Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
73 – Invierno 2024
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

El último café
El camarero, junto a la taza de cremoso café,
dejó también sobre la mesa, en una diminuta bandeja, el pequeño sobre con el
mensaje. Como desde hace casi un mes, cada mañana, estaba sentado en la terraza
de la misma cafetería del boulevard Gambetta, junto a la rue de France. Hasta
allí aún llegaba ese otoñal soplo de brisa que agitaba los pulcros manteles de las
cafeterías con su azul danza mediterránea. Removí por costumbre el café sin
azúcar intentando no quitar la vista de la acera de enfrente, donde el clásico
ir y venir de los transeúntes era incesante. Trataba de recordar una por una las
expresiones de las caras que, durante años de trabajo, se despedían ante mi
mirada. Desde la primera hasta la última guardaba sus gestos, a veces de
sorpresa, otras de rencor acumulado con el tiempo y, las más, sabedoras del
inevitable final.
A pocos conocía u oyera hablar de ellos. Era
gente, digamos, corriente, que había cometido ese error irreparable por el que
debía pagar. No sentía nada dentro de mí al disparar, alguien tenía que hacerlo
y, en mi caso, asumía la oportunidad de ser profesional en algo que, la mayoría
de las veces, se ejecuta por ideas o la simple convicción de ser lo mejor para el
país, el mundo o la sociedad.
Retornando al entorno de mi infancia, admito
que las circunstancias fueron las adecuadas para no errar por el
sentimentalismo, como así también poseer la habilidad para ser intermediario de
algo tan vulgar como la muerte, una manera de prosperar entre el barro de la
necesidad. Primero fueron encargos de poco nivel, pero, a medida que iban
pasando los años, mis conocimientos del medio me condujeron a trabajos mayores
y, por consiguiente, a sustanciosas remuneraciones con las que fui apartando la
miseria y el suburbio.
Ya con la madurez internacionalicé el
trabajo. Mucha vida para ganar la confianza de los peces gordos, los dueños de
las mayores fortunas, pero el lema de eficacia y discreción reporta siempre sus
beneficios. Paralelo a ello necesité yo mismo superarme, hablar otros idiomas,
conocer historia, estar al tanto de toda transacción económica, espionaje
industrial, tráfico de arte, diamantes, en fin, todos los ajetreos del dinero,
por lo general ilegales, que involucran a la santa alianza de multinacionales,
bancos y gobiernos.
Con el primer contrato en Europa se produjo la mayor
transformación en mi persona. Comencé a vestir en tiendas exclusivas, dormir en
hoteles de cinco estrellas, y aprendí a degustar lo más selecto en afamados
restaurantes; también a pasar inadvertido entre potenciales clientes y, en
particular, a un concienzudo estudio del mercado de armas con la finalidad de
tener siempre a mi alcance la más adecuada y eficaz, como así conocer de primera
mano todas innovaciones de los fabricantes.
Ese proceso duró años en los que la importancia y la trascendencia
del trabajo fueron en constante ascenso. Llegué a lugares impensados y tuve la
oportunidad de acceder a individuos muy conocidos, integrantes de diferentes
esferas del poder. El mundo es un pañuelo y así, el barro se convirtió en
alfombra persa, y del pobre sicario de pueblo pasé a ser un cotizado ejecutor
de la high society.
La soledad es el precio que pagar en esta profesión, y
junto a ella la permanente necesidad de desplazarme de ciudad y país. La
seguridad es algo que realcé desde la primera faena y que me permitió, ya con
la cabeza rala y canosa, sentarme a la mesa de esta terraza de la calle
Gambetta una mañana con sol y aún demasiados turistas transitando por las calles
de Niza, ciudad en la que se me había notificado esperar este mensaje. Había
decidido que sería el último trabajo y que a partir de ese instante tendría
bien ganado retirarme a una ciudad de la Costa Blanca, probablemente Valencia,
o en su defecto a una tranquila isla mediterránea para disfrutar de la pesca,
la lectura, y sentir el entusiasmo de completar una colección de cine negro
americano iniciada bastante tiempo atrás. Nada más terminar con una vida
difícil, plena de sobresaltos y encuentros con individuos que, pese a gozar de mucho
estatus, cargaban su vida tan al margen de lo corriente como la mía.
Pagué la cuenta paladeando aún el café. Dejé una propina
acorde y me incorporé. No abrí el sobre, quería caminar, poner en orden el
desorden de las preocupaciones del último mes, las mismas que siempre se
anteponen a conocer dónde y quién será el último objetivo. Así, ajeno a la
rutina de los últimos días, decidí bajar al Promenade des Anglais. Utilicé el
paso peatonal de frente a Le Negresco para cruzar a la acera que dibuja el mar.
No estaba muy transitada pese a la hora y, mientras el viento golpeaba con
parsimonia, una extraña inquietud se instaló a la par de mis pesados pasos sin
rumbo.
Mientras andaba, retorné a la adolescencia y la juventud.
Todo quedaba ya tan atrás que apenas alcanzaban mi memoria las referencias de aquellos
caminos maltrechos y arbolados, testigos de una vida necesitada y afligida. Las
inquietudes iniciales fueron paralelas a las perennes frustraciones. No queda
ya nada. Estoy seguro de haber elegido el camino más acertado de los pocos que
se abrieron a mi paso. No es para sentir orgullo pero tampoco para despreciarse
por ello. Desconocí la virtud de esperar y así borré todo lo que podría haberme
hecho dudar.
Cambié la flaca pobreza de los primeros años por la prosperidad
a la que sólo llegan los más audaces, poseedores de un cierto criterio. Ahora,
a punto de jubilarme, mirando el azul mar que rumorea a mí izquierda, puedo
respirar hondo y decir que logré el respeto para el que no estaba destinado.
Muchos dirán que, por mi trabajo, soy un ser despreciable;
hubiese seguido siendo despreciable sin salir del medio en que crecí y puedo afirmar
que aún vivo, algo que mis amigos de aquella época desconocen. Camino por la
costa de Niza y la policía se siente venida a menos por no poder echarme el guante,
porque, dentro de mi soledad, accedo a lo que quiero y dentro de lo que quiero
soy libre de elegir. Un privilegio.
Ya al final del paseo bajo a la pedregosa playa. Busco la
roca más cercana y me siento. Enciendo otro cigarrillo; tras dos caladas lo
tiro, el Marlboro Lights no satisface a mis pulmones. Estoy acostumbrado al
dulzón placer de Camel. Las olas se hacen borrosas.
Saco el sobre del bolsillo interior de la chaqueta. Lo
abro. El texto es corto y no indica ningún número de contacto. Busco las gafas
para interpretar la diminuta caligrafía negra: «Sinceras felicitaciones por la jubilación. Disfrute su café.».
Con dificultad me incorporo para volver al paseo. La cabeza da vueltas y vueltas, igual a la destartalada calesita a la que, de la mano, los domingos por la tarde me llevaba mi madre cuando niño. Intento concentrarme en el primer peldaño de la escalerilla del avión que me trajo a Europa por primera vez. Barajas. Orly. Fiumicino, Kastrup, Nice Côte d’Azur. Fatiga. Demasiado esfuerzo para mantener el equilibrio, la concentración. La acera conserva algo del calor declinado por el sol. Arriba, el cielo está nublado. En la puerta del avión, solícito, el camarero espera con una sonrisa y me da la bienvenida a bordo al mismo tiempo que con prisa sorbo, aún sin saberlo, el último café.