Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
72 – Otoño 2023
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

La historia como reflexión: divulgación, didáctica, espíritu crítico y memoria
ANTONIO MANUEL BERNÁ ORTIGOSA
Universidad de Alicante
antonio_berna_ortigosa@hotmail.com
https://orcid.org/0000-0001-6340-1379
La historia es la ciencia que estudia las sociedades del pasado a través de las fuentes documentales, materiales u orales. El oficio depende del historiador/a —que también puede ser guía, archivero/a, profesor/a, asesor/a o arqueólogo/a—, cuya actividad científica —en forma de libro, capítulo, artículo o ponencia— construye la historiografía. Es decir, la manera de escribir distintos tipos de historia.
En un primer momento la tarea recayó en los cronistas oficiales del monarca, que les prestaban servicio durante sus vidas con la finalidad de relatar parcialmente su reinado. Sin embargo, la disciplina despegó a partir de mediados del siglo XIX con diversas corrientes que convivieron y que se fueron superando las unas a las otras. El positivismo estudió los hechos más relevantes —como las grandes batallas o las políticas regnícolas— con tal de crear un primer esbozo de los sucesos acontecidos; la hermenéutica buscó el correcto análisis de los textos; la sociología histórica colocó al ser humano como el objeto de la historia en relación a las cosas; la teoría de la historia se centró en el transcurso de las grandes civilizaciones; y la historia socioeconómica derivó en el marxismo, que investigó las condiciones materiales de la sociedad, hablando de la lucha de clases.
De una forma u otra, todas estas escuelas perviven en el imaginario de los/as historiadores/as, quienes emplean sus consignas según su formación, métodos, fuentes o líneas de investigación. No obstante, nosotros creemos que todo/a historiador/a debe dirigir sus esfuerzos hacia la historia total. Esta mirada surgió con la Escuela de los Annales a principios del siglo XX, la cual inauguró una nueva manera de entender la ciencia por medio de procesos —y no hechos— con los que —más allá de lo político o lo bélico— indagar en las manifestaciones económicas, sociales y culturales de las sociedades antiguas desde una perspectiva de larga duración. Un tipo de historia que ha evolucionado en la microhistoria, centrada en temáticas como la comida, el sexo o los saberes cotidianos.
La historia —contrariamente a lo que se imagine— no se enseña sólo en las escuelas, institutos o universidades, pues estamos rodeados de ella, aunque tal vez no nos hemos dado cuenta. La historia se difunde todos los días y en montones de formatos, prueba del vivo interés que suscita en las gentes ajenas a nuestro mundo profesional. La clave de la divulgación —a nuestro entender— es adaptar el discurso —con la misma rigurosidad científica— al emisor/a para facilitar su aprendizaje y diversión, binomio que nunca puede ir por separado. Ahí están las novelas —Los miserables de Víctor Hugo, El conde de Montecristo de Alejandro Dumas, Historia de dos ciudades de Charles Dickens,El nombre de la Rosa de Umberto Eco, Capitán de mar y guerra de Patrick O’Brian,El médico de Noah Gordon, Alatriste de Pérez-Reverte o Los pilares de la tierra y La caída de los gigantes de Ken Follet—; el cine —Acorazado Potemkin de Serguéi Eisenstein, El séptimo sello de Ingmar Bergman, Senderos de gloria de Stanley Kubrick, Platoon de Oliver Stone,La lista de Schindler y Salvar al Soldado Ryan de Steven Spielberg o El reino de los cielos de Ridley Scott—; los juegos —Call of duty, Assassin’s Creed, A plague tale, Total War o Risk—; el podcast —Memorias de un tambor—;o la música —Sabaton o Tierra Santa—. De hecho, la impronta histórica la encontramos hasta en nuestras series favoritas de fantasía. La boda roja de Juego de tronos no afloró de la inventiva de G. R. R. Martin, quien la calcó de una vivencia de Abderramán I (731-788) en el norte de África. Otro caso es el de J. R. R. Tolkien y, por citar un ejemplo, el claro paralelismo entre la industrialización de Isengard y la Revolución Industrial inglesa del siglo XIX. Las ucronías también nos gustan mucho, con la típica muletilla de What if... Aquí las posibilidades son infinitas, aunque las más usuales se relacionan con una hipotética victoria de la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial, como escenificó la serie El hombre del castillo producida por Ridley Scott, o el videojuego Wolfenstein.
Entonces, ¿por qué la historia aburre tanto a su vez? Está claro que es una disciplina densa, pero esto es otro tanto a nuestro favor, pues nos facilita la conexión con los/as interlocutores/as gracias a su gran amplitud temática. El problema es que está mal concebida, ya que su fruto se enfoca en memorizar materias que se olvidan tan pronto como se entrega el examen, cuando debería ser una asignatura para despertar la reflexión y sembrar el espíritu crítico de los/as más jóvenes. En suma, la historia está peor enseñada por unos/as docentes que reniegan de su formación de historiador/a al dejar de lado cualquier tipo de investigación; y que se limitan —en su mayoría— a leer el libro de texto o su PowerPoint —elaborado de esos mismos libros—, sin resaltar ideas o conceptos clave que, en este caso, sí que deben ser recordados por encima de nombres, hechos y fechas. La historia es como un armario de ropa, con cajones separados para la política, la guerra, el territorio, la economía, la sociedad, la cultura y la religión. Cada uno está bien ordenado en su respectivo habitáculo, pero existen una serie de dinamizadores que conectan los unos con los otros. Así, la didáctica de la historia —acompañada de la gamificación— debería dirigirse hacia ahí de la mano de los postulados de la Escuela de los Annales.
Llegados a este punto cabe preguntarnos para qué sirve esta disciplina. Este interrogante nos persigue a todos/as los/as historiadores/as en algún momento de nuestra vida, pero es algo que el tiempo y la experiencia resuelven. Los mayores clichés son los de no repetir los errores del pasado en el presente y saber el porqué de lo contemporáneo. Aquí vamos a apuntar otros dos. En primer lugar, la sociedad actual se polariza en bloques enfrentados donde no existen las medias tintas a razón de los medios de comunicación y los partidos políticos. Esta circunstancia nos aboca irremediablemente —y sin percatarnos— a la radicalización, algo muy peligroso. Un/a radical es aquella persona que niega la realidad —o la historia— por medio de unos sesgos ideológicos que refuerzan su visión. El siguiente paso radica en convencer a los/as demás con un discurso uniforme y estereotipado; y, por último, en ideologizartodo aquello que le gusta o interesa, o que directamente le ayuda a fortalecer su posición, que puede incurrir en odio y/o violencia. La vida está llena de matices para ser pensados y discutidos calmadamente. Por eso la historia es la medicina que tiene los ingredientes perfectos para curar esa ignorancia, pues hay tantas teorías o fuentes para contraponer a un mismo hecho, que el primer —y verdadero— aprendizaje que inculca el profesorado al discente consiste en unas herramientas cognitivas y metódicas para que filtre la información con un sentido crítico. La historia no es memorizar; es curiosidad, descubrimiento y reflexión; y cuando aprendamos eso como sociedad seremos mucho más sabios.
El segundo —como cierre— se reduce a algo tan cotidiano que está al alcance de casi todos/as. Por eso estas líneas las concebimos para que, después de ser leídas, el/la lector/a medite, al menos, durante un rato. Los seres humanos rebasamos nuestra biología gracias a los conocimientos y experiencias transmitidos, asimilados y ampliados en la descendencia. En este proceso de continua instrucción interviene la memoria; en términos históricos, la acción de mantener viva una mirada pasada. Los mayores vestigios de ese tiempo son nuestros/as abuelos/as. La vejez tiene un punto de anacrónico por no terminar de adaptarse a las innovaciones culturales del mundo actual, que chocan con su pericia heredada, fundamentada en unos valores, tradiciones, ideas y enseñanzas que se remontan a muchas décadas atrás. Empero, este bagaje cultural tiene la lucidez de enseñarnos cuantiosas cosas sobre cómo afrontar la vida; y además es un testimonio histórico vivo con el que podemos acceder a unas vivencias —políticas, sociales, económicas o culturales— a través de una conversación amena y cariñosa. Curiosidad, lo que decíamos antes. El/la anciano/a de antaño comunicaba al joven su legado, y este/a aprendía de él/ella. Ahora nos privamos de esa erudición, que no es un lastre, y sí una fuente oral con la que sacarle a esa persona querida una sonrisa de bonitos recuerdos y a partir de la cual —como pequeños/as historiadores/as— armarnos de un temple mucho más reflexivo. Aunque también es una forma de profundizar en nuestras raíces familiares y hacer que esa percepción perdure —con nuevas capas— durante más tiempo gracias a nuestros/as hijos/as y nietos/as.