Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
70 – Primavera 2023
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Diego es ingeniero forestal. Trabaja en un despacho donde se realizan diversas gestiones relacionadas con los recursos naturales: impacto ambiental, conservación de suelos, cartografía, defensa contra incendios forestales, restauración de superficies quemadas, etc. Forma con otros cuatro compañeros una sociedad de ingenieros forestales: Fresno Forestal.
Diego tiene 32 años, es soltero, carece en la actualidad de pareja y vive en un apartamento con todas las comodidades que le permiten sus buenos ingresos. Sin embargo, buenos ingresos y comodidades no son la prioridad en la vida de Diego. Su gran amor por la naturaleza le hace sentirse fuertemente atraído por la vida al aire libre, y vive siempre que se pueda con el cielo por techo. Da al dinero la importancia que tiene y comprende el esfuerzo que supone conseguirlo, pero no le rinde culto ni pleitesía. En definitiva, a Diego le atrae mucho la vida en la naturaleza, y no permanecer fijo en ningún sitio, pero no ser un vago inútil ni descuidar su aseo personal. En cuanto a las necesidades, gusta de tomar las necesarias y no las que suscitan el capricho ni el lujo. Tampoco desdeña la tecnología, pero no vive esclavizado a ella para llenar sus ratos de ocio. De modo que puede decirse que Diego es, a los ojos de los demás, una rara avis.
Aquel día, Fresno Forestal cumplía diez años de existencia. Para celebrarlo, Diego quiso comprar a sus compañeros un billete de lotería, que repartiría a dos décimos por cada uno de ellos. Si tuvieran suerte y acertaran con un buen premio, dispondrían de dinero para mejorar la sociedad y adquirir más material y tecnología para desarrollar las actividades propias del trabajo de la empresa. Entró en la administración de lotería y pidió un billete con los diez décimos de un número que acabara en 10, por aquello del cumpleaños. La señorita de la administración le informó de que el importe eran 60 euros. Diego pagó con 70 y esperó el cambio de los 10 restantes.
—¿Quiere una apuesta del euromillón? —preguntó la señorita—. Este viernes el bote está a 240 millones. Es una excelente oportunidad.
Diego no supo qué contestar, ya sabemos que el dinero no es su gran amor. Por fin se decidió.
—De acuerdo, hágame una apuesta.
—¿Quiere alguna combinación especial de números?
—No, me resulta indiferente, que los extraiga la máquina al azar.
La señorita le entregó una papeleta con una rara combinación de números y le devolvió el cambio. Diego subió a su coche y se dirigió a Fresno Forestal. Por el camino se le olvidó por completo que acababa de comprar lotería. Sólo lo recordó al entrar en el despacho y ver a sus compañeros. Distribuyó la lotería entre ellos y descorcharon dos botellas de champán para celebrar el cumpleaños de la sociedad. La papeleta del euromillón quedó olvidada en el bolsillo izquierdo de su americana.
El domingo, al mediodía, Diego estaba escuchando las noticias de la tele, cuando dijeron algo que lo sorprendió. El bote del euromillón había caído en su ciudad y le había correspondido a un acertante único, todavía desconocido. Picado por la curiosidad, quiso comprobar su boleto. Acudió al vestidor y buscó en los bolsillos de su americana. No encontró nada. Diego estaba seguro de que lo había metido en uno de los bolsillos de su chaqueta y se extrañó de no encontrarlo. No le dio mayor importancia, que fuera él el afortunado le pareció imposible. Se dirigió de nuevo a su lugar habitual frente al televisor, pero a mitad de recorrido recordó que aquella mañana se había cambiado de americana. Regresó de nuevo al vestidor y registró la americana que llevaba puesta el día en que compró la lotería. Allí estaba el papelito. Volvió de nuevo al salón y, tomando el móvil, buscó los resultados del euromillón del viernes. Tenía acierto pleno. Él era el único afortunado del que hablaba la tele. Su primera reacción fue de desconcierto, pues aquello le parecía irreal. Le habían correspondido 240 millones de euros. No dio un gran grito de alegría ni comenzó a dar saltos por toda la casa; por el contrario, se recostó en el sofá y dejó que su mirada se perdiera en un punto de la pared. Sus pensamientos estaban empezando a organizarse en torno a una nueva vida.
El banco abonó en su cuenta la enorme cantidad de dinero, que Diego repartió, posteriormente, en otras cuentas en diferentes entidades bancarias. Hizo una aportación muy importante a la sociedad Fresno Forestal, para invertir en todo tipo de tecnología y materiales para el desarrollo de sus actividades, como drones para la vigilancia de masas forestales, siembra, fumigación y topografía. Igualmente, hizo una elevada donación económica a la Asociación de Lucha contra el Cáncer; sus padres murieron víctimas de esta cruel enfermedad. También hizo importantes aportaciones a asociaciones dedicadas a la investigación y lucha contra graves enfermedades infantiles y de enfermedades incurables que se cobraban muchas vidas humanas. Estas donaciones no las hacía como si regalara una caja de bombones, ni porque fuera fácil regalar el dinero que con facilidad se había conseguido, sino que las hacía de corazón, porque solidario era su corazón, nula su codicia y abundante su generosidad. Después de compartir su premio, todavía quedaban elevadas sumas de dinero en sus diferentes cuentas bancarias. Invirtió en algunos fondos seguros con capital garantizado, que le proporcionaban buenos intereses que pensaba dedicar a lo que quería hacer con su vida. Desde ese momento se dedicó precisamente a eso: a planificar cómo será su vida a partir de ahora. La idea de vivir en la naturaleza se hizo prioritaria en sus pensamientos, pero, desde luego, no iba a ser una vida, tal y como la entiende el común de los mortales.
Sus compañeros le felicitaron por su extraordinaria suerte y le agradecieron la importante aportación económica que había hecho a la sociedad forestal que formaban, pues ello iba a dar un fuerte impulso a la empresa. Acordó con ellos tomarse una excedencia laboral de cinco años, durante los cuales no percibiría sueldo ni reparto de beneficios. Evidentemente, no los necesitaba, pero quería conservar el trabajo que tanto amaba.
—¿Qué es lo primero que te vas a comprar? —preguntó Luis, uno de ellos.
—Un vehículo —contestó Diego.
—Un vehículo de altísima gama ¿no? —insistió Luis.
—No. Mi vehículo sólo tendrá una rueda —respondió Diego.
—Pero ¿qué dices, tío?
—Sí, voy a comprarme una carretilla amplia y muy resistente, para poner en ella todo lo que necesito en mi nueva vida —explicó Diego.
Sus compañeros lo miraron sin dar crédito a lo que decía. Aquello era una broma. Seguro que lo verían aparecer con un Mercedes de una burrada de miles de euros y una Merceditas de veinte años dentro. Sin embargo, sus compañeros estaban a años luz de la verdad.
La carretilla era de buen tamaño, pero manejable. Tenía una profundidad apropiada para lo que debía transportar. Tenía una gruesa rueda, envuelta por una fuerte cubierta estriada de caucho resistente. La tenía en el garaje de su apartamento y la estaba llenando con todo lo que pensaba llevarse a su nuevo hogar: la naturaleza. Poco a poco, fue depositando en ella sus útiles: una tienda de cámping de cuatro plazas, un colchón hinchable con su correspondiente fuelle, dos gruesos sacos de dormir, dos buenas mantas de lana, un buen impermeable con un par de botas altas de goma, una mochila con ropa y mudas, otra mochila con útiles de limpieza y aseo con unas pocas herramientas y botiquín, prismáticos con su estuche, una linterna grande con un juego de pilas, varios excelentes mapas del ejército (donde figuran con todo detalle los GR de largo recorrido, caminos, pistas forestales, ríos, riachuelos, puentes y todos los accidentes del terreno, así como todos los pueblos y aldeas situados dentro de la zona delimitada por el mapa), una fuerte cubierta de goma impermeable para cubrir toda la carretilla y gruesas gomas elásticas con un garfio en el extremo que se enganchaban en las pestañas metálicas que recorrían todo el borde de la carretilla, una cartera con cubierta antihumedad donde llevaría sus documentos (las libretas bancarias de primer uso, pues el grueso de su fortuna lo guardaba en libretas especiales de ahorro y fondos de inversión fiables, más las tarjetas de crédito). Aparte tomó la cantidad de dinero en efectivo que consideró necesario, en un principio, para iniciar su larga andadura de cinco años. Sabía que todo esto se lo podían sustraer en cualquier punto del camino donde se detuviera a pernoctar, pero reponerlo todo no le iba a costar ningún sacrificio.
Alquiló una camioneta y pidió a Manuel, su amigo y vecino, que le ayudara a cargar la carretilla. Después, Manuel, sin dejar de admirarse por lo que iba a hacer Diego, lo llevó con la camioneta a las afueras de la ciudad, hasta llegar al punto donde se tomaba el GR 160, conocido como «La ruta del Cid», que Diego había escogido para comenzar su largo recorrido por todos los caminos que a través de la naturaleza atraviesan España.
Partía desde su ciudad, situada al este de la península Ibérica, eran las diez de la mañana de aquel domingo y caminaría siempre en dirección hacia el sol poniente. Tras previa observación de sus mapas, sabía que a 30 km al oeste, el GR pasaba muy cerca de un pequeño municipio donde podría pasar la noche. Diego se despidió de Manuel, que quedó completamente asombrado de la locura que iba a vivir su amigo y vecino de tantos años. Diego se colgó de la espalda una pequeña mochila, donde llevaba sus documentos, alimento y agua. Asió con decisión los dos mangos de la carretilla y echó a andar con todo convencimiento y una sensación de plenitud y libertad.
Tres horas después, llegó a un punto donde se veía muy cerca del GR un pequeño grupo de olmos que arrojaban una agradable sombra. Diego decidió detenerse bajo aquellos árboles, para comer algo y descansar un poco. Era principios de mayo y la temperatura resultaba fresca, pero agradable. Después de comer, reclinó su espalda en el tronco de uno de los olmos y se dejó ganar por la deliciosa sensación de la libertad en la naturaleza, sin horarios, sin ruidos, sin prisas, con todo el tiempo para él, con todo el mundo para él.
Cerró los ojos y se adormiló un poco. Dejó que su mente, como si de una máquina del tiempo se tratara, volara hacia sus quince años. Allí se encontraron de nuevo los dos. Gabriela y él tenían la misma edad, estudiaban en el mismo instituto, los dos amaban por igual a la naturaleza, planeaban juntos estudiar la misma carrera de ingeniería forestal, estaban locamente enamorados el uno del otro y los dos sufrieron el mismo dolor de la partida. El padre de Gabriela, ingeniero mecánico, fue destinado a Detroit. Toda la familia emigró a Estados Unidos, donde se establecieron definitivamente, y con quince años, Diego y Gabriela conocieron uno de los primeros sufrimientos de la vida: la pérdida del primer amor.
Diego abrió los ojos y la vista de los árboles que lo rodeaban, el cielo azul y la línea ondulante del camino que se perdía en el horizonte lo devolvieron a la realidad. El silencio, la paz y la libertad de la que disfrutaba eran el bálsamo que suavizaba sus heridas. Unos minutos después, se incorporó, cargó a la espalda su pequeña mochila, tomó la carretilla y reemprendió la marcha a buen ritmo.
Sobre la seis de la tarde, llegó al punto donde más próximo se hallaba el GR del pequeño municipio que había escogido para pasar la noche. Consultó de nuevo su mapa y no tardó en encontrar un camino secundario que lo llevaría desde el GR al municipio. Una vez allí, localizó un pequeño bar. Dejó la carretilla junto a la entrada y pasó a su interior. Pidió un café y preguntó al hombre que atendía la barra si sabía de alguien en el pueblo que alquilara una habitación. El hombre le indicó una casa situada dos calles más allá, donde por un módico precio le alquilaron una habitación en el primer piso y le permitieron dejar su carretilla en un rincón de la planta baja. El dueño de la vivienda, intrigado, preguntó a Diego si en la carretilla llevaba herramientas para algún tipo de obra.
—No —contestó Diego—, sólo llevo los útiles que necesito por si tuviera que pasar una noche al aire libre, o me sorprendiera una tormenta por el camino.
—Disculpe, ¿adónde se dirige usted? —preguntó de nuevo el propietario, aún más intrigado.
—A vivir mi vida andando por los caminos.
El hombre ya no le hizo más preguntas, tenía claro que en las ciudades vivía gente muy rara.
Al día siguiente reanudó su marcha. Así transcurrían sus días, siguiendo los caminos rotulados en sus mapas, que discurrían unas veces entre zonas llenas de verde, despobladas y desiertas en otras ocasiones, pero siempre bajo el cielo azul, siempre envuelto en la libertad de la naturaleza. Pasaba las noches en los pueblos cercanos al GR, donde cenaba y adquiría alimentos de repuesto y agua para su pequeña mochila. Siempre que tenía ocasión, bebía en las fuentes naturales que, según los mapas, se encontraban cerca de los caminos. Consultaba el parte meteorológico en su móvil, que recargaba por la noche en los bares o en las casas donde pernoctaba. Cuando la predicción era de cielos despejados, compraba el alimento necesario para la cena y buscaba el abrigo de un grupo de rocas o de un bosquecillo de árboles, para plantar su tienda de cámping y disfrutar de una noche bajo las estrellas. Diego jamás encendía fuego cuando estaba en la naturaleza. Esta vida le proporcionaba una gran felicidad, era su manera de vivir.
A finales de junio llegó a un precioso municipio situado en la cuenca del Duero. El pueblo estaba rodeado de colinas arboladas y prados verdes. Un pequeño riachuelo, afluente del Duero, discurría a sus pies y un antiguo puente de piedra conectaba el pueblecito con los prados y colinas situados a poniente. El puente era muy utilizado para el paso del ganado y maquinaria de laboreo. Tanto gustó el lugar a Diego, que decidió pasar allí todo el verano. Esto le permitió hacer amistades entre los naturales del lugar, con los que compartía mesa y tertulia en el bar, y en muchas ocasiones participaba con ellos en sus labores agrícolas. Los dueños de la casa que había tomado en alquiler lo tenían en gran aprecio y llegó a hacerse muy conocido entre los habitantes del pueblo. Este feliz verano, y poco antes de partir Diego, tuvo como punto final una tragedia: a finales de septiembre estallaron fuertes tormentas que duraron varios días.
El pequeño río, como consecuencia de las lluvias torrenciales, creció y creció, hasta alcanzar un gran volumen que se desbordó hasta rozar las primeras casas bajas del pueblo. Tal era la tremenda fuerza de la masa de agua desplazada que acabó derribando el puente, cosa jamás vista por los habitantes del lugar. Era un verdadero drama para el pueblo, pues quedaba cortado el paso a personas, ganados y tractores. Las autoridades municipales se vieron en la necesidad de pedir ayuda estatal, que nunca se tendría la certeza de que llegara en tiempo y cantidad necesarios.
Apenado por estos sucesos, Diego abandonó el municipio con intención de ir girando, poco a poco, hacia el sur. Dos días después de la partida de Diego, llegó al pueblo el director de la agencia de una importante entidad bancaria. Pidió hablar con el alcalde, para comunicarle que un particular se hacía cargo, con todos los gastos a su cuenta, de la construcción de un nuevo puente para el pueblo. El alcalde reunió a su consejo municipal y el director de la agencia bancaria les expuso todos los pormenores de la aportación económica que quería hacer su cliente. Muy asombrado, el alcalde le preguntó de quién se trataba.
—Creo que ustedes lo conocen muy bien —les dijo el director de la agencia—. Se llama Diego y viaja en carretilla.
La gratitud del pueblo hacia Diego fue inmensa, hasta el punto de que el puente, cuando estuvo construido, se llamó Puente Diego.
Tras estudiar sus mapas, Diego calculó que para primeros de noviembre llegaría a otro encantador pueblo donde pensaba pasar el invierno. En esta época del año no quería exponerse a los rigores del clima, que no harían otra cosa que perjudicar sus planes, dificultando su trayectoria a través de la naturaleza. Además, esto le permitiría intimar con muchas personas, algo muy importante para él, y explorar las condiciones forestales de la zona. En sus mapas ya había observado que aquel precioso lugar reunía aspectos muy interesantes desde el punto de vista forestal. Estas observaciones pensaba comunicarlas a sus compañeros de FRESNO FORESTAL. A aquellas alturas, Diego ya llevaba varios meses impregnándose de sol, naturaleza y paz. Justamente, lo que más deseaba en su vida.
El 7 de noviembre llegó al hermoso lugar que había escogido para pasar el invierno. Era un pueblo pequeño, casi una aldea, situado en la Sierra de Gredos. Estaba rodeado de un bello paisaje con varias zonas que se prestaban perfectamente para realizar una buena labor de desarrollo y repoblación forestal. Entró en el único bar que existía en el pueblo y, como siempre, preguntó por alguna persona que pudiera alquilarle una habitación. Le indicaron una de las últimas viviendas que había al final del pueblo. Era una casa pequeña y modesta de dos alturas. Llamó a la puerta y le abrió una mujer joven a la que preguntó por el dueño de la casa. La mujer lo hizo pasar a una sencilla estancia, que hacía las veces de sala de estar y comedor.
—Espere un momento, por favor, mi marido está lavándose. Acaba de llegar de trabajar la tierra.
—No se preocupe, no tengo prisa.
Llevaba esperando unos minutos, cuando advirtió que por el vano de la puerta de la estancia se asomaba con timidez una carita de niña. Diego le sonrió.
—Hola, pequeña, ¿cómo te llamas?
La niña desapareció rápidamente de la puerta. A Diego le hizo gracia aquella timidez infantil. Un momento después entró un hombre joven, de unos 30 años, que le saludó amablemente.
—¿Qué desea, señor?
—Buenos días, quería preguntarle si dispone de alguna habitación para alquilar. Desearía pasar aquí el invierno y necesito alojamiento.
—En el piso de arriba tenemos una habitación libre. No es ninguna gran cosa, pero está limpia y es cómoda.
—Es más que suficiente para mí. Disculpe, no me he presentado, me llamo Diego y estoy encantado de conocerles.
—Mi nombre es Pablo y también estoy encantado de recibirle en mi casa. Aquí vivimos mi mujer Sara, mi hija Valentina, de cinco años, y yo.
—Espero serles útil y no causarles ninguna molestia —contestó Diego.
La niña estaba observándoles desde la puerta. Su padre la vio y le pidió que entrara a saludar a aquel señor. La pequeña se llevó el dorso de su manecita a la boca, pero no se movió. Diego se acercó a la niña, acuclillándose ante ella.
—Hola, Valentina, ¿no quieres ser mi amiguita?
La niña dijo que sí con la cabecita y salió corriendo.
Pablo y Sara eran personas trabajadoras, sencillas y de economía muy modesta. Pablo había heredado la casa de sus padres, era la única propiedad que tenían. Trabajaba la tierra desde niño y no había tenido ocasión de cursar muchos estudios. No tenía tierras propias y se ganaba la vida trabajando la tierra para otros propietarios, pues no quería marcharse a trabajar a la ciudad y dejar solas a Sara y la niña, las quería con locura y se sentía muy unido a ellas. El generoso precio, ofrecido por Diego, por el alquiler de la habitación, era excesivo, pero Diego insistió en ello, lo que le supuso a Pablo y su familia una gran ayuda a su economía. Con el paso de los días, Valentina fue confiándose a Diego, hasta el punto de que él acabó sintiendo un gran cariño por la niña. Diego se sentía extraordinariamente feliz, había dado con la familia perfecta para él. Pablo y Sara eran personas sencillas, amables y muy comunicativas, con esa alegría que da la humildad a la gente del campo que vive de su trabajo.
Fueron pasando los días del invierno. Diego, cuando el tiempo lo permitía, daba largas caminatas por el entorno del pueblo, estudiando su vegetación y sus posibilidades forestales. En otras ocasiones, daba cortos paseos con Valentina y explicaba a la niña muchas curiosidades sobre los árboles y las plantas. La pequeña se sentía feliz en estos cortos paseos con su amiguito grande. Aquel invierno fue bastante benigno, sin grandes fenómenos meteorológicos. Sin embargo, a medida que pasaban los días, Diego fue observando algo extraño en la chiquilla. Parecía como si a la niña le costara un poco respirar, sin estar acatarrada. Esto preocupó a Diego, que en los días sucesivos no dejó de observarla. Efectivamente, Valentina iba teniendo, poco a poco, más dificultades para respirar. Se lo hizo notar a Pablo y Sara, que pensaron que no se trataría más que de un resfriado. Diego no estaba nada tranquilo y pidió a Pablo que hiciera llamar al médico rural de la zona, donde atendía a varios municipios.
El médico realizó en la niña la exploración más completa que pudo. Hizo preguntas a Valentina y a sus padres. Finalmente, emitió su diagnóstico:
—Lo que padece esta niña no es un resfriado. Me temo que es algo peor.
—¿Qué tiene mi hija, don Fernando? —preguntó Sara, muy preocupada.
—A falta de todas las pruebas que hay que realizarle todavía, muy probablemente padece una fibrosis quística.
—¿Qué es eso, don Fernando? —preguntó ahora Pablo.
—Es un espesamiento de los humores internos del cuerpo, que dificulta la función de los órganos internos, principalmente de los pulmones.
—¿Eso puede curarse? —preguntó angustiada su madre.
—La curación completa no siempre es posible, pero con una buena asistencia y tratamiento médico, se puede conseguir que tenga cierta calidad de vida —explicó el doctor.
Diego tomó del brazo al médico y lo llevó a una habitación contigua para tener una conversación con él.
—He entendido bien sus explicaciones, doctor, pero ¿qué es necesario para que la niña reciba la mejor asistencia posible? —preguntó al médico.
—En primer lugar, tiene que ser ingresada en un buen hospital; las pruebas y reconocimientos que tendrá que pasar llevarán tiempo; durante ese tiempo, la niña no puede estar separada de sus padres, y usted ya sabrá que estas personas viven del trabajo diario de la tierra —argumentó el doctor.
Una vez se fue el médico, Diego salió de la casa y se dirigió a un pequeño altozano que había muy cerca de allí, comprobando que tenía cobertura en el móvil. El domingo siguiente, 1 de abril, partiría de nuevo con su carretilla hacia el Este. La enfermedad de la niña lo había sumido en una gran preocupación. Buscó en la lista de contactos del móvil y marcó un número. Cuando regresó a la casa, encontró a Sara llorando y a Pablo muy pálido y preocupado.
—Tratad de tranquilizaros, voy a hacer todo lo que pueda por vosotros —dijo Diego.
Pablo y Sara no le escucharon, estaban destrozados.
Cuando llegó el domingo, Diego ya tenía preparada su carretilla. Se despidió de Pablo con un fuerte y sentido abrazo. Dio a una llorosa Sara un beso en la mejilla y apretó sus manos entre las suyas. Después entró en el dormitorio de la pequeña, que permanecía en su cama, respirando con dificultad. Le dio un cariñoso beso en la frente y la niña le echó los bracitos al cuello. A Diego se le humedecieron los ojos.
—¿Vas a venir pronto? –preguntó ansiosa la niña.
—Sí cariño, yo soy como los Reyes Magos, siempre vuelvo.
Para no hacer más penosa la despedida, Diego tomó su carretilla y se lanzó en busca del GR más próximo. Tras la marcha de Diego, Sara subió a deshacer su cama y arreglar el dormitorio. Al retirar la almohada, encontró bajo de ésta un sobre repleto de billetes de 100 euros que, unos días antes, Diego había retirado de la sucursal bancaria ubicada en un municipio cercano. Sara abrazó el sobre contra su pecho y rompió a llorar.
Habían transcurrido cuatro horas desde la marcha de Diego, cuando llegó al pueblo una extraña comitiva, que estaba formada por varios vehículos: un automóvil blanco, una ambulancia con su conductor y una enfermera, finalmente un monovolumen de gran capacidad de carga. Del automóvil se bajaron dos hombres, vestidos con trajes oscuros y corbata. Preguntaron por la casa de Pablo y Sara. Una vez les dieron las señas, aparcaron los tres vehículos delante de la casa y los dos hombres llamaron a la puerta. Les abrió un asombrado Pablo, al que saludaron cortésmente.
—Buenos días, ¿es usted Pablo Rodríguez?
—Sí, señores, ¿en qué puedo servirles?
—Soy el abogado personal de Diego y éste es el doctor Martínez Umbral, ¿podemos hablar con ustedes?
Sara había visto los vehículos aparcados ante su casa y había bajado corriendo las escaleras. Estaba tan asombrada como su marido.
—Pasen, por favor —dijo Pablo.
Se acomodaron en la salita y el abogado tomó la palabra:
—Siguiendo las órdenes de mi cliente, y siempre que ustedes no tengan inconveniente, hemos traído una ambulancia que llevará a su hija a uno de los mejores hospitales privados de España; hemos adquirido una vivienda cómoda y perfectamente equipada, muy próxima al hospital, para que vivan ustedes. La casa está a nombre de mi cliente, pero cuando su hija alcance la mayoría de edad, pasará a ser de su propiedad; y para usted, Pablo, hemos conseguido un contrato de trabajo como conserje en un edificio de despachos y oficinas, que, por cierto, está muy bien pagado. De este modo, su hija estará atendida por los mejores médicos y podrá ver a su madre todos los días, mientras que usted no tendrá que trabajar la tierra para ganarse la vida. Todos los gastos irán siempre por cuenta de mi cliente —expuso el abogado.
Pablo y Sara no podían salir de su permanente asombro. Poco a poco, fueron comprendiendo la realidad de la enorme filantropía de aquel amigo que les había enviado el cielo.
—Por favor, ¿puedo hablar por teléfono con Diego? —preguntó Pablo al abogado.
—Sí, claro —dijo el hombre.
Sacó su móvil, pulsó la tecla de llamada automática a Diego y le entregó el aparato a Pablo. Cuando contestó Diego, Pablo, que estaba muy emocionado, le dirigió estas palabras:
—Mi querido amigo, ¿cómo podré pagarte todo esto que haces por nosotros?
—Con vuestra amistad y cariño. Es la única moneda de pago que admito —contestó Diego.
Pablo y Sara cargaron todos sus útiles más necesarios en el monovolumen, introdujeron a Valentina en la ambulancia y a su lado acomodaron a su madre. Pablo cerró toda la casa y subió al automóvil con el abogado y el médico, que comenzaron a explicarle los pormenores de lo que serían sus nuevas vidas. Mientras, Diego seguía empujando su carretilla por los caminos con la esperanza de que aquella chiquilla, que tanto quería, pudiera curarse. Era ya la hora del ocaso y el GR empezaba a empinarse bastante. Diego se esforzaba por empujar la carretilla y, cuando se cansaba, se detenía, depositaba en el suelo las patas traseras de la misma y descansaba un poco. De este modo alcanzó la cima, donde el camino comenzaba a descender. En este punto, la cima del camino formaba parte del horizonte, tras el cual la puesta del sol había pintado de un rojo anaranjado el cielo de la tarde. En este punto del horizonte apareció, recortada contra aquel cielo rojizo, la silueta de un hombre caminando y empujando su carretilla en pos de sus sueños.
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La alarma de su móvil ya llevaba un rato sonando. Diego se resistía a salir de aquel bellísimo sueño. Pero éste, poco a poco, iba difuminándose hasta quedar reducido a una mancha gris en su mente. Sintió en sus entrañas el hachazo de la depresión. La tristeza lo mantenía inmovilizado en la cama. Con gran esfuerzo, giró la cabeza a su izquierda, sacó el brazo y detuvo la alarma del móvil y sus ojos se posaron, un instante, sobre las dos muletas que descansaban en el rincón de su dormitorio. Sabía que por mucho esperar, no saldría nunca de su depresión. Se incorporó en la cama e hizo girar su cuerpo, hasta que lo que quedaba de sus piernas quedó colgando del borde del lecho. Acercó las prótesis de sus piernas. La pierna izquierda la tenía amputada por debajo de la rodilla, la otra, justo por encima de ella. Introdujo el muñón de su pierna izquierda en la prótesis y la ajustó. Después hizo lo mismo con la derecha. Eran algo más de las siete de la mañana. Todavía permaneció un tiempo sentado en la cama, abatido por la depresión. Dejó divagar su mente, que volvió de nuevo al día del accidente. No, sus padres no habían fallecido víctimas del cáncer, sino como consecuencia de un descuido suyo al volante, cuando disfrutaban del viaje de fin de carrera, donde había obtenido la licenciatura de ingeniería forestal. El coche, que circulaba a gran velocidad, se salió de la carretera y se estrelló contra la estructura de cemento reforzado para la construcción de un puente elevado. Sus padres perdieron la vida y él, las piernas.
Con el dinero del seguro pudo formar, con cuatro compañeros suyos, Fresno Forestal, pero su función eran las tareas administrativas. El trabajo de campo, lo que más le gustaba, porque le permitiría estar en plena naturaleza, no estaba a su alcance. Con un esfuerzo logró apartar estos pensamientos que tanto le herían y estirándose un poco se agarró con ambas manos a la barra horizontal atornillada en la pared próxima y pudo ponerse en pie. Se quitó la parte superior del pijama y tomando las dos muletas se dirigió al baño. Extrajo del pequeño armario los útiles de afeitado y se enjabonó la cara. Su aseo personal era una de las pocas cosas a las que no estaba dispuesto a renunciar. Después abrió las compuertas del plato de la ducha, se sentó en el taburete de plástico que tenía dentro del plato, se quitó las prótesis de las piernas, se despojó del pantalón del pijama y de la muda. A continuación, cerró las puertas. Tras ducharse, se secó con la toalla que tenía a su alcance, volvió a colocarse las prótesis, tiró la muda al cesto de la ropa sucia, se puso el albornoz y, recogiendo los pantalones del pijama, se apoyó en las muletas para regresar a su dormitorio.
Era sábado, no había prisa y comenzó a vestirse despacio. Mientras lo hacía, oyó abrirse y cerrarse la puerta de su casa. Era María, su asistenta, que acercándose a la puerta de su dormitorio le preguntó:
—Diego, ¿estás despierto?
—Sí, María, me estoy vistiendo.
—Vale, pues voy a prepararte el desayuno.
Unos momentos después se oyó la señal de llamada del móvil de su asistenta, a la que contestó María.
—Sí, Noelia, dime.
María estuvo unos minutos escuchando lo que le decía Noelia.
—¿Cómo se llama tu amiga?, ¿Esperanza?, vale, ¿pero ella conoce la dirección exacta?
Volvió a escuchar la respuesta y contestó de nuevo:
—Bien, pues dile que acuda a las 11 de la mañana, la esperaremos en la puerta del portal, pues ella no tiene experiencia en bajar la silla de ruedas de Diego por el ascensor —acordó María.
Diego quedó algo extrañado por aquella conversación. No tenía idea de lo que se trataba.
—¿Qué pasa, María?
—Nada, que Noelia no puede venir hoy a acompañarte en tu paseo matinal, porque dice tener un examen de no sé qué. En su lugar vendrá Esperanza, una amiga suya, para que puedas salir.
—No hace falta que venga nadie, me puedo quedar en casa.
—Sí, Diego, pero yo ya he quedado con ella en que su amiga pasará a recogerte.
Poco antes de las 11, María bajó a Diego en su silla de ruedas y aguardaron junto al portal. No tardó en presentarse una mujer joven, de edad y estatura parecidas a las de Diego. Lucía una larga melena morena y llevaba puestas unas grandes gafas oscuras. No era una gran belleza, pero tenía su atractivo. Durante las presentaciones, él prestó poca atención. El ánimo lo tenía por los suelos. La chica acordó con María devolver a Diego a la una y la avisaría por el videoportero. Ella tomó los mangos de la silla de ruedas y con cuidado comenzó a caminar. Iban en silencio, Diego no tenía ganas de conversación. Cuando se dio cuenta, observó que el recorrido no era el mismo por el que lo llevaba habitualmente Noelia. Se volvió a medias y preguntó a la chica:
—¿Adónde vamos?
—Ya lo verás —contestó ella enigmáticamente.
Diego conocía bien su ciudad y no podían llevarlo a ningún sitio que le sorprendiera. Así que no hizo caso y siguió con su abatimiento. Al cabo de un tiempo, en un cruce de calles, la chica torció a la izquierda. Era una larga calle muy conocida por Diego. Cerca del final, se encontraba a la derecha un instituto escolar y, enfrente mismo, unos jardines con algunos bancos para sentarse. Al llegar a los jardines, Esperanza colocó la silla de Diego junto al extremo de un banco y ella se sentó junto a él.
Durante un rato permanecieron en silencio.
—Es curioso —dijo Diego.
—¿Qué es curioso? —preguntó Esperanza.
—En ese instituto estudié cuando era jovencito —explicó él.
—Pues ya somos dos —contestó la chica.
—¿Cuándo estudiaste aquí? —preguntó a la joven.
—Cuando tenía quince años, hace ahora diecisiete —volvió a contestar ella.
Diego sintió que una extraña sensación le recorría el cuerpo. Miró a la chica, pero su larga melena le cubría media cara y las grandes gafas de sol no permitían adivinar nada. Sin esperar a que él le volviera a preguntar, la joven empezó a hablar:
—Aquí estudié hasta los quince años y en este mismo banco me despedí, hace diecisiete años, del gran amor de mi vida.
Ahora sí, Diego sintió claramente que se le ponía la piel de gallina. Miró fijamente a la chica y acabó preguntando:
—¿Te llamas Esperanza?
Ella se quitó las gafas, se volvió hacia él y mirándole a los ojos le dijo:
—No, me llamo Gabriela.
La extraña sensación se convirtió en una verdadera convulsión en Diego. Sus ojos recorrieron su cara y la verdad se fue abriendo paso en su mente.
—Gabriela —susurró Diego.
Antes de que Diego pudiera seguir hablando, ella, sin dejar de mirarle, tomó su mano entre las suyas y le contó su historia:
—Hace diecisiete años, en contra de mi voluntad, me despedí aquí mismo de ti. Ahora he vuelto contigo al mismo sitio para no despedirme jamás. Todo se ha debido a una bendita casualidad. Recuerdas que mi padre fue destinado a Detroit y toda mi familia tuvo que establecerse en aquella ciudad. Allí acabé mis estudios de bachiller, pero no soportaba vivir en aquel lugar tan industrializado, tan lleno de fábricas. Dije a mi padre que quería trasladarme a la Universidad de Wisconsin, para estudiar ingeniería forestal. Mi padre estuvo conforme y en aquella universidad estudié y obtuve la licenciatura. Era lo que más deseábamos los dos y sé que tú también obtuviste la tuya. Después me contrataron en una empresa de ingenieros forestales al norte de California y allí he vivido hasta ahora. Hace una semana, estaba sentada con una amiga en la terraza de una cafetería, cuando una voz me llamó por mi nombre. Me extrañó un poco aquel acento tan español, me volví y vi venir hacia mí a un pelirrojo con una cara muy sonriente. Cuando lo tuve cerca lo reconocí y me llevé una gran alegría. Se trataba de Eduardo, nuestro compañero de instituto, aquel que siempre estaba de broma y se reía de todo, ¿lo recuerdas? Nos dimos un abrazo y me dijo que había venido a California, con su esposa, en viaje de vacaciones. Me faltó el tiempo para preguntarle por ti. Afortunadamente, todavía os veis y pudo contarme todo lo que te sucedió. Créeme, Diego, si te digo que no sentí ninguna lástima, ninguna compasión por ti. Lo que sentí fue una gran explosión en mi corazón, una explosión que liberó todo el amor acumulado desde mis quince años y que corrió como fuego por todas mis venas. Estaba loca de alegría, porque iba a recuperarte después de creer que te había perdido para siempre, pues te hacía casado, con hijos y una vida establecida, que te habría hecho olvidar nuestro amor. Las palabras de Eduardo me hicieron comprender que vivías como yo, solo y necesitado de una persona que te amara. Casi sin despedirme de Eduardo y de mi amiga, salí corriendo hacia mi empresa, pedí todas las vacaciones que me debían y las que no me debían. Sin perder tiempo, fui al aeropuerto a adquirir un pasaje para el vuelo a Nueva York, que salía al día siguiente. Metí lo que pude en una maleta y volé a Nueva York, de Nueva York a Madrid y de Madrid aquí. Por Eduardo conocía tu dirección y vine con intención de verte, pero te vi salir del portal con una chica que empujaba tu silla de ruedas. Os seguí a la ida y a la vuelta. Cuando te dejó en casa, esperé en el portal a que ella bajara. Cuando lo hizo, me acerqué a la chica y le pedí su ayuda. No sé qué vio en mi cara, pero me creyó y decidimos que hoy ella se excusaría de venir a recogerte y que en su lugar vendría una amiga suya llamada Esperanza, no quería anticiparte mi nombre. El resto ya lo sabes, te traje al lugar donde a nuestros quince años la vida nos arrebató nuestro amor, para que, de nuevo en este sitio, volvamos a unirnos por siempre. Diego, no he venido a compadecerte, he venido a buscar refugio en ti, porque te necesito y te quiero con todo el amor de mis quince años que no murió nunca. ¿Sientes tú por mí lo mismo que yo por ti?
Cuando ella vio que a Diego se le llenaban los ojos de lágrimas y asentía con la cabeza, porque en su garganta había un nudo que no le permitía hablar, se abalanzó sobre él y como pudieron se abrazaron, mejilla contra mejilla y llorando como niños.
A la una de la tarde llegaron al portal de Diego. Les estaba aguardando María. En cuanto llegó, Diego dijo a su asistenta:
—Gabriela se queda a comer hoy conmigo, y a dormir también.
A María se le pusieron los ojos como platos y se le bloqueó el cerebro.
Diego exigió a sus compañeros de trabajo que Gabriela iba a ser contratada como ingeniero forestal en la empresa, que si no estaban de acuerdo él se marcharía también. Naturalmente, no hubo ningún problema. La empresa iba en expansión y aquel refuerzo no les vendría nada mal.
El siguiente sábado, una camioneta salió de la ciudad y llegó al punto más cercano por donde pasaba el GR, aquel camino de largo recorrido con el que siempre había soñado Diego. De la camioneta descendió Diego con su silla de ruedas. Gabriela se acercó a Manuel, el vecino y amigo de Diego, que les había acercado hasta allí.
—Llevamos comida para todo el día. Estaremos de regreso sobre las ocho de la tarde. Por favor, ven a recogernos —le pidió Gabriela.
Manuel los vio alejarse. Sintió una verdadera alegría de ver que su amigo había encontrado una compañera para su vida.
A las ocho de la tarde, Manuel regresó con la camioneta al punto del camino donde debía recogerlos. A lo lejos, vio acercarse, recortados contra el cielo rojo anaranjado del ocaso, a Gabriela andando y empujando la silla de ruedas donde iba Diego. Se les veía felices y enamorados, porque vivían en su nuevo hogar: el amor sin condiciones.