Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
69 – Invierno 2023
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

(Quinta parte. Continúa de Amor reseco, del número anterior)
Habíamos estado casi cincuenta años sin vernos, desde que él nos abandonó a mi madre y a mí. Si es que se puede llamar abandono a salir corriendo cuando mi abuelo el estraperlista le sugirió, escopeta de cañones superpuestos en mano, que se marchara a la mayor brevedad si no quería verse privado de su aparato reproductor después de que su contable revelara, con gran profusión de datos, los sucesivos desfalcos que mi padre había ido perpetrando en la empresa familiar.
Regusto acibarado, pues, tenía su recuerdo, mas acometí muy ilusionado su búsqueda porque el tiempo debería haber limado todas las aristas. Pero pronto quedó claro que no era el caso. Lo supe en cuanto le vi y comprobé que cada vez que intentaba reconstruir nuestros puentes afectivos, que cada vez que me interesaba por su salud y bienestar, sólo obtenía su desprecio por respuesta. Sirva como ejemplo esto que aconteció la última tarde que pasé junto a él:
—¿Sigue usted con su escozor anal, padre?
Todos los días, desde nuestro reencuentro, le formulé la misma pregunta, al atardecer, con sincera preocupación filial, y todos los días, al atardecer, indefectiblemente, recibí la misma mirada altiva y desdeñosa, sólo comparable a aquella primera que me disparó, empapada de indiferencia, cuando intenté abrazarle después de casi medio siglo sin sentir el calor de sus brazos. Don César Casanova, al que todos conocían allí como el sheriff Brown, entornaba los ojos, ahuecaba los labios y escupía tabaco de mascar. Un esputo oscuro y circense que, tras doble tirabuzón, entraba limpiamente en la escupidera de bronce labrado dispuesta junto a su vieja mecedora.
Él, orgulloso, nunca iba a reconocer el verdadero origen de sus pruritos intestinales, ésos que le hacían andar como John Wayne y que solía achacar ora a su silla de montar, ora a los frijoles que comió en su último traslado de reses a Eagle Creek. Explicaciones poco veraces en 2014, cierto es, pero que él estaba dispuesto a defender en un último duelo bajo el sol ante cualquiera que osara cuestionarlas. Porque él era el cancerbero de las esencias del Far West y jamás reconocería que sus molestias perineales podían deberse a un atracón de judiones o a la reacción alérgica a unos slips de polyester. No es que le aquejara algún daño cerebral, es que se tomaba demasiado en serio su papel de alcaide del «Rancho Padrone», un poblado cinematográfico casi derruido en el que intentábamos reconstruir esa relación familiar que, en su día, apenas llegó a existir.
—Nunca, jamás, hables de mi recto en público. ¿Lo has entendido, muchacho? —un rabioso escupitajo volaba entonces hacia la oscura vasija, con tal potencia que casi la volcaba.
Nunca me llamaba Jacobo, pues ése es mi nombre, paciente lector, que por fin me decido a revelar. Muchacho, joven, inútil, él prefería llamarme así. Tenía mal carácter mi padre, pero a esas horas, cuando el sol empezaba a naufragar tras las colinas ocres y arañadas del desierto almeriense, me permitía sentarme a su vera para redactar estas notas autobiográficas en mi cuaderno cuadriculado. Aún debíamos acostumbrarnos el uno al otro después de tanto tiempo; demasiadas redes que tejer, pero ya se sabe: amor de padre, que todo lo demás es aire. Yo, por los sesenta años; él, unos amojamados ochenta y cinco. El calor lo había conservado como la sal al atún y seguía siendo tal y como lo recordaba: muy alto, de pasos amplios y elegantes. Cabeza poderosa, cubierta de rizos dominados con brillantina, manos grandes y uñas bien cuidadas. La edad y la vida le habían agriado, pero era preferible verlo así, malhumorado y huraño, porque cuando sonreía recordaba demasiado al artero Little Bill que interpretó Gene Hackman en Sin perdón, capaz de desencajar las entrañas de todo el que se le acercaba.
En breve se oscurecería ese cielo acelajado, hogar de un sol siempre vigoroso que sólo por la noche daba tregua. Yo intentaba desafiarlo con los ojos entrecerrados, como en su día lo hiciera allí mismo Henry Fonda, él sin bizquear, y envidiaba a todos los que tuvieron ocasión de vivir aquellos años en que se hacía cola para rodar gloriosos westerns, ésos que hoy sólo rellenan las horas de sobremesa pero que en aquel entonces hacían soñar a niños y mayores con increíbles aventuras en las salvajes tierras americanas.
Solía sentarme a escribir en el porche de la oficina del sheriff Brown. Entre astillas y decrepitud, aún se mantenían en pie la funeraria de Pat Watson, el colmado de los Smith y, por supuesto, el saloon. Era el único edificio de dos plantas y tras una ajada fachada que un día puede que fuera roja, se adivinaban las mesas de póker, la pianola y los cuartos superiores destinados al desahogo amoroso de los cowboys. Recuerdo que esa última tarde mi padre se durmió en la mecedora, no sin antes advertirme que me mantuviera atento porque «las nubes olían a comanche». En realidad, el olor, intensamente fermentado, provenía de sus botas de montar, de piel vacuna muy poco transpirable y dispuestas en paralelo junto a la sempiterna escupidera. Su grave advertencia y esta imagen, poco inspiradora, me empujaron al saloon, donde esperaba que la dicharachera Patty Lou, bautizada en Vélez-Málaga como María Dolores, supiera consolar mis penas con un buen vaso de zarzaparrilla.
—¿Hoy no escribes, Jacobo?
—No, querida Patty.
Le confieso que la melancolía me abraza y echo de menos a Francisco José. Silencio.
—¡¡Que echo de menos a Francisco José!! —el yunque o el martillo, o puede que ambos huesecillos a la vez, no le funcionaban bien a la camarera, sorda cual tapia marmórea.
—Ay, mi Paquito. Qué mal se le daba cantar, pero qué buena gente era. Qué alegría me dio volver a veros, no te lo puedes imaginar.
Tenía razón Patty Lou. Tal fue el gozo al vernos dentro de su saloon, tan exagerado el grito de pura dicha, que su prótesis dental voló desde la barra y se coló por debajo de las puertas abatibles que daban acceso al polvoriento local. Y cuán acertado también aquel poeta al afirmar que «sólo por el dolor se llega a la alegría», pues volver a ver a aquella buena mujer casi nos cuesta la vida, tras una penosa aventura que a continuación le vengo a referir.
Fue el cuatro de julio. Cuarenta y cinco grados centígrados vaporizaban el asfalto, que hasta ese momento habíamos cabalgado sin mayor inconveniente a bordo del sólido Seat 131 Supermirafiori con el que Francisco José repartía croquetas y sanjacobos y que puso a mi disposición cuando, por pura casualidad, nos enteramos de que mi padre podía estar en el Rancho Padrone. Resultó que doña Rosa, la nonagenaria y dictatorial madre de mi amigo, gustaba de visionar caducos westerns en su televisor porque, según ella, muchos de sus protagonistas pasaron por su prestigiosa mancebía. Veía aquellos filmes a todo volumen y por eso pude volver a escuchar, junto al resto del barrio, esa voz oscura y displicente que, por muchos años que pasaran, nunca podría olvidar. Hablaba el sheriff Brown, pero tras ese inmisericorde personaje se escondía, como ya sabe usted a estas alturas, don César Casanova.
Averigüé sin demasiadas dificultades que aquella coproducción había sido rodada muy cerca de allí, en un afable pueblo llamado Tabernas, y que muchos de los actores y figurantes que aparecían en aquellas películas eran habitantes de la zona o foráneos que se habían quedado a vivir por allí una vez terminados los rodajes. Suponiendo que él habría hecho lo mismo, fuimos en su búsqueda: yo muy nervioso y vestido con un terno tibetano que llevaba tiempo sin lucir, y Francisco José, aquel día de nuevo Cocó Satén, festoneado con tacones rojos y una boa de plumas del mismo color, muy ilusionado con la posibilidad de entonar una copla en un auténtico saloon.
Desafortunadamente, Francisco José era tan detallista con su vestimenta como descuidado con los aspectos más elementales de la mecánica automovilística, de suerte que olvidó comprobar si el depósito del 131 tenía combustible y el coche dejó de funcionar a varios kilómetros de nuestro destino. Conseguimos llegar al poblado varias horas después, prácticamente deshidratados, y fue Patty Lou la que, emocionada por el reencuentro, se encargó de revivirnos una vez consiguió encontrar su dentadura junto al abrevadero.
—¿Otra zarzaparrilla, cariño? Te veo triste hoy.
—Doña María Dolores, no sé si estoy progresando con mi padre. Hoy me ha hablado menos que nunca.
—¿No habrás vuelto a intentar meterle el índice entre el gluteus maximus?
—No, no, han pasado casi dos semanas desde que se lo propuse y aún no me han soldado los huesos propios de la nariz.
Patty hizo una pausa para refrescar su dentadura en un vaso de agua con gas y después reflexionó en voz alta.
—Son muchos años sin veros. Y esa novia que tiene... Más vale que te andes con cuidado.
La «novia» a la que se refería era una exótica mujer de piel tostada, conocida en los estudios como «la gacela que un día fue vista al amanecer» y que, siempre taciturna, se dedicaba a interpretar el papel de nativa cherokee.
—¿Por qué? ¿Qué puede hacerme esa princesa de las estepas americanas?
De no ser porque sabía de su afecto, habría jurado que Patty me miró como si yo padeciera alguna tara de orden mental. Suspiró antes de seguir hablando.
—Qué idiota serás siempre. ¿No te das cuenta de que ella quiere quedarse con todo esto y de que ahora eres tú el legítimo heredero?
Una mosca flotaba desde hacía un rato en la zarzaparrilla y el aleteo de una compañera de la misma especie era el único sonido que en ese momento podía escucharse en el saloon. La reflexión de Patty Lou podía tener sentido, pensé. Yo estaba a un paso de convertirme en un magnate de la industria cinematográfica. De pronto me vi como un gran productor, respetado por los artistas consagrados y adulado por los novatos. Pero aquella «gacela» oronda, tan ágil, en realidad, como una vaca pasiega, se había propuesto dinamitar la relación que en ese momento tratábamos de reconstruir padre e hijo.
—Me quieres decir que ella no pertenece a la noble nación india, ¿verdad? —inquirí.
—Pero si es una gitana del Chuche y tuvo que salir de allí corriendo porque casi se carga a su marido de un navajazo. Así que ándate con cuidado, que si no te mata ella lo harán esos de Alicante que andan buscándote, que seguro que ya se ha chivado de que estás aquí.
Aunque quizá engañen la finura de mi prosa y la profundidad de mis pensamientos, era más que evidente que mi inteligencia quedaba muy lejos de la clarividencia de Patty Lou. Me inspiraba mucha ternura aquella anciana, que a buen seguro vestía unas sudadas enaguas de satén bajo los volantes que adornaban su traje de cabaretera. Parecía mentira que cuando la conocí, haciendo la mili, ella ya fuera una mujer mayor. Porque Patty, entonces aún María Dolores, trabajaba en La Manca, el afamado lupanar de doña Rosa «donde ninguna empleada utilizaba las manos para hacer su trabajo». Allí ejercía su ars amatoria, virtuosamente perfeccionada a lo largo de las dos centurias que ya la contemplaban. Aún hoy sonrío al recordar cómo traté de halagar a aquella dama de movimientos genesíacos hablándole en latín y ella, buena y sabia como era, no me mandó a explorar ignotos territorios con cajas destempladas, sino que se limitó a indicarme con suma delicadeza que en su ámbito profesional de nada servían las lenguas muertas y que aprovechara todo mi saber y palmaria melancolía para convertirme en escritor porque de todos es sabida la lucha entre la plenitud y la escritura.
—Gracias por todo, María Dolores.
Y sin más, me marché para siempre del Rancho Padrone. Porque nunca he sido valiente y supe que ella tenía razón, tanta como mi padre, y que mi vida valía menos que nada en aquellos lares. Tuve la certeza, al mirarla por última vez, de que la noche que ya caía no sería de luna, sino de razzia; sin comanches, sin flechas, sin caballos desbocados. Sólo ruido de navajas y guitarras.