Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 70 – Primavera 2023
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Dionisio, así le llamaban a don Pedro Ferreiro y no sé por qué, regentaba la ferretería del pueblo desde mucho tiempo atrás. Persona de mucha curiosidad, siempre habló de su constante búsqueda del origen y la razón de la mercancía que comerciaba. Era un estudioso de las bisagras, tuercas, tornillos y sobre todo los clavos, esos pedacitos de acero a los que siempre se refería con devoción cuando, cerveza mediante, argumentaba en el bar una vez terminada toda actividad comercial. Allí coincidíamos cada anochecer, entre otros, Miguel Peluquero, José Fruta y Verdura, el otro José, Carpintero, Venancio Médico y quien esto escribe, ocioso policía, custodio de la calma en las calles y alguna otra actividad administrativa inherente al cargo. Tratábamos cotilleos y opiniones sobre el pueblo en general, el alcalde amigo de todos, el siempre modesto equipo de fútbol o la deseada llegada del tren a la estación construida décadas atrás. El mismo edificio que, molesto de contemplar los rieles oxidados, había sustituido los cristales de sus ventanas por cartones, mientras las paredes se atestaban de una colorida impresión de arte urbano, sin duda figurando el sentir de una aburrida y despojada juventud. Aquí nunca pasa nada, decíamos, y sabía que todos envidiaban mi trabajo: sueldo público y nada de faena.

Estábamos en el bar una tarde de pocas ventas y excesivos gastos para los parroquianos. Contemplar a Dionisio exaltado no era nuevo. Monologaba ofuscado sobre el tema ferretero y en particular el clavo, centro de toda su avidez didáctica en los últimos tiempos.

—El nacimiento del clavo se remonta a la prehistoria —así comenzó su parlamento—, es algo no confirmado aún, pero, ateniéndome a la experiencia, debió de ser usado antes que la rueda misma al mismo tiempo de los primeros fuegos. Sí, el clavo es milenario y el aporte a lo que solemos llamar civilización es mucho más vital de lo imaginado.

—Durante siglos los clavos fueron de madera —continuó después de una larga pausa y un no menos largo trago—. La profesión de clavero fue de las más solicitadas. Ya fuera de madera o más adelante de hierro, dominaron hasta que, en el siglo XVI, fueron relevados por el que se llamó molino de corte, hecho que nos condujo a una concepción moderna del clavo extendida hasta hoy, aportando sus cinco letras diferentes formas de referencia ajenas a la metalurgia. En la cocina, clavo de olor; la medicina, clavos en el pie; o al cotidiano vivir, con este tío es un clavo o viceversa.

Todos estábamos afectados por el final de otro día con más pena que gloria. Oíamos con escasa atención la perorata que Dionisio nos daba envalentonado y haciendo gala de haber sido el único próspero comerciante del día. Vació de un trago el resto de la cerveza, pidió otra botella incluido para cada uno de los que estábamos junto a la barra y tras un silencioso brindis con el vaso en alto, continuó.

—Lo dicho no es la cronología de la evolución en la histórica de los clavos, todo lo contrario, el fin es regresar a otras charlas de no hace mucho tiempo atrás, cuando un amigo comentó que leyendo a Dickens se encontró ante a la interrogante de cuál es el clavo más muerto.

Las miradas se cruzaron con curiosidad. Esta condición del clavo muerto nunca había asomado a nuestras tertulias y la sospecha de que guardaba algo más empezó a planear en la ya cargada atmósfera cervecera.

—A ver lo que opina la autoridad —le interrumpió José Carpintero—. Por mi profesión hice muchos ataúdes, pero nunca utilicé un clavo muerto; es más, pienso que los clavos se caracterizan por la ausencia de vida.

—Según Dickens —volvió a tomar la palabra Dionisio—, el clavo muerto es aquel que clava la tapa de un ataúd, y así os planteo otra disyuntiva: el clavo más muerto no es el más viejo.

Lejos de ponernos de acuerdo, esto último acarreó interminables discusiones.

—Así es, ponerse de acuerdo es más difícil que admitir la existencia de ese clavo, un acto de fe que ahora planteo. Durante muchas horas muertas, en la ferretería, intenté rastrear y asimilar la transformación de ataúdes, y seguro que agotaríamos las existencias de cerveza sin ponernos de acuerdo sobre cuál pudo ser la madera en los primeros o a quién se le ocurrió hacerlos.

—Esto no me parece algo con base científica, querido amigo —intervine en el debate—. Usted sabe que suelo ir por obligación a cursos y conferencias sobre temas que atañen a mi profesión, pero jamás, y habiendo investigado muertes, oí algo tan frívolo y poco atractivo de conversación como lo que plantea usted hoy, don Dionisio.

El ferretero tiene aureola de ser una persona aficionada a lo clásico, siempre impecable con traje oscuro y corbata discreta. No lo recuerdo vestido de otra manera. Entendía que su viaje a la nada debería prolongarse en lo hecho para el funeral de su señora. Debería ser en un ataúd, copia fiel de alguno con más de un siglo, la tapa cerrada y el Réquiem de Mozart sonando suave. La charla de ese día marcó algo que nos unió a todos en el deseo de que su voluntad fuera cumplida, por lo menos, en que un clavo adornara su ataúd, y la esperanza de que, de ser posible, fuera el más viejo.

Durante un buen rato permaneció callado mientras sus oyentes, un poco acongojados, intentábamos acertar adónde en definitiva se dirigía el tema planteado por nuestro amigo.

José Fruta y Verdura intervino para romper el prolongado silencio con una tradicional pregunta de compromiso.

—¿Hace mucho que murió tu mujer? Cuando llegué al pueblo ya había fallecido, además José Carpintero nunca habló de haberle hecho el ataúd.

—¿No sabéis que ésta es su segunda muerte? Su respuesta fue tranquila, como si estuviera obligada a revelarnos un secreto guardado mucho tiempo.

—Mi mujer siempre estuvo a mi lado, querido Fruta y Verdura. Soy mucho mayor que usted, por lo que es lógico que no la conociera, y más si tenemos en cuenta que su muerte llegó en lo mejor de la vida, sin ser demasiado mayor y con mucho para aportar. Sin ella no hubiera crecido la ferretería, sin ella no sería el que soy, desconocería lo que sé...

Volvió a callar, pero ninguno quiso interrumpir lo que para mí hoy es su confesión.

—Hace hoy veinte años. Era un día oscuro, recuerdo como si fuera hoy que ella trastabilló al levantarse. Se quejó de un mareo y de haber pasado una mala noche. Eso lo sabía ya que, raro en ella, me rechazara dos veces alegando un malestar. Desayunamos sin intercambiar palabra y a la hora de abrir la ferretería insistió en acompañarme aduciendo encontrarse mucho mejor. Comencé a organizar el escaparate dándole prioridad a un excedente de herramientas para jardín del año pasado. Se acercaba el verano y era la ocasión de venderlas.

Se detuvo para tomar aire y cerveza, la cabeza gacha y un halo de tristeza en su rostro. Seguro que no era el Dionisio de todos los días el que hablaba.

—Fue entonces cuando el estrépito en la trastienda me volvió a la realidad. Aparté el juego de pala y escardillo que intentaba posar cerca de cristal y tras un brutal improperio corrí. Estaba en el suelo. La silla volcada, ella sobre un creciente charco de sangre y una pequeña astilla de madera clavada en su junto a la oreja. Me acerqué percibiendo lo pasado.

Jueces 4:21: Entonces Jael, mujer de Heber, tomó un clavo de la tienda, y tomando un martillo en su mano, se acercó suavemente a él, y le clavó el clavo en la sien, y lo clavó en la tierra; porque estaba profundamente dormido y cansado. Así murió.

Lo leyó en voz alta la noche anterior. Ése era el clavo, el más muerto, el que permitió a su vida escurrirse. Venancio Médico no estaba en el pueblo. José Carpintero, tu padre, tampoco. Uno se había ido a tomar medidas para un ataúd de diseño y el otro a un simposio sobre cómo tratar el aburrimiento senil. El día le había llegado. Lo decidió así.

No dijo más nada, ni siquiera intentó aclarar el porqué de la prematura muerte de su mujer o la razón por la que en su tiempo libre construía en secreto el ataúd. Como representante de la ley y ciudadano, pese a la prescripción del posible delito, me interesaba conocer más.

La mirada de Dionisio estaba ida, no sabría decir si por el recuerdo de su mujer o el alcohol. Muchas historias han corrido por el pueblo sobre la repentina ausencia de la ferretera, alguno llegó a decir que estaba empalada en el sótano de la ferretería, pero lo cierto es que tras esa confesión, Dionisio permaneció mudo, la ferretería cerrada y un cartel en el que se informaba sobre su partida a Oriente Medio en busca del clavo más muerto.

Cuando dos semanas más tarde retiramos el cadáver, Dionisio tenía la cara hinchada y revestida por trazos de sangre seca torpes en disimular la presencia de dos ojos bien abiertos. La fetidez obligó a tener que turnarnos para retirar el cuerpo y, mientras eso se hacía, en la primera revisión pude comprobar que un hermoso, acerado y también pequeño clavo de ancha cabeza estaba martillado en su sien.

En la barra del bar estábamos sólo José Carpintero, Venancio Médico y yo. Como siempre no sabíamos si la botella estaba medio vacía o medio llena o viceversa, sobre la vieja madera el formulario a rellenar y firmar para certificar la defunción de Pedro Ferreiro. ¿La causa? Sería un secreto entre los tres.