Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
71 – Verano 2023
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Con la cabeza inclinada, sentado al costado de la cama, contempla esa persistente mancha amarilla crecida en la entrepierna del pantalón de su pijama color celeste-residencia. Cuántas gotas de orina han sido necesarias para formarse ese círculo deforme. A cuántos desahuciados como él, faltos de memoria, con incontinencia urinaria, les habrán puesto la misma prenda. Es absurdo pensar que sólo sus salpicaduras formarán esa rúbrica contemplada cada mañana. Se supone que debo ser cambiado dos y hasta tres veces al día.
Éste es un disminuido soplo, virgen de amanecer, pese al sol aún oculto tras la ventana. Una intermitencia de ajustada evocación. Qué bueno despertar; hacer un repaso de algún preciso momento acaecido décadas atrás. Retorna con la certeza de haber sido parte de su vida; viene y se va con igual rapidez y deja ese vacío entre piel y tórax. El retorno, aunque borroso en su conciencia, permanece hasta que la enfermera, silenciosa, apática, asoma a la puerta con una bandeja de madera en las manos portando las pastillas de la mañana junto al asqueroso desayuno. Galletas María, mucha leche y casi nada de café; indigesto regalo, origen del trayecto al invariable malestar de estómago. Sentencia de setenta o más años reducidos a una mancha amarilla en el pijama, aderezada, eso sí, con el hedor penetrante del orín y al que, por cuenta propia, se le añade el de carne vieja bajo la piel arrugada y babas sin prisa, rodantes, ocres, a veces secas, condecorando la solapa y otras paciendo junto a los mal abrochados botones de la chaqueta, hoy también celeste-residencia.
Tengo que aprovechar los escasos lapsos de lucidez para perforar el sueño. Sé que transité la frontera de mis cansados lóbulos cerebrales instalados en lo hermético, sin entender por qué lo hice. Son las mismas tinieblitas, así en diminutivo las llamabas, manantes del bosque cual espirales de humo. Solían rodear la casa en el crepúsculo. Las distinguías, adiestrabas e indicabas el camino más simple para descender del tejado por la parte trasera. Así, evadidas, marchaban entre adioses de brazos agitados y bandadas de pájaros batiendo sus alas con rumbo sur.
—¿Cómo has despertado hoy? —la misma tontería de cada mañana—. Mira qué buen desayuno traigo. Tienes que terminarlo todo. Todo. Hoy es sábado, debes estar fuerte para recibir visitas.
No entiendo cómo no se hartan de decir lo mismo, tal vez esté incluido en el «manual del buen trato», imprescindible para trabajar en la residencia, o sólo tienen tan poca imaginación que se copian unos a otros. No importa, aquí han dejado mis huesos cuando ya no se podían sostener, para terminar de morir, y de verdad os digo que no importa dónde uno muere, da igual el lugar, lo que sí importa es lo que puedo librar de la memoria esa fe de vida, esta confesión de haber vivido.
No traga las galletas. Desmenuzadas en la mala copia de café con leche, se reblandecen, bucean en el fondo del tazón y la masa silenciosa, ahogada, permanece a la espera del lavavajillas. Otros trozos caen sobre el pijama celeste, pocos aciertan la diana ocupada por la mancha amarilla, los más se reúnen con las babas de la solapa o se secan, resignados al exceso de calefacción, sobre las piernas huesudas, sin carne e impedidas de responder.
—¡Vamos! ¿Qué ha pasado hoy? No has comido nada.
Se inclina sobre la cabeza con pocos pelos mal cortados a los lados, manchas y canas ocres. Trata de que coma una cucharada más, pero pronto renuncia el ver salir, a borbotones de entre los labios, burbujas de leche teñida con galletitas añadiendo más medallas al pijama.
—Afuera tenemos un lindo solecito —acerca la silla de ruedas—. Voy a por otro pijama y a ponerte guapo. Luego salimos al patio. El aire te sentará muy bien.
No he amado a muchas mujeres, pero mi amor fue intenso y adictivo y a su vez paciente. Los dos amores más grandes no correspondieron a la entrega. Pienso que percibían en mí a un hombre discordante con sus deseos u objetivos. Soñar no es rentable. Seguro menospreciaron la peculiar forma de entender yo los avatares del tiempo. Sí, nunca fui el prototipo de hombre a la moda y reconozco que, en la medida en que pasaron los años, tampoco me interesó demasiado serlo. Aislé las noches para no recibir más golpes. ¿Resultado? Esto.
La silla se desliza por el largo pasillo con tubos fluorescentes eternamente encendidos y alguna planta de plástico con más polvo que color. Más allá, al final, un haz de luz, nítida, beatífica, se entromete como un cono invertido semejante al que representaba, en los libros infantiles, la ilación de discrepantes dioses ensalzando a algún etéreo súbdito.
—Aquí vas a estar bien. Tus compañeros te esperan. Mira qué contentos están de verte.
Las sillas se alinean al sol. Sus ocupantes también portan condecoraciones en las solapas de sus pijamas. Algún militar retirado luce sus méritos de guerra silencioso, orgulloso. No están contentos de verte, o por lo menos no lo parece. Permanecen impasibles, te ignoran, los ignoras, sólo tienes ojos para la mayor condecoración, la que destella en la entrepierna. Perforas el amarillo ahora atenuado por la lejía con la que se lavó el pantalón recién cambiado.
Está ahí, sabedora de que, con el correr de las horas, alcanzará el lustre de aquella con la que amanecí.
Ellos mueren de forma diferente. No reparan en remiendos. Apenas respiran en sus chaquetas abotonadas hasta el cuello. Son cadáveres esperando la muerte.
La mancha juega. Se esconde y reaparece. Ríe con las arrugas. Tiene cara de mujer. Habla.
—Aquí está tu compañera. Creías librarte de mí. Iluso. Tal cual lo has dicho, todo se resume en amarillo, huelo a orín y cuelo pliegues de carne muerta. No es, por supuesto, el final imaginado. El tuyo o el de esos pobres seres yermos.
Aquellos dos amores no eran para ti. Dormitan, sucumben y continúan ausentes pese a perseguirlos a través de un haz de luz. La primera no reparó en ti, la segunda se aburrió y, pese a ello, ha sido fiel a tu recuerdo. No vale la pena pelear hasta el final si eres consciente de la derrota. Deja las armas a un lado, tu orgullo, y acepta que no puedes. No es vergüenza perder con la vida.
Con lentitud, por orden alfabético, supongo, comienzan a llegar las visitas. Todas se desentienden de mí tras unas cariñosas palabras, mentiras o alguna piadosa caricia. No saco los ojos de la mancha amarilla. Esas personas no me visitan, se acercan porque soy el primero en la fila de sillas. Algunos niños alborotan alrededor del silencio con voces agudas, irritados tras dos minutos. Son los únicos sensatos, saben que el breve tiempo es suficiente, que el silencio es la mejor cortesía.
Un extraño aroma a jazmín increpa al orín. Intento alzar los ojos y fijarlos en la anciana que, de pie frente a mí, intenta sonreír.
Apoyada en un andador igual, le recuerda al segundo amor de su vida, el definitivo, el más amarillo en la entrepierna. El primero, admito, fue demasiado infantil. No entiendo lo que dice, quizás habla otro idioma o se equivocó de paciente. Posa con suavidad la mano en mi mejilla, luego la acaricia, habla lento, trato de leer sus labios. ¿Por qué me dejaste ir?
—No es el patio de la residencia, es la nieve de diciembre, la obscuridad. Esmeralda jardín con plantas florecidas en primavera, peces de colores. Eres los dos manzanos, el peral y el verano, las intermitentes lluvias, moras y frambuesas. Eres tú, invasora de mi amnesia, visitante en mi oquedad.
La cabeza cae otra vez y los ojos regresan a conspirar en el cemento. El cansino paso de los sábados, vecino de una humilde mancha lavada con lejía cien veces, permanece terco, persistente, absurdo, tembloroso. Invalidez absoluta balbuceante de un único e inaudible sí.