Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 70 – Primavera 2023
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Nada más llegar a Torrevieja me llevaron a la playa, me desnudé y me metí en el mar. Me causó una enorme impresión el sabor a sal en los labios, no me lo esperaba. Fue el verano en que fui a pasar unos días del mes de agosto con mi amigo Miguel Ángel y su familia. Desde que era un niño, siempre me había bañado en el río Alberche, que pasa por El Tiemplo; el agua de este río, además de helada, no sabe a nada más que a agua. Para alguien como yo, de tierra adentro, el mar era demasiado grande, casi infinito, no me lo podía imaginar. En cierta ocasión, ya muy lejana, lo había visto por primera vez desde la ventanilla del tren, el año en que fui a Barcelona a un encuentro de jóvenes de toda Europa, pero entonces no tuve ocasión ni tan siquiera de pisar la arena de la playa. En Torrevieja, aquella mañana, fue como un bautizo de agua y de sal.

Hice este viaje porque necesitaba cambiar de vida radicalmente. Ese año me iba de casa de mis padres a descubrir el mundo o el cielo que me esperaba fuera del nido familiar. Además de ir a ver a Miguel Ángel en Torrevieja, pensaba ir después a ver a Ramón, que vivía en un pueblo de Badajoz, en la comarca de La Serena. Tenía que atravesar toda España por el sur, de este a oeste, desde las orillas del mar Mediterráneo hasta casi la frontera con Portugal.

A Torrevieja hice el viaje en autostop. Un camionero muy amable, además de invitarme a comer, me llevó hasta Alicante. Allí tomé un autobús que me dejó en el pueblo de mi amigo. Conocí a Nati, su mujer, y a su hija, que había nacido ese año. También conocí a la abuela. Me encantaba ver cómo dormía a su nieta susurrándole, más que cantarle, antiguas habaneras. Las tardes de calor y humedad del Levante español me hacían sudar de los pies a la cabeza. Sin embargo, la visión del mar a la vuelta de la esquina me tenía subyugado.

Una semana más tarde tomaba un tren desde Alicante que había de llevarme a Granada, donde iba a pasar la noche en una pensión en la que casi si me descuido me devoran las chinches. En Córdoba, a la mañana siguiente, tomaba un tren con más años que la Tana, los olivares se alejaban hasta más allá del horizonte y los sembrados de girasoles se sucedían unos a otros invadiendo de vez en cuando las lomas de la llanura. Este tren me llevó hasta Villanueva de la Serena. Creí que el viaje no iba a acabar nunca, Extremadura es tan grande. En esta última localidad tenía que tomar un autobús que me llevaría al pueblo de Ramón, La Coronada. El paisaje, tan ancho como el alma, tan inmenso como un mar tostado y seco en agosto. Ramón me esperaba en la parada del autobús.

A Ramón, a Pepe el Cartagenero y a Víctor García, los había conocido en Madrid. Comencé a reunirme con estos tres jóvenes y alguno más recién venidos de sus pueblos de origen. Así es como conocí a Ramón, que, entre otras cuestiones, no soportaba vivir en la capital. Deseaba volver a su pueblo como fuera, cuanto antes, era un campesino extremeño perdido en la ciudad. Un año entero nos estuvimos reuniendo una vez por semana en un local que se llamaba La Campana, en Carabanchel Bajo.

Víctor García era un caso perdido, un andaluz de corazón y de algo más, y, aunque había nacido en El Escorial, siempre había vivido en Trebujena, provincia de Cádiz. Todo lo que fuera flamenco, copla, sevillanas..., iban con él, corría por sus venas. Solía acompañarle los domingos por la mañana a las veladas flamencas del circo Price en la plaza del Rey, y, por la tarde, al teatro Calderón si cantaba Antonio Molina, Juanito Valderrama, un jovencísimo Manolo Escobar y, sobre todo, Estrellita Castro, la reina da la copla y del mantón de Manila. Nos lo pasábamos bien, con Víctor García era imposible pasárselo mal. Íbamos muchos domingos por la tarde a una discoteca que había en la vía Carpetana del barrio de Carabanchel, era el rey de la pista. Le hubiera hecho sombra al mismísimo John Travolta. La última vez que Carmen y yo nos encontramos con él fue en el aeropuerto de Varsovia, nosotros íbamos a realizar un viaje organizado por Centroeuropa, y él, no sabría decir a dónde. Víctor García era una persona realmente sorprendente, Carmen tenía muy buena amistad con él. El recuerdo que me queda de este joven amigo es su sonrisa.

José Rodríguez, en realidad así es como se llama Pepe el Cartagenero, era exactamente todo lo contrario que Víctor García. Había nacido en un pueblo de León, pero se había criado en otro de Zamora. Pepe era un ser humano con problemas físicos pero que se hacía querer por la gente que le conocía. Estaba solo en la vida. Su figura era deplorable, con una joroba a la espalda porque su esqueleto estaba malformado. Le costaba caminar y erguirse del todo. Nos contaba que estuvo más de cuatro años como un bebé en la cuna, pues padecía una enfermedad rara. Era muy inteligente, había estudiado hasta séptimo de bachillerato, podía haber ido a la universidad, pero no fue. Consiguió entrar a trabajar en la misma fábrica que Carmen hasta el día de su jubilación. En la actualidad vive como buenamente puede con sus recuerdos y sus anhelos. Como estuvo trabajando unos meses en Cartagena, desde esta ciudad mediterránea le escribía todas las semanas una carta al cura de su parroquia de Carabanchel Bajo, al cura le dio por leerlas en la misa del domingo y, por esta razón, todos los amigos comenzaron a llamarle Pepe el Cartagenero. Sus cartas eran realmente conmovedoras.

Volviendo a Ramón, no sé, pero tenía algo entrañable este muchacho, era como si se hubiera escapado de uno de los poemas del Miajón de los Castúos del poeta extremeño, Luis Chamizo, él mismo decía que era como un acebuche. La madre de Ramón era un pedazo de pan, pocas personas he conocido que encarnaran tanta bondad y sencillez como esta mujer, en toda su vida había salido de La Coronada. En cuanto al padre, durante la Guerra Civil, los falangistas habían hecho de él un alcohólico.

Ramón lo que más necesitaba en la vida era enamorarse, y claro que se enamoró, de una muchacha del pueblo vecino de Monesterio, con la que se casó para irse a vivir al pueblo de ella. Le salió trabajo como vigilante del sistema de regadío del río Zújar y, por eso, ya nunca más tuvo que abandonar Extremadura. No pudieron tener hijos, pero les iba muy bien, eran felices. Cuando menos se lo esperaban ella enfermó, un cáncer la estaba matando y la mató, y Ramón se quedó solo en la vida para siempre.

Nunca podré olvidar aquel primer viaje a la comarca de La Serena. He vuelto en primavera. Desde La Coronada se divisaba a lo lejos el castillo de Magacela, en lo alto de un cerro rodeado por un mar verde en primavera y marrón ondulado hasta perder el aliento en verano.

Mi amigo Miguel Ángel murió hace unos años, pudo haber sido por haber fumado tanto durante tanto tiempo. Desde que era un chaval soñaba con ser capitán de la Marina mercante como antes lo había sido su padre, pero se quedó de profesor en una escuela de formación profesional en Torrevieja. Cuando estuvo tres años en Madrid en los años sesenta, estudiando para instalador electricista en La Paloma, la nostalgia de Torrevieja podía con él, se pasaba las horas muertas, cada atardecer, cantando habaneras.

Fin de la trigésima primera noche.

Las penas y las sonrisas se van, los amigos no se olvidan y a veces mueren, la vejez es tiempo de cosecha, queda la nostalgia. La mañana llama a mi ventana…

Del libro inédito Las mil y una noches de insomnio de Modesto González Lucas