Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
69 – Invierno 2023
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Reconocerse frente al espejo es un ejercicio que cada mañana hacemos de forma automática, pero en realidad pasamos inadvertidos a nosotros mismos. Nos quedamos en lo más trivial: el aspecto, si tenemos una mancha en la piel, si estamos bien peinados o si la bolsa bajo los ojos se mantiene igual que el día anterior. No reparamos en la mirada con la que vamos a salir a la calle al afrontar otro día, primero de cara a los convivientes para luego sortear ese ser que anda a un costado, nos desagrada y nos molesta.
Hace mucho tiempo que le pregunto quién soy a ése que mira desde el otro lado del cristal, porque no sincero los pensamientos, actúo de acuerdo a ellos y dejo en cada baldosa callejera el cadáver de un enemigo. Es cierto que la paciencia no es mi virtud, pero tampoco lo es el miedo, que sólo conduce a dudar al instante de cortarle el cuello a otro idiota que, es probable, tenga las mismas sensaciones que yo. Ése que observa con fijeza no creo que sea de los acostumbrados a dar explicaciones o justificar cada uno de sus actos. Lo miro y admiro. Quisiera ser como él, un pendenciero. El que destroza el cemento al cruzar la calle, el que le discute al jefe, el que tiene éxito con las compañeras de oficina, el que bebe y no se embriaga, el que sabe esconder con gustosa mirada a cuántos asesinó en un día.
Si bien el espejo no responde a plegarias, debo aceptar que, en mi caso, ha sido parco, demasiado parco. Leí en algún artículo de prensa sobre las bondades de observarse, darse pequeñas bofetadas en la cara y repetir tres veces: hoy será el gran día, todo lo puedes alcanzar, nada se interpondrá en tu camino, pero al cabo ya de demasiado tiempo, las inquietudes que pretendí abanderar permanecieron contorneadas en ese trozo de cristal donde sólo puedo saludar el reflejo de cada mañana. Mucho he pensado sobre ello y en nada acerté al plantear el teorema de saber quién debería ser o qué hacer con mi presencia aquí, en el mundo.
La figura borrosa en el otro extremo de la acera se contornea al andar. Regresa de la noche, la misma noche escapada de mi almohada. Siempre tuve dificultades para trasnochar, fui incapaz de ver una película que comenzara más allá de las diez y media, y antepuse el descanso ante la aprensión de llegar una sola vez tarde al trabajo. Cuarenta años siendo el primero en marcar la tarjeta, el orgullo de mostrar una irreprochable hoja de tareas.
Puntualidad y eficacia, el lema, escrito con grandes caracteres en la pared lindante con la puerta de entrada del personal, da la bienvenida a los trabajadores. La misma frase no leída cuando fui consciente de que el ansiado ascenso era para alguien incapaz de estar atento a ese pregón, un fastidio para el espejo madrugador, pero con capacidad para encontrar el talente y persuadir al jefe de que, con las buenas formas, no se alcanzan los objetivos. ¿Qué quedaba entonces? Redoblar la puntualidad, amplificar la eficacia y esperar otra oportunidad, algo que, por lo general, solía tardar años.
Hoy me pregunto si los frecuentes halagos del director de sección tenían como fin mantener la autoestima por todo lo alto y así no darme cuenta de que, durante décadas, sólo había sido un deslucido funcionario dedicado con ahínco al casi vano intento de solucionar esas injusticias habituales para con quienes pagaban sus impuestos, incluido yo, o el hazmerreír de los ascendentes en el escalafón a costa de esos mismos impuestos impagos.
Así, amigos, el último día llega con más prontitud de lo esperado. Una placa de agradecimiento por los servicios prestados y un pergamino sin espacio para más firmas. Un bronce y un cartón pagados entre todos los que no marcaban en hora, amontonaban folios sobre escritorios desbordados, tomaban refrigerios en la cafetería y me regalaban las pegatinas que aún decoran mi termo cafetero cual maleta de viajes.
El último día de trabajo, sí, la explosión de la impaciencia acumulada en especial desde los últimos cinco años, una bomba de relojería que no estalla cuando de pie, a un lado del que fue mi escritorio (ya no lo es), doy las gracias a quienes en las diferentes etapas de la empresa colaboraron para hacerme más sencilla la labor y alcanzara estos cuarenta años con la satisfacción de haber dado lo mejor de mí.
Los aplausos me conmueven, las palabras de los compañeros halagan, creo que es sincero el brindis del director, el reconocimiento a lo hecho durante cuatro décadas. Por lo general las despedidas tienen eso, tocan la fibra del que se va, lo hacen sentirse importante. Contemplo con embeleso el pedazo de metal obsequiado, o con una imperceptible sonrisa encuentro entre las firmas la de quien me despojó del ansiado ascenso. No, hoy no es un día para reprochar. Es un día de abrazos y buena voluntad, de evocar los buenos mementos, anécdotas burlonas y brindar con champán por la jubilación.
Marco la tarjeta por última vez. El conserje me desea buena suerte y expresa la envidia que le doy. Sonrío con un ya te llegará, amigo, todo llega. Por primera vez no tengo nada que hacer, no sé qué hacer. Le pregunto al otro espejo, el que está a lo largo de la pared del vestíbulo: ¿cuál será la plaza en que esperan mi llegada las palomas? Y me dirijo a la de siempre, la más cercana a la oficina.
Camino por el sendero de bancos para ociosos. Los altos edificios contemplan la travesía de años, pero la de hoy no tiene prisa, le es indiferente ver cómo parte el bus de regreso. Las caras se asoman. Ven en mí otra persona, no al extraño capaz de pisar las mismas losas dos veces por día. Encuentro el banco más solitario. ¿Qué hago en el parque de esta angustiosa ciudad? ¿Cuánto habrán esperado las palomas mi presencia? En las manos no tengo pan que las alimente, sólo una placa de bronce y un pergamino. No se acercan. Revolotean junto a otro banco donde el jefe se ríe de mí al tiempo de arrojar migas sin cesar. Lejos está el espejo donde mimar la pequeña cabecita gris y contemplar mi anillado cuello sin un mensaje. Deseo incorporarme al mundo, elevar el cuerpo por encima del mundo. No puedo. Los pájaros agujerearon sin piedad mis ojos hasta resucitar la cara del muerto de cada mañana. La nueva mirada, resignada, se confunde con la del primer día idealizado y anterior a la acumulación de heridas inhibidas de cicatrizar.