Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 71 – Verano 2023
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

A Margarita le gusta escribir, su momento preferido es la tarde, con luz natural. La observo. Piensa, coge el boli, la página en blanco recibe palabras, su imaginación vuela. Suena una canción: «Uno se cree que los mató el tiempo y la ausencia, pero su tren vendió boleto de ida y vuelta, son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas en un rincón, en un papel o en un cajón»...

Yo soy una de esas pequeñas cosas que llegaron a su vida muy pronto, en forma de un muñequito, me recibió con ilusión y me hizo entrar. La miro desde un ángulo de la estancia. No me ve, pero me siente. Hace tiempo que cobré vida propia, lo que se dice el alma de las cosas. Sigue sonando la canción: «Como un ladrón te acechan detrás de la puerta, te tienen tan a su merced como hojas muertas que el viento arrastra allá o aquí (...) que te sonríen tristes y (...) nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve».


La beca

Se ha decidido a escribir un episodio de nuestra vida y es ella ahora quien toma la palabra.

Tengo un objeto que he conservado toda mi vida. Muy pequeña debía de ser cuando mi tía Elena, que trabajaba en Olot, en uno de sus viajes, me regaló un muñequito, un negrito pequeño, con una faldita a tiras. Es extraño que lo haya conservado tantos años, varias mudanzas de domicilio; que yo recuerde, seis. Y él, siempre conmigo. Me mira, sonríe. Siempre he pensado que conservar un objeto tantos años tiene que tener un porqué. Este morenito me ha observado siempre, su mirada me ha dicho muchas cosas.

El positivismo es una virtud que, a través de este objeto, he recibido de parte de Elena, mi tía; ella me decía:

—El no ya lo tienes, puede ser sí.

También, entre otras muchas cosas que guardo en mi memoria:

—Siempre hay que escuchar las dos partes.

Eran los años sesenta, tiempos de pobreza, ignorancia y otras cosas que es preferible no recordar. Yo era una adolescente perdida, buscando trabajo, sólo tenía estudios primarios y muchas ganas de aprender, trabajar, ayudar...

Elena, mi tía, habló con mi maestra, quería que yo estudiara. Doña Josefina, la maestra, la informó de la convocatoria de unas becas, los exámenes eran en septiembre, se ofreció para prepararme, para lo cual acudí a su casa casi todas las tardes de los meses de julio y agosto. Todo lo hizo sin cobrar nada. Tuvo éxito nuestro esfuerzo: el de mi tía, el de mi maestra y el mío.

El examen fue en Alicante, en el instituto Jorge Juan. Había mucha gente. Mi tía me acompañó y me apoyó muchísimo:

—Tú puedes.

La maestra también:

—Estás preparada y has puesto mucho interés.

Fue largo el examen. Anochecía cuando volví a casa, aún sin saber los resultados, el muñequito me miraba, era una mirada de certeza. A los pocos días, en el periódico Información apareció la lista de ganadores. Fue indescriptible la alegría que sentí cuando vi mi nombre.

Y la vida cambió para mí, ya había un objetivo: prepararme para un trabajo y la ilusión de estudiar, porque, aunque nunca lo dije, a mí me gustaba estudiar.


El señor obispo

Estaba próximo el verano y Elena, deseosa de que yo fuera a una colonia escolar de Acción Católica, escribió al señor obispo. No sé lo que diría su carta, sólo sé que D. Pablo Barrachina y Esteban, por aquellos años obispo de Orihuela, me recibió en el Palacio Episcopal. Con emoción subí las hermosas escaleras de mármol, pasé a un bonito salón, hablamos... Hacía un sol radiante aquella mañana de mayo y más radiante estaba yo con mi viaje a la colonia, situada en el Pirineo catalán, y además me dio 5.000 pesetas. Me dijo:

—Este dinero es por si tienes que comprar alguna ropa para el viaje.

—Gracias, señor obispo.

Se lo conté todo a mi tía, que esperaba impaciente mi regreso, y le pregunté:

—¿Qué le contaste al obispo?

—Pues la realidad de tu vida, me atreví a escribir, el no ya lo tenía, y ha sido un sí.

El negrito se puso muy contento, intuía el éxito y también sabe que nunca he olvidado la visita al Palacio y la generosidad del señor obispo.


Elena

En esta bonita tarde de noviembre, donde la luz y los colores empiezan a ser suaves, después de tantos años transcurridos, deseo tener un recuerdo especial para Elena.

Quizá yo no había nacido cuando estudió la carrera de Enfermería. Algunas cosas recogí cuando se deshizo la casa familiar, una de ellas fue el título de dichos estudios, que tengo guardado junto a mis cosas más queridas.

Ganó unas oposiciones de enfermera visitadora en el Instituto Nacional de Previsión, cuyo destino fue Olot, en la provincia de Gerona. Lejísimos de su Orihuela, de su paisaje, de su ambiente, y sobre todo, de su familia.

La tarde va cayendo, oscurece, pero en mi interior se van abriendo las luces de los recuerdos.  

Elena, al igual que sus hermanas, fue una mujer adelantada a su tiempo. Nos dejó en la primavera de 1970. Era un hermoso día de Pascua. Fue una muerte repentina, sólo tenía 48 años, estaba enferma del corazón. Sus compañeras de trabajo asistieron a la misa dando muestras de cariño y portando ramos de flores.

Ella se fue, pero me dejó toda la herencia de los valores que me transmitió.


El viaje

Con mucha ilusión preparó su viaje, era el primero que hacía, tenía que atravesar España. Lo primero que colocó en su pequeña maleta fue el muñequito, yo se lo dije:

—No me dejes aquí, porque me vas a necesitar.

No podía creer lo que le estaba pasando.

Fue un viaje largo, pero precioso y cambiante. Fuimos abandonando huertas, naranjos, palmeras, el azul del Mediterráneo... En cuanto a los niños, empezaron con sus conversaciones.

—¿Cómo te llamas?

—Yo, Margarita.

—¿De dónde eres?

—De Orihuela. Es un pueblo muy bonito, tiene río, puentes, iglesias y los cielos más azules que puedas imaginar.

Empezaron a cantar.

El paisaje fue cambiando: montes, pinos y colores verdes en todos los tonos. Y por supuesto, los bosques.

Nos alojaron en un edificio que, aunque antiguo, estaba bien conservado y muy limpio. Era un ambiente acogedor. Muchos niños de todas las regiones del Sureste español.

La misa era diaria, a Margarita le gustaba, pues ya se sabe, en Orihuela, con tanta iglesia...

El rosario diario de la tarde ya no le gustaba tanto. Una tarde, sin que nadie la viera, salió. Yo iba con ella en el bolsillo de su uniforme. Encaminó sus pasos hacía el bosque.

—Qué brisa tan suave.

—Cuantos árboles, y qué altos.

Todo esto lo hablábamos entre los dos. Y bueno, caminando, tan distraída, no se dio cuenta (yo sí) de que la brisa ya no era tan suave, que empezó a tener frío, la luz se fue apagando, todos los árboles eran iguales, no había ningún sendero. Nos habíamos perdido, pero no teníamos miedo, ella porque iba conmigo y yo porque, bueno, intuía antes de emprender el viaje que algo iba a ocurrir, y ocurrió. El bosque tiene su magia.


La magia del bosque

—No estás perdida, estás mirando sin ver, un poco lejos se ve una luz, se va acercando, ¿ves?, ya la distingues.

—Sí, es verdad.

Un hombre de mediana edad, bien vestido, caminaba con una linterna hacía ella. Se detuvo, al verla le dijo:

—Oí un pequeño ruido de pasos, alguien anda perdido, pensé, y efectivamente, aquí me encuentro a esta jovencita. ¿Qué haces por aquí a estas horas?

—Es que no sé dónde estoy. Salí del campamento de día, se ha hecho de noche y no sé volver.

—Vente conmigo, vivo aquí, tengo una casita en un claro del bosque. Allí podrás dormir, cenar, calentarte y, cuando amanezca el día, ya veremos.

Le dieron una gran confianza sus palabras, su voz, su mirada, no dudó en seguirle. La cogió de la mano y se abrió paso entre los árboles, pues conocía el camino.

El muñequito, que ella agarraba con fuerza, le dijo:

—No tengas miedo, confía, entra en la casa y hasta puede que lo pases bien.

En el presente, y ya adulta, me pregunto: ¿cómo pude confiar en un desconocido, en plena noche y en la espesura de un bosque? Confié y no me arrepiento de haberlo hecho, al contrario, fue una suerte mi atrevimiento de salir de lo conocido para ver cosas nuevas.

Aunque en aquel momento yo la vi muy grande, la casa era pequeña. Había un agradable olor a incienso, alguna vela encendida, una chimenea con leños crepitando y, lo más importante para él, según me dijo, una pared con lejas/estanterías llenas de libros. Cenamos y enseguida me dormí.

La mañana amaneció radiante, el susurro del viento que agitaba las ramas de los árboles se fue convirtiendo en un agradable murmullo. Algunos rayos de sol se filtraban por la espesura. Se percibía un olor húmedo. Esa penumbra, ese aroma a verdor, esa soledad invitaban al recogimiento, la intimidad, a desarrollar un sexto sentido que le pone alma al bosque, le da vida propia. Sentí la magia que rodea todo el paisaje del bosque.

La mesa con el desayuno ya estaba preparada cuando me levanté, y mientras bebíamos leche y comíamos pan con mantequilla, empezamos a hablar. Empecé por preguntar:

—¿Qué haces aquí?, ¿estás de vacaciones?

—No, me llamo Daniel y vivo aquí, lo decidí en cuanto me jubilé. La naturaleza me gusta mucho. Fui profesor muchos años y ahora me siento bien aquí. La soledad, si es deseada, es muy hermosa. Los libros me acompañan. Ahora me toca a mí preguntar, anoche tenías mucho sueño, te dormiste enseguida —siguió Daniel—. ¿Cómo te llamas?

—Margarita —respondí—. Yo sí estoy aquí de vacaciones, me lo estoy pasando muy bien, pero el rosario de las tardes me aburre, decidí dar un paseo y te encontré. Ha sido un encuentro con suerte, porque me gusta mucho lo que me cuentas y cómo vives. Y este lugar es muy hermoso. No me puedo quedar, aunque me gustaría muchísimo. Aunque ahora no me quede, yo sé que volveré y te encontraré.

El muñequito le dijo:

—No digas cosas que no sabes si vas a cumplir, es mejor que te calles.


El sueño y Daniel

—Margarita, Margarita, despierta, te hemos buscado bastante tiempo, pero tú te has quedado dormida. Vamos, que ya es la hora de cenar y después el fuego del campamento que tanto te gusta.

—¿Qué pasa?, ¿es ya de noche? Pero si yo me encontraba en una hermosa mañana en el bosque. No sé... Decís que me he dormido, pero ha sido todo tan real, lo que he soñado o vivido... Es que aún no lo sé. Ese lugar, esa casa y sobre todo esa persona existen.

Daniel era un hombre bastante original y distinto. Había nacido en Murcia. Había vivido en Francia ejerciendo su profesión como profesor, tenía un gran conocimiento de todo lo que explicaba, disfrutaba enseñando y, lo más importante, hacía disfrutar a quienes lo escuchaban. Había sencillez en su modo de vestir, en su conversación, en su trato, en su forma de explicar, la mañana en que me mostró, me explicó y hasta me divinizó el bosque. Fue un amanecer mágico del que guardo un especial recuerdo.

—No sé cuándo ni cómo lo haré, pero sé que volveré y lo encontraré.

—Yo te ayudaré a conseguirlo —dijo su inseparable compañero.


El viaje de regreso y la llegada

Las colonias terminaron y volvió a Orihuela. Aún quedaba verano y, aunque con mucho calor, le gustó aquel paisaje tan suyo, las palmeras, el río, la vuelta a los puentes, los cielos azules. Aquellas calles con sus palacios, sus iglesias con sus torres azules, el claustro de la catedral, la plaza de la Soledad con su quiosco para comprar cromos y recortables, sus amigas... Aunque volvió con gusto, no podía olvidar aquel lindero del bosque, aquella pequeña casa llena de libros y sobre todo a Daniel, aquel hombre sabio, casi mágico.

—No fue un sueño —se decía a sí misma.

El curso empezó. Margarita tenía que conseguir buenas notas. La beca era un compromiso.

Pasaron algunos años, Margarita terminó sus estudios, consiguió un trabajo y con sus primeros ahorros emprendió el viaje al Pirineo catalán, al pueblecito de las colonias.


Regreso al Pirineo

Volvió a recorrer el mismo camino, dejando huertas, naranjos, esbeltas palmeras y el Mediterráneo, volvió a encontrar verdes prados, altos pinos y el bosque donde aquella hermosa tarde de verano se perdió.

Se instaló en un pequeño hotel y el primer día salió a comprar y a preguntar. Entró en una frutería, no había mucha gente. La señora que atendía, de mediana edad, le dijo:

—Usted no es de aquí.

—No —respondió—. Quiero hacerle una pregunta.

—Dígame, señora.

—Yo busco a un hombre que encontré en el bosque hace algunos años, no he sabido nada de él, no sé si sigue aquí, si volvió a su tierra...

—Sigue aquí, sigue viviendo en el bosque, viene de vez en cuando a comprar, a la pequeña biblioteca. Es amable, todos le queremos. Vive muy solo pero se le ve feliz.

«Entonces no lo soñé», pensó.

Al día siguiente, muy temprano, quiso comprobar la realidad de su sueño, se internó en el bosque. Esta vez no se perdió, porque habíamos estado allí y, claro, encontró la casa. Aunque la puerta estaba abierta, pidió permiso para entrar, se lo dieron y pasó. Allí estaba Daniel, se levantó al verla, se abrazaron, fue un abrazo largo y cálido.

—Pero Margarita, has tardado mucho en venir, te he recordado desde aquella tarde y aquella hermosa mañana en que te mostré el bosque, hablamos y nos entendimos muy bien. Estás hecha una mujer, eres una jovencita muy guapa.

—Yo también te he recordado mucho. Aquella tarde, ya casi de noche, me encontraron dormida. Conté nuestro encuentro. No se lo creyeron, me dijeron que había sido un sueño, un sueño bonito pero un sueño.

—Pudiste estar aquí y allí al mismo tiempo, en el realismo mágico todo es posible. En el libro Cien años de soledad, cuando muere el fundador de Macondo, se dice: «(...) vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, cubrieron los techos y atascaron las puertas. Tantas flores cayeron del cielo que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro».

—Muy bonito, Daniel, lo que me estás diciendo, muy bonito. Tú estás un poco más mayor y muy solo aquí.

—Todos estos años has sido para mí, desde la distancia, un símbolo de austeridad, amor a la naturaleza, a los libros. Amor también a la soledad.

—He hecho este viaje sólo para verte y pedirte que te vengas conmigo a mi pueblo. Tengo allí mi trabajo, vivo sola. Tú me aportarás sabiduría y yo a ti juventud. Es un pueblo tranquilo, con un paisaje de naranjos y palmeras. Tú me dijiste que eras de Murcia, es volver a tu tierra. Aquí en invierno hace mucho frío y allí es primavera casi todo el año, menos en verano, que hace mucho calor.

Mi pequeño compañero lo observaba todo con mucha atención. La mañana era luminosa, la luz se filtraba entre los árboles y las palabras seguían fluyendo. Fue una larga conversación, pero logró convencer a Daniel.

Recogió todos sus libros en algunas cajas, sus cosas personales y poco más. La casita la dejó para refugio de montañeros.

Con lágrimas en los ojos se despidió de los árboles, del sonido del viento, de la soledad y de la magia del bosque.


Aquellas pequeñas cosas

He querido recordar y escribir esta historia llena de esperanza, ilusiones, sueños y el simbolismo de ciertos objetos. Han pasado muchos años. La tarde cae lentamente y de nuevo escucho.

Son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas...

 

Torrevieja, junio 2023

 

Agradecimientos

A María Muñoz, profesora del taller de escritura creativa de Torrevieja, que propuso en su taller la escritura de una novela. Empecé sin gana, no creyéndome capaz, me ha tenido entretenida durante el curso y al final ha salido un relato corto más o menos bien.

A Carmen Tarín, que me pidió el favor de pasar a limpio un pequeño relato. Hacía mucho tiempo que no escribía nada a máquina, no es que lo hubiera olvidado, pero me animó saber que lo podía hacer. Fue un favor mutuo.