Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
70 – Primavera 2023
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

El mar nos mecía con suavidad, lamiendo los bordes del navío con sus suaves ondas de cristal. Arreglé las mangas de mi uniforme, dejándome caer sobre la larga barandilla de la proa, devolviéndole la mirada al agua. De repente, el capitán apareció ladrando órdenes a los marines. Esta vez, su furia fue dirigida a un mozo de cubierta.
—¡Menudo percebe! —aulló, a centímetros del muchacho—. ¡Muévete más rápido!
Sonreí, negando con la cabeza. El viejo Rosmaldo no cambiaría. No muy lejos de la torre vieja, donde sus vigilantes nos observaban, emprendíamos nuestra ruta hacia Italia cargados de sal. Cap Cerver poseía dos lagunas únicas, de las que brotaban cristales salados, y ahora eran nuestros para poder comerciar con ellos. Cuando el capitán se marchó, el chico apretó la mandíbula y lo insultó.
—Por la boca muere el pez —le avisé.
El mozo me miró de reojo y siguió trabajando sin dignarse a decir nada más. De repente, en mi línea de visión apareció una galera. Las velas izadas poseían dimensiones monumentales y sobre un asta en la popa ondeaba una bandera. Elevé la mirada hacia la cofa justo cuando el vigía se disponía a bajar. Sin tener que esperar mucho, el hombre gritó:
—¡Piratas!
De inmediato, el barco, que antes se encontraba a varias millas, se había acercado. No tardé en darme cuenta de que la Jolly Roger se lucía victoriosa ante nosotros. El color rubí que poseía me revolvió las tripas.
Por las bocinas del barco se escucharon las amenazas de su capitán.
—¡Rendíos, y dadnos vuestra mercancía! —el acento turco pintó sus palabras.
Nuestro barco se vio obligado a frenar y el infierno se desató en tan sólo unos segundos. A unos metros de mí, los marines dejaron escapar desgarradores gritos. Me mantuve alerta, alejándome de la barandilla. Observé con horror cómo los tripulantes tenían chinchetas gigantes incrustadas en sus pies descalzos, e hilos de sangre se arrastraban por la cubierta, salpicando los tablones y sus ropajes.
Un estruendo llamó mi atención. Los ganchos se aferraban a la arboladura de nuestra embarcación, obligándonos a acercarnos al navío pirata. Los tiranos no tardaron en hacer su aparición.
Tomé el mosquete que tenía cruzado en banderola y apunté a la cabeza de un pirata. Se movía con rapidez y experiencia. Fallé. La bala se quedó incrustada en su hombro derecho. El enorme varón se dio la vuelta, clavando en mí sus profundos ojos de color negro. La barba escondía las cicatrices que navegaban desde el nacimiento de su cabello, recogido en un moño, hasta esconderse en su camisa raída.
Empuñó el mango dorado de su alfanje y se lanzó contra mí. Vertiginosamente, me eché hacia atrás provocando que el filo de la hoja tajara mi jubón blanco. Me enseñó los dientes putrefactos y soltó un gruñido de impotencia, volviendo a arremeter contra mí.
Por suerte, mi capitán apareció tras él, clavándole en el centro del pecho su espada. La sangre tiñó el arma, y cuando ésta fue retirada, la herida provocó al pirata tal dolor que cayó de rodillas frente a mí. Le di un golpe en la cabeza con la culata de mi mosquete nada más avanzar unos pasos.
—Gracias —dejé escapar un suspiro, en busca de más amenazas a nuestro alrededor.
—Tantos años junto a ti, Malpo —farfulló—. Nunca pensé que tendría que salvarte la vida.
Mis ojos detectaron a un joven bárbaro que levantaba su pistola de chispa apuntando a la cabeza de Rosmaldo. Fui más rápido; alcé el mosquete y apreté el gatillo, asestando un tiro contra el enemigo.
Nuestros cuerpos bailaron una danza caótica, arrítmica y nefasta. Aquél era el lenguaje de la guerra. Evité tropezarme con los cuerpos esparcidos por toda la cubierta, fijándome en dónde debía pisar.
Choqué con la dura espalda de alguien. Con rapidez, di unos pasos atrás para establecer una distancia. Cuando el individuo se dio la vuelta, supe que se trataba del capitán de los piratas. Su vieja ropa se encontraba cubierta con grasa de animal y sangre seca. Manchas explotaban sobre su camisa amarilla y las botas rayadas. Su mano, llena de cicatrices y callos, se aferraba a una daga corta, bañada en la sangre de sus oponentes.
Donde debería haber estado su ojo derecho se hallaba una cuenca negra vacía. Numerosos arañazos recientes marcaban su piel tostada, resaltando el azul de su mirada. Levantó la comisura de su boca, gruñendo como un animal. Murmuró palabras inaudibles por la culpa del caos a nuestro alrededor y se deshizo de su puñal, lanzándolo al suelo.
Una mirada rápida a Rosmaldo me hizo saber que no debía deshacerme de mi mosquete. Y no lo hice. Apreté el detonador, pero no salió nada de la boquilla del arma de avancarga. Me había quedado sin munición.
Aquella distracción fue suficiente para que el temeroso pirata me golpease con su puño de piedra. El impacto contra mi mejilla me lanzó al suelo, obligándome a cerrar los ojos por el golpe. En tan sólo unos segundos lo tenía encima. La sangre brotó de mi boca, y sentía cómo empezaba a ahogarme. Golpeé con mi talón su pierna intentando echarlo a un lado. Pero era imposible, pesaba demasiado.
El olor a animal muerto inundó mis fosas nasales, junto a su hediondo aliento. Busqué con la mirada a mi adalid, pero, para mi sorpresa, este mismo se hallaba en el suelo a sólo unos metros de mí con una lanza traspasándole el corazón.
Nuevamente, tosí sangre. Era cuestión de minutos, o incluso menos, que me desmayase, o que el pirata me matase allí mismo a golpes. A tientas, busqué algo con lo que defenderme.
Mis dedos dieron con un trozo de madera puntiagudo. Mientras los puños del bárbaro me destrozaban el cuerpo y el rostro, tomé con todas mis fuerzas el fragmento y se lo incrusté en el ojo que le quedaba. Rugió, adolorido.
Finalmente, había dejado de sentir su peso sobre mí y podía respirar nuevamente. Me puse en pie como pude, agarrando mi costado magullado. Mis rodillas temblaban sin poder alcanzar la estabilidad total. Tomé del suelo la daga de la que se había deshecho el capitán de los bárbaros, hundiéndola en su cuello.
El hombre pereció a los pocos segundos. El líquido carmesí teñía mi ropa, salpicaba mi cara y se metía bajo mis uñas, que también se encontraban cubiertas de pólvora. Cuando levanté la vista, divisé un reguero de cuerpos desperdigados por la proa. Allá donde miraba, sólo veía muerte.
Cuando pensé que me encontraba a salvo de cualquier amenaza, un dolor agudo me atravesó el abdomen. Miré hacia abajo, observando el agujero que la bala había dejado en mi jubón. Me di la vuelta presionando la herida con las palmas de las manos, evitando una hemorragia. En ese momento, mi mirada caramelo chocó con una verde envenenada con la venganza y el odio.
Una pirata de exuberantes rizos chocolate sostenía una pistola con una expresión sumida en el frenesí más terrífico que había visto jamás. Caí de espaldas contra una montaña de sal, impregnando los minerales con mi sangre y dolor. Todo mi alrededor se convirtió en espuma de cristales y yo me ahogué en ella.