Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 69 – Invierno 2023
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

El pestillo llevaba semanas atascado, lo que impedía cerrar la puerta del sótano. Me aparté del quicio y bajé a buscar la caja de herramientas. Aquello estaba lleno de chismes. Una única bombilla apenas iluminaba la estancia. Me acerqué a las estanterías y cogí los alicates y el destornillador. Sentí que algo rozaba mi espalda. Me giré y la vi. Callada, sobre una repisa, esperaba confiada a que la cogiera. Sus colores, acostumbrados a la luz del sol y a las alturas, se veían apagados bajo la luz de la bombilla. El polvo la cubría, pero para ella era peor el olvido. La miré y volví a sentir mi corazón acelerado como cuando la veía volar. Me acordé cuando nervioso compré en el bazar los pliegos de papel seda, el bambú y el cordel. Yo la creé.

Rafael me había enseñado cómo armar las cometas, pero aquélla siempre fue especial, fue la primera que hice solo y sin ayuda. Eso la hacía única. Por eso la construí con todos los colores del arcoíris. Cuando la volaba, subía tan alto que acariciaba las nubes y jugaba con los pájaros. La cometa de Rafael era más grande y llevaba recortada la imagen de un dragón. Aunque volaba muy alto, no llegaba tan arriba como la mía. Yo entonces recogía un poco de carrete para que la suya volara por encima.

La acaricié con mis manos. La cola estaba manchada, olía a barro y a humedad. Sentí la misma emoción que el primer día en que la hicimos volar en las explanadas del Ensanche. Aquel lodazal era un sitio ideal para remontar cometas y subirlas hasta el cielo. Aquella tierra encharcada y pantanosa eran nuestros dominios. Pero nos equivocábamos. Aquel cenagal nunca tuvo dueño. Nosotros éramos unos intrusos, y el paso del tiempo castigó nuestra soberbia.

Los sábados nos reuníamos para ir a jugar al Ensanche. Nos gustaba imitar a los sioux de las pelis de vaqueros. Recogíamos palos, cañas, cuerda y telas de sacos viejos, y construíamos poblados donde planeábamos nuestras aventuras. Después montábamos en imaginarios caballos salvajes y galopábamos bordeando enormes charcas, repletas de ranas y de caballitos del diablo.

Rafael era el jefe de los Tigres. Yo era dos años menor que él y vivíamos en el mismo bloque de casas. Me conocía desde que nací. Mi madre cuidaba de él cuando la suya se iba a trabajar. Su padre se había caído de un andamio y se rompió el cuello. Los otros obreros negaron que aquella mañana estuviera borracho, pero la Mutua se negó a pagar por no llevar el casco. A la viuda no le quedó otro remedio que limpiar casas para sacar a su hijo adelante. Rafael era como un hermano mayor, me protegía y me reñía a la vez. A Rafael no le asustaba nada. Su única debilidad era su facilidad para enfermar de anginas. Entonces le daban unas fiebres muy altas y don Diego le tenía que inyectar penicilina. Luego se recuperaba del todo y parecía como si la fiebre lo hubiera hecho crecer. Don Diego quería operarle las anginas, pero la madre de Rafael no tenía dinero para la intervención.

Yo era muy delgado y tenía los pies planos. Me obligaban a llevar botas con plantillas. Me costaba mucho trabajo correr. Los demás siempre se estaban riendo de mí y me llamaban pato. Por las noches lloraba de rabia por no poder andar como ellos. Yo envidiaba ser como Rafael, más alto y más fuerte que el resto de los Tigres, y ganarles a todos cuando jugábamos a la pilla y al pañuelo.

Los días de viento dejábamos los caballos y nos transformábamos en exploradores del espacio. Nuestras cometas eran naves espaciales en busca de nuevos mundos. El cielo se llenaba de multitud de rombos de vivos colores, pero era la mía, la que llevaba los colores del arcoíris, la que llegaba más cerca de las estrellas.

El Ensanche también tenía su embrujo. Las grandes charcas que se formaban en la época de lluvias estaban llenas de insectos y de ranas. Sin embargo, lo peor era la fábrica de fertilizantes que vertía sus venenosos humos sobre las charcas infestadas de mosquitos.

Pero ninguno de los Tigres teníamos miedo de los mosquitos, ni del humo de las fábricas. Nuestros peores enemigos eran los de carne y hueso. Las barriadas que rodeaban el Ensanche se habían ido llenando de pandillas que usábamos el cenagal como escenario para nuestros juegos. Aquellas pandillas sellaban su compromiso con el grupo por un pacto de sangre que duraba toda nuestra vida. La que más temíamos era la de los Filipinos. Eulogio, su cabecilla, llamaba a Rafael puto huérfano.

Más de una vez los Filipinos nos habían destruido el campamento, incluso en una ocasión nos atacaron a pedradas. Nosotros tampoco éramos mancos y sabíamos defendernos. Las escaramuzas llegaron a ser tan frecuentes que siempre procurábamos ir con toda la pandilla junta. Un sábado, mientras corríamos entre las charcas, los Filipinos nos hicieron una emboscada y comenzaron a tirarnos piedras. Corrí a resguardarme, pero tropecé y caí al suelo con las dos rodillas. Rafael y Tomás el Bocazas se lanzaron corriendo hacia ellos mientras insultaban a sus madres y a sus muertos. Los Filipinos, que no esperaban esta reacción, decidieron dar por cumplido el ataque y se retiraron devolviéndonos los insultos.

Cuando acabó la refriega, los de la pandilla se burlaban de mí y no paraban de llamarme el pato patoso. Rafael, muy callado, me limpió la tierra con su pañuelo y me llevó a la casa de socorro, donde me dieron varios puntos de sutura. Desde aquel día Rafael siempre llevaba con nosotros a Trotsky, un chucho que recogió abandonado en un vertedero cuando era un cachorro y que, además de sangre de mastín, tenía cara de malas pulgas, ya que solía atacar en silencio, gruñendo pero sin ladrar.

El tiempo nos demostró que los Filipinos no eran nuestros peores enemigos y que el peligro durante el día flotaba en el aire y durante la noche dormía en el fango.

Un sábado, Rafael no pudo venir con nosotros a volar las cometas. Pasamos por su casa. Estaba en la cama con mucha fiebre y le dolía la cabeza. Su cometa con forma de dragón estaba colgada en la pared. Le temblaba la voz y tenía una intensa tiritona. Nos dijo que nos lleváramos a Trotsky y que tuviéramos cuidado con los Filipinos. Aquel día, sin la protección de Rafael, mi cometa voló tan alto que sus colores se perdían en el cielo entre las nubes. Trotsky ladraba y no paraba de dar saltos intentando alcanzarla. Los demás me miraban con envidia y nadie me llamaba pato. Cuando volvíamos me sentí tan orgulloso de mi cometa que juré que siempre la llevaría conmigo. Luego corrí a casa de Rafael para llevarle a Trotsky. Llamé a la puerta, pero nadie abrió. Me senté en el rellano de la escalera a esperar a mi amigo. Pasaron las horas y él no volvía. Mamá vino a buscarme. Me dio un abrazo y me besó. Tenía los ojos rojos. «Está en el hospital, pero se pondrá bien. Ven a casa y trae a Trotsky».

Había pasado un mes cuando volvimos al Ensanche. El campamento indio ya no existía. Una excavadora removía la tierra para construir un edificio. Soplaba el mistral y temblábamos de frío. Cogí la cometa de Rafael y la remonté hacia el cielo. El viento era tan fuerte que pronto se elevó hacia las nubes. Cuando se acabó el hilo del carrete, lo cortamos con una navaja. La cometa siguió ascendiendo en medio de las nubes empujada por el viento hasta que la perdimos de vista.

Cuando regresé a casa, mamá me había preparado un plato de sopa muy caliente. Me secó los ojos y me dijo: «Los hombres no lloran».

Cogí los alicates y el destornillador. A los pocos minutos, el pestillo volvía a funcionar y la puerta del sótano se abría y se cerraba como siempre. La volví a coger en mis manos; sus colores del arcoíris, pese al polvo, volvían a brillar. Busqué a mi hijo y los tres salimos al jardín.