Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
72 – Otoño 2023
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Estoy exhausta. El aire viciado me hace jadear. Aquí el día y la noche son interminables. Por fin ha llegado la noche. De noche, al menos, la oscuridad te deja imaginar que hemos vuelto a casa. De día sólo ves rocas, nubes y más rocas. Todo es árido, todo es páramo y llanura. Todo está yermo.
Cuando por fin llego al habitáculo que el Sistema llama casa, Sagan ya está esperando mi regreso. Reconoce mi pupila y me abre la puerta. Al entrar escucho su voz programada.
—¡Hola, Mina! Espero que hayas tenido un buen día.
No me molesto en contestar. ¿Qué sentido tiene hablarle a un trozo de silicio? Aunque son máquinas perfectas, las ginoides son sólo una amalgama de placas y circuitos protegidos por una piel de bronce. El Sistema nos obliga a tenerlas, ellas se encargan de mantener los habitáculos en perfecto funcionamiento. Sin las ginoides, nunca hubiéramos podido habitar y colonizar este planeta.
—Mina, te he preparado la cámara de lavado y la nutrición de hoy. Detecto un alto contenido de cobre en tus ropas y en la piel.
—Trabajo en la fundición de bronce más grande de este jodido planeta. ¿A qué quieres que huela la ropa?
—Debes eliminar todo el cobre y el estaño de tus ropas y de la piel, o acabarás intoxicada.
—Sagan, no eres mi madre, las familias ya no existen, desaparecieron cuando las mujeres decidimos venir a este planeta.
—Fui creada para protegerte y mantener operativo tu habitáculo. Si no colaboras, informaré al Sistema.
Estoy agotada, es inútil seguir hablando con ese trozo de metal. Me dejo caer sobre la superficie de descanso. Voy exhalando los restos de los humos y cenizas que inhalé durante el día. Va pasando el tiempo y mi cuerpo va relajándose. Mis músculos comienzan a notar el flujo de sangre caliente corriendo por su interior.
—Mina, debes nutrirte antes de dormir.
—¡Déjame en paz, necesito dormir, no necesito comer!
Desde que llegué a este infierno, soy esclava de mis pensamientos. Yo siempre quise quedarme en la Tierra. Pero me equivocaba. Si lo hubiera hecho, ahora estaría muerta. A veces me pregunto si vivir en este tórrido planeta no es estar muerta.
—Mina, sabes que la Tierra ya no está habitada, el Sistema acondicionó la atmósfera de Venus para que las mujeres vivierais aquí, y expulsó a los hombres a Marte para que no se repitiera la historia de la Tierra.
Sagan parece haber leído mis pensamientos, las ginoides son tan perfectas que parecen adivinos, pero en realidad sólo analizan las señales que emiten nuestros cuerpos. Hoy ya sabemos reproducirnos por ingeniería genética, y hemos dejado de necesitar a esa jauría de seres egocéntricos a los que llamábamos machos y que se creían el centro del Universo. El Sistema consiguió desterrarlos a Marte para que se pudran en el planeta rojo.
—Añoro las ciudades y los pueblos de la Tierra. Sobre todo, los pueblos. Allí, la gente se saludaba cuando te cruzabas con ellos y te daban abrazos si hacía mucho tiempo que no los veías.
—Mina, sólo tenemos una misión: sobrevivir para salvar a la mujer.
Un ruido ensordecedor rompe el silencio de la noche e interrumpe mi conversación con Sagan. Sagan busca conexiones con otras ginoides para intentar aclarar lo que sucede. Tras unos segundos, Sagan vuelve a hablar.
—Esa sirena es la alarma Afrodita. Suena cada vez que un hombre es detectado en la superficie de Venus.
—¿No estaban todos deportados en Marte, Sagan? Tu amado Sistema tiene cada vez más fallos.
—He bloqueado la puerta, con doble seguridad, nadie podrá entrar.
—¡Haz lo que te dé la gana, pero consigue que esa alarma se calle!
—Mina, eso no está en mis funciones.
—¡Que te follen!
—Mina, comunicaré tu falta de respeto al Sistema.
No aguanto a la ginoide, presiono el botón de seguridad máxima y desconecto a Sagan durante ocho horas.
—Mina, sabes que no me puedes descoooo...
La voz de Sagan se calla por fin. La alarma ya no suena, me aseguro de que el habitáculo tiene activado el cierre de seguridad. Un manto de silencio lo cubre todo. Sagan estará desconectada durante ocho horas, hasta que el Sistema detecte mi infracción. Me sancionarán con cinco puntos y dos meses sin ir a los Centros de Relaciones Sexuales. Que les den. El sexo sin amor resulta excitante al principio, pero con el tiempo se convierte en algo rutinario como ir a orinar.
Apago la luz. Mis ojos miran a través del techo acristalado de mi habitáculo. Contemplo el cielo nocturno salpicado de estrellas que tintinean en silencio como campanillas movidas por el viento.
Cuando vuelvo a abrir mis ojos, las brujas han cubierto el cielo nocturno de un denso humo que oculta los caminos de las estrellas. Siempre lo hacen cuando van a cazar. Siempre lo hacen para cazar a un hombre. Me pregunto por qué la captura de fugitivos de otros planetas es cosa de brujas. Quizás porque nadie puede fiarse de sus apariencias, quizás porque todos temen sus hechizos.
La sirena vuelve a sonar, el ruido es ensordecedor, me alegro de haber desconectado a Sagan. Me levanto a comprobar que el doble cierre del habitáculo está activado. Siento entonces una respiración a mi espalda y la presión de un filo metálico oprimiendo mi cuello. El frío de la hoja presiona sobre mi garganta. La otra mano me sujeta por detrás y agarra mi seno. Siento dolor en el pezón. Es como una garra que penetra en mi piel y me clava las uñas. Su cuerpo se pega a mi espalda. Va desnudo. Sus brazos son fuertes, pero están sudorosos. Huele a ceniza y azufre. Siento la presión de su miembro duro y erecto entre mis nalgas. Entonces oigo su voz, suena agitada y nerviosa.
—Si chillas, será lo último que hagas.
—Si quieres follar, suelta el cuchillo, yo tengo más ganas que tú.
—Vaya, la puta tiene ganas de broma. Yo te las quitaré.
El cuchillo rasga la piel de mi cuello, pero no profundiza, noto el calor de la sangre acariciando mi cuerpo y bajando por mi pecho. Su mano izquierda sigue oprimiendo mi seno, sus uñas se clavan como cuchillas en mi piel y la desgarran. Siento de nuevo cómo salen borbotones de sangre viscosa y tibia que va empapando mi cuerpo. Noto cómo se forman incontables ríos que descienden por mis muslos. Él se sorprende cuando nota el calor de mi sangre, afloja la presión de sus manos y mira sorprendido cómo mi cuerpo se tiñe del color de los arándanos.
—¿Eres una bruja?
—Y tú un cadáver.
Extiendo sobre mi cuerpo frotando con mis manos el líquido morado que está brotando de mis heridas, me vuelvo hacia él y lo abrazo. Su cuerpo queda empapado de mi veneno, que sigue saliendo a borbotones. Él cae al suelo paralizado. Recojo su cuchillo y con mis dos manos lo hundo con toda mi fuerza en su pecho. No siento odio, sólo paz. Su sangre salpica mi cara y mi boca. Está salada y amarga.
Veo extendiéndose, bajo su cuerpo, un manto rojo de terciopelo, mientras vienen a mi mente recuerdos del lugar donde nací. Luego, mientras su cuerpo se desangra, lloro por mis sueños infantiles, que, arrastrados por la espuma de las olas, quedaron enterrados en las arenas de alguna playa.