, qué susto, colega ?espetó Francés.
?¿Quién es éste? ?preguntó Camello. Su voz era
queda; su hablar, mayestático, sin inflexiones.
?Mi cuñado ?respondió Francés, apenas repuesto del
susto?. Tranquilo, tío, que...
?Camello está muy tranquilo. ¿Y tú? ¿No lo estás tú?
?Sí, tío, es que...
?Es que Camello había quedado contigo, no con el
grandullón. Podías haber venido con más gente, ya puestos ?le interrumpió,
gustándose. Sabía que su forma de hablar, y esas gafas de sol que nunca se
quitaba, le regalaban una autoridad que su cuerpo, endeble y algo giboso,
siempre le había negado.
?Es que...
?Es que ¿qué? ?le cortó Sergio, surgido
sorpresivamente de su modorra?. ¿Quién coño es este enano para hablarte así?
La bisagra gruñó al accionarse la manilla de la
puerta trasera.
?Espera, tío ?rogó Francés?. Perdona, joder, y Sergio,
tú cállate, ¡coño!
?¿Que espere qué? ?susurró Camello degustando la
tensión. Abrió un poco más la puerta. La lluvia arreciaba, no quería mojarse,
pero no iba a confesar que debía cerrar como fuera ese trato?. A pillar se
viene solo.
?Espera, joder, espera... Mira, joder, espera...
Camello no cerró y paladeó el momento que más le
gustaba: el de la rendición. Esos dos eran de los que no soportaban la
proximidad de la mercancía y su voluntad se disolvía como lo haría el polvo en
el suelo mojado del aparcamiento. Observó con deleite cómo Francés extraía de
su bolsillo un fajo fino pero muy jugoso, de preciosos colores episcopales.
?Veinte mil, ¿ves? Lo que habíamos hablado.
?¿Estás loco, tío? ?gritó otra vez Sergio.
?¡Cállate! ?gritó, Francés, a su vez?. ¡Cállate o te
largas!
?Y una mierda me voy a largar. A ver, ¿qué llevas
ahí, tú? ?preguntó, con un giro tan brusco que hizo balancearse la furgoneta.
Derramó la copa pero el vaso, de tubo, permaneció entre sus piernas como un
amigo fiel. Sorprendió a Camello y le agarró por las solapas?. Que me lo
enseñes te he dicho, que me...
?Quietecito ?susurró Camello. Sus palabras solían
ser tenidas en cuenta, pero sospechó que la navaja contra una inflamada carótida
influyó más que la claridad de su verbo?. ¿Estamos quietecitos ya? ¿Sí? Bueno,
bueno...
Sergio le soltó lentamente y volvió a sentarse, con
la mirada al frente y el corazón percutiéndole las sienes. Sentía el filo
recorriéndole las cervicales.
?Camello pregunta si estamos quietecitos.
?Sí, sí ?acertó a decir Francés?. Perdona, no tenía
que haberle traído.
?A Camello le importa muy poco. Eres un mierda,
hasta tu cuñado lo sabe. Si no, no sería tan maleducado.
?Te he dicho que...
?¿Qué vale lo que tú digas? ?siseó Camello.
?No te entiendo, yo…
?¿Quieres que te lo aclare? ?continuó Camello con
tono impostado y pedagógico?. Lo que tú digas vale la mitad. La mitad de dos es
uno, de cuatro dos... ¿Entiendes o no?
?Sí, bueno ?titubeó Francés.
?Pues mira: el trato eran veinte, a mil la unidad
?aclaraba, plegando la navaja y volviendo a mostrar la funda de plástico?, pero
te llevarás sólo...
Francés contaría tiempo después de que lo que más le
sorprendió en aquella situación fue la rapidez y facilidad con la que su cuñado
rompió el vaso y degolló a Camello.
* * *
La lluvia cesó un minuto después. Aún jadeaban.
Francés limpiaba con un pañuelo la sangre que salpicaba la funda de plástico,
una de esas rígidas y traslúcidas con cierre metálico.
?Con esto saco más de cien mil, colega ?le dijo a
Sergio, exultante?. Cien mil, ¿sabes lo que es eso?
Su cuñado comenzó a bajar la ventanilla, sin
pronunciar palabra.
?¿No dices nada, cuñao?
¿Qué pasa?
Una moto de baja cilindrada se acercaba. Redujo
marchas hasta casi pararse. Desgarró un gran charco y volvió a acelerar hasta
desaparecer en la carretera oscura.
?Mírale el ojo ?le indicó Sergio.
?¿Cómo?
?Fíjate.
El cadáver de Camello se desangraba sobre el asiento
trasero. Parecía un niño grande que buscara formas en el techo del coche. Ese
iba a ser su viaje más largo y lo iba a hacer con los ojos abiertos.
?Mierda.
La moto estaba de vuelta. El escape, libre, vomitaba
ruido en la noche. Su faro, trémolo, les apuntó durante un segundo.
?Azul ?susurró Sergio.
?Mierda ?repitió Francés, dejando caer la funda de
plástico sobre sus piernas?. No me jodas ?alcanzó a decir tras una fuerte
contracción en los intestinos. Un ojo azul, el castigo preferido del nuevo
comisario. Aquello significaba que Camello estaba fichado por la policía y que
la mercancía podía estar marcada.
?Igual la merca
no está bollada, tío ?intentó consolarle Sergio?. ¿Sabes lo que es?
?No ?susurró el otro?. Me fiaba de él y me ha
engañado como a un puto pardillo... La otra vez fue Proust, me pasó un material
que te cagas y lo coloqué bien. Hay ganas de Proust, ¿sabes?
Cómo no iba a saberlo. Él conoció a Proust por culpa
de un profesor. Después vinieron Zola, y Melville, y Kafka. Cuando llegó la Gran
Veda los dos estaban más que enganchados a esos autores y a muchos otros. Al
principio daba igual, no era más que otro vicio menor, como el juego, o las
putas, y les dejaban en paz. ¿A quién podía hacerle daño un párrafo de
Hemingway? ¿O unas cuantas páginas de Dickens, o del primer Vargas Llosa?
?A ver, dámelas. ?Sergio intentó quitarle el
paquete, pero Francés se lo impidió.
?Estate quieto, joder.
Empezaron prohibiendo los periódicos y las revistas
pero pronto se percataron de que eso no era suficiente. Los nuevos gobiernos,
esos que iban a cambiarlo todo, mintieron aún más que los anteriores. Pero la
gente ya no era la misma; la gente leía, era dueña de su opinión y, aún más
peligroso, la expresaba libremente porque ninguna idea era mejor o peor que las
demás. Los nuevos gobernantes, tan «distintos» de los de siempre, impusieron su
lenguaje: prohibieron palabras, crearon miles, silenciaron al que se negaba a
usarlas. Pero eso sólo fue el principio.
?Tú consumes, no me jodas ?protestó Sergio?. Y
seguro que material bueno.
?No puedo, colega. Es oler el papel y me descontrolo
?mintió.
La calle se rebeló. Podían quitarles la comida o el
dinero, pero no las palabras. La Policía Literaria pronto clausuró
universidades, incineró bibliotecas y encarceló a escritores. Fueron miles los
detenidos por poseer material subversivo, otros tantos los que, tras la
delación de sus vecinos, murieron abrasados al quemar enciclopedias y viejas
colecciones en sus propias casas. La Gran Veda, como la Prohibición americana,
alimentó a nuevas mafias y a toda una generación de criminales y adictos a la
tinta.
?¿Qué vas a hacer con eso, entonces? ?preguntó
Sergio, muy nervioso.
Llovía. Diluviaba esta vez. La tormenta por fin les
había alcanzado. Subieron de nuevo las ventanillas, que pronto se empañaron por
la condensación.
?Yo qué sé, tío. Es mucha pasta, ¿sabes?
?¿Y si te cogen? Esos maderos son unos animales.
?¿Y qué si me cogen? Tú por lo menos tienes a los
críos... A veces hasta lo pienso, ¿sabes?
?¿El qué?
?Que me cojan, no sé, poder decir que me la he
jugado de verdad.
?Como Camello, ¿no? ?se burló Sergio?. Tú estás
gilipollas.
La inyección de tinta, el castigo preferido del
comisario Bayona. Una cuando te detenía por primera vez, dos para los
reincidentes: los globos oculares convertidos en esferas azules, casi negras,
como bolas de billar tibias. El líquido impregnaba los tejidos blandos y
llegaba al cerebro a través del nervio óptico. Los sesos ardían y entonces
venían las alucinaciones. Pocos lo resistían, convertidos en quijotes obligados
a convivir con las voces de los personajes que conocieron a través de los
libros.
?Igual Camello tenía razón ?divagó Francés,
señalando con la barbilla el cadáver blanco.
Lo dijo sin apenas mover los labios. La lluvia
tartamudeaba sobre el capó y las farolas parecían guiar a un improvisado
riachuelo hasta las cloacas. Francés pensó en el mar embravecido, y en la
gasolina rezumada. Francés pensó en su hermana y sus sobrinos al abrir la
carpeta y leer a Proust.