Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 69 – Invierno 2023
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

A sus catorce años, Jero había derivado hacia la vida propia de los golfillos. De nivel de inteligencia alto, no podía decirse lo mismo de su responsabilidad y capacidad de sacrificio. No tenía malos instintos; antes al contrario, podía decirse que era un buen chaval; su inclinación a vivir sin responsabilidades y hacer sólo lo que más le gusta se debía, más bien, a la falta de atención y orientación familiar.

Hijo único, vivía con sus padres, que tenían sus ocupaciones laborales y, en consecuencia, poco tiempo para dedicarle. Formaban una familia modesta de recursos y los padres pasaban todo el día fuera del hogar, ocupados en sus respectivos empleos. Antes de acudir al trabajo, su madre dejaba a Jero el desayuno preparado y la comida en el frigorífico, para que al volver de la escuela la calentara en el microondas. Se suponía que Jero debía acudir todos los días al colegio, cosa que no siempre era así.

Jero era un chico bastante especial. No gustaba de hacer amigos ni de practicar deportes que supusieran pertenecer a un equipo, no gustaba de salir a la calle ni de quedarse en casa, pasaba mucho de la tele y su gran afición eran los cómics. Por la escuela aparecía lo justo, y el único lugar donde se sentía verdaderamente a gusto era el lugar menos común de todos: las azoteas de los edificios. Eran lugares muy poco frecuentados por los vecinos y allí se sentía libre y feliz. En sus correrías por las alturas, Jero tenía un buen amigo: Celestino, su gato.

Celestino es un gato atigrado y rojizo. No vive en casa de Jero ni se conoce su procedencia, pero el chico lo había adoptado como compañero de exploraciones y le llevaba comida siempre que podía. Celestino —Jero lo llamaba Celes— era un gato tranquilo, limpio y aseado, como todos los gatos. Casi todas las mañanas esperaba a Jero ante la puerta de su azotea. El chico había conseguido una llave de esta puerta y cuando no tenía ganas de ir a la escuela, cogía su mochila, ponía varios cómics junto a los libros de texto y, en lugar de bajar a la calle, subía al último rellano y sin hacer ruido abría y cerraba la puerta de la azotea para iniciar sus correrías y aventuras con Celes.

La cuadra o manzana donde se encontraba la vivienda de Jero era bastante grande, con edificios de siete plantas y numerosas azoteas separadas por un muro de 1’65 metros de altura. Este obstáculo era fácilmente salvado por Jero y su gato. Las azoteas se agrupaban en torno a unos cuantos patios de luces distribuidos por toda la manzana. Éste era el paraíso de Jero y Celestino. La siguiente cuadra estaba separada por una calle, algo estrecha, y tenía dos plantas más que la de Jero. En uno de los lados de la manzana, donde vivía el chico, en un solar se estaba empezando a levantar un nuevo edificio, por lo que en la calle había varias maquinarias propias de la construcción.

El chico era enormemente curioso. Dotado de una gran agilidad, adolecía de una peligrosa inconsciencia a la hora de encaramarse a los muros exteriores que daban al vacío. Para ello se servía de los hierros incrustados verticalmente, que se utilizaban para sujetar los gruesos alambres de los que se tendía la ropa a secar, aunque este uso había decaído mucho entre las amas de casa, por lo que las azoteas se encontraban casi siempre vacías. Este mundo de hierros, alambres, antenas colectivas de televisión, algunos útiles diversos en desuso y los patios de luces, formaban la jungla para explorar por Jero y su gato.

Uno de sus pasatiempos favoritos es el tiro al blanco. Jero siempre llevaba en sus bolsillos tres útiles indispensables para él: la armónica, un viejo catalejo comprado en el rastro y el tirachinas. La armónica, no porque fuera un virtuoso de este instrumento, sino porque la utilizaba para llamar a Celestino. El catalejo, porque le gustaba curiosear en las ventanas de los edificios más lejanos, pero sobre todo, apuntarlo al cielo en las noches de luna llena, pues a Jero también le gustaba hacer correrías nocturnas por las azoteas los fines de semana. El tirachinas, porque sí que era un virtuoso en el manejo de este aparentemente inofensivo juguete infantil; se servía de él para sus prácticas de tiro al blanco, para lo cual necesitaba proyectiles, y éstos los conseguía llenando, hasta donde podía, su mochila con la grava que se utilizaba en la construcción del edificio colindante a su manzana; estas piedras las ocultaba en diversos rincones distribuidos por las azoteas.

Cada vez que en su casa se vaciaba algún bote de conservas, lo limpiaba bien y, cuando no había nadie trabajando por ser fin de semana, lo introducía boca abajo en la punta de una de las barras de hierro que sujetaban los alambres de tender la ropa en los muros exteriores que daban del lado del edificio en construcción.

El tirachinas de Jero no tenía, desde luego, aspecto de juguete infantil; era de hierro, y las gomas, gruesas y muy resistentes. Hacían falta brazos fuertes para manejar aquel trasto, y los de Jero eran bastante robustos para su edad. En sus prácticas de tiro al blanco, el chico se situaba a una distancia respetable del bote y comenzaba a disparar, una tras otra, las piedras del montón de grava que tenía a sus pies. Rara vez fallaba y cuando reemplazaba el bote, éste estaba ya muy abollado.

Su curiosidad le hacía recorrer continuamente todos los patios de luces y conocía por su aspecto a muchos vecinos y vecinas que lo miraban extrañados. En estas correrías por las azoteas solía tener dos testigos. Ambos vivían en la planta novena del edificio de nueve alturas inmediato a su manzana y delimitado por una calle. En uno de los ventanales veía, en ocasiones, a una chica, aproximadamente de su edad, que lo miraba impasible, sin mostrar interés ni extrañeza. En el ventanal de la vivienda contigua, su espectador era un chaval algo mayor que Jero, que no hacía más que burlarse de él, haciéndole toda clase de muecas burlescas con cara y manos, cosa que molestaba bastante al chico. Un día apareció pegada en el cristal del espectador burlón una cartulina con el dibujo de la cara de un asno con enormes orejas. Un chinazo del tirachinas de Jero se llevó por delante dibujo y cristal.

En una de aquellas correrías con el gato, Jero sintió ganas de orinar y se encaramó al muro externo recayente del lado del edificio en construcción, agarrándose a uno de los hierros verticales. No habiendo ningún albañil a la vista, bajó la cremallera de los vaqueros y sacando su manguera comenzó a orinar apuntando a la boca de la hormigonera con total acierto.

Un día, después de desayunar, Jero decidió pelarse la clase de nuevo y pasar la mañana por las azoteas, dando muestras, una vez más, de su irresponsabilidad con sus obligaciones escolares. Cogió la mochila con los libros y los cómics. Abrió y cerró, sin hacer ruido, la puerta de su azotea y, tras sacar la armónica del bolsillo, entonó las notas características con las que llamaba a Celestino. Aquel día se llevó una sorpresa. Cuando transcurrido un tiempo apareció Celes, éste llevaba una cinta de color rosa en torno a su cuello y sujeta con un automático. Enrollado en la cinta se veía un papel blanco. Esto es lo último que se esperaba el chaval. Extrañado y lleno de curiosidad, retiró la cinta del cuello de Celes y desenrolló el papel, que en una de sus caras mostraba un texto escrito: «No seas guarrete y haz pipí en el baño de tu casa».

Por lo visto, la fisgona de su vecina del noveno lo había estado espiando. Pero ¿cómo había conseguido poner la cinta en el cuello de Celestino?, pensaba Jero una y otra vez. Vivían separados por una calle y Celes nunca salía de las azoteas de su manzana. Por fuerza, ella tenía que haber entrado en un portal de su manzana de viviendas, haber subido a la azotea, haber encontrado a Celes, cosa nada fácil, para ponerle la cinta al cuello y que Celestino se hubiera dejado. Esto era todo un misterio para Jero. Trató de resolverlo acercándose a la azotea que enfrentaba con el ventanal del noveno del edificio de enfrente. Como la chica pasaba bastantes horas en su ventana, no le fue difícil dar con ella. Desde la distancia le mostró el papel escrito, pero ella no dejó entrever ninguna reacción de comprensión o complicidad. Jero estaba hecho un verdadero lío.

Aquel domingo, Jero optó por bajar a la calle a dar una vuelta. Los domingos, algunos vecinos tenían la costumbre de subir a las azoteas con sus perros, y esto incordiaba bastante al chaval. En uno de los lados de su manzana, hay una especie de paseo arbolado partido por una pequeña replaza circular con banquitos y algunos macizos de flores. Hacia allí se dirigía Jero, cuando de pronto se detuvo. Antes de llegar a la pequeña plaza distinguió a su vecina del ventanal. Era inconfundible, con su melenita morena y su cara inexpresiva. Estaba sentada en el extremo de uno de los bancos. A su lado, sentada en una silla de ruedas, había otra chica de la edad de su vecina, que hablaba animadamente con ella, gesticulando mucho con las manos. Probablemente sería alguna amiga suya, a la que ella acompañaba a dar un paseo. Jero pensó que era la ocasión de aclarar lo del dichoso papelito. Hizo ademán de echar a andar hacia donde estaban las dos chicas, cuando se detuvo de nuevo. La amiga que estaba en la silla de ruedas había vuelto ligeramente la cara y el chico la pudo ver mejor. Quedó muy impresionado admirado de lo extraordinariamente guapa que era la niña. Lucía una larga melena rubia y tenía unos bellísimos ojos azules que cortaban la respiración. Ahora Jero no se atrevía a preguntar por el papelito de la meadita, estando aquella belleza delante. Tendría que esperar otra ocasión en que su vecina estuviera sola. «¿De dónde había salido aquella maravilla?», pensó Jero. Nunca la había visto por el barrio, aunque anduviera poco por él.

Dos días tardó Jero en ver a Celestino. Cuando lo tuvo delante se lo quedó mirando.

—Tú ¿qué has hecho? ¿Dónde te metiste el otro día para que te pusieran la cinta en el cuello? —preguntó al gato.

Por toda respuesta, Celes se puso a lamerse una pata con indiferencia. El chico pensó que, del mismo modo que le trajo la notita en el cuello, podía también llevar una que le pusiera él. No tenía ni idea de cómo se las arreglaría el gato, pero se puso manos a la obra. Extrajo de la mochila una libreta de papel cuadriculado y recortando media página, escribió lo siguiente: «¿Cómo se llama tu amiga la rubia y dónde vive?».

Ya vería cómo se apañaría Celestino para hacer llegar la nota a su vecina la morenita. Pasar al edificio de al lado y llegar al noveno piso, o a su azotea, era un misterio para Jero. Enrolló la nota en la cinta y se la puso a Celestino en el cuello.

—Del mismo modo que no le fallaste a ella, no me falles a mí —exigió Jero al gato.

La rapidez con la que Celestino hizo de Celestina dejó asombrado a Jero. Esa misma tarde, cuando tocó la armónica para llamar a Celes, apareció el gato llevando en la cinta del cuello un papel, pero en lugar de cuadriculado, era blanco liso. A Jero le faltó el tiempo para retirarle la cinta y desplegar el papel, que leyó con avidez: «Me llamo Mari Cruz y vivo dos azoteas más allá de la tuya».

Al chico casi se le cae el papel de la mano.

—¡Qué demonios! —exclamó.

Si las dos notas eran de Mari Cruz, entonces la que lo vio echando la meada al vacío fue la rubia. ¿Cómo podía una chica inválida vivir dos azoteas más allá de la suya y él no saberlo? ¿Cómo no la había visto nunca? Estos pensamientos iban y venían una y otra vez por su cabeza. Ahora comprendía la rapidez en la respuesta de Celestino. Ella vivía al lado. Este embrollo tenía que resolverlo lo antes posible. El próximo domingo las esperaría en el paseo, más allá de la plaza, y si tenía la suerte de que acudieran, entonces aclararía la cuestión con aquella muñequita.

Ese domingo, Jero se aseó un poco más de lo habitual, cosa que extrañó a su madre. Después de desayunar, bajó a la calle y se dirigió al paseo arbolado. Atravesó la pequeña plaza ajardinada y se situó a cierta distancia de ella, recostándose en el tronco de uno de los árboles. Se dispuso a esperar pacientemente si se producía la llegada de las chicas. El tiempo transcurría y no se las veía por ninguna parte. Dos horas después, vio recompensada su paciencia con un sorpresón de órdago. A lo lejos, se veía avanzar por el paseo las figuras de dos chicas, una sentada en una silla de ruedas y la otra de pie tras ella. A medida que avanzaban hacia la placita, los ojos de Jero se iban abriendo más. La niña que iba en la silla de ruedas era la morenita de carita inexpresiva. Cuando se fijó en la chica que iba detrás, lo que se abrió fue su boca. Allí estaba la rubia, de pie, andando y empujando la silla de ruedas.

—¡Jo!, pero ¿qué pasa aquí? —se preguntó Jero muy confundido.

Las chicas llegaron al banquito de la otra vez y Mari Cruz detuvo la silla de su amiga. La situó junto al extremo del banco y, cogiéndola por los brazos, la ayudó a levantarse. Después, con delicadeza, la sentó en el banco, situando la silla junto a su amiga formando ángulo recto con ella. Hecho esto, Mari Cruz se sentó en la silla de ruedas y se puso a charlar alegremente con su amiga, al tiempo que gesticulaba mucho con las manos.

Jero tragó saliva, se sentía muy nervioso y todavía estaba bajo el efecto de la sorpresa. Finalmente, con un ligero temblor en las piernas, comenzó a caminar hacia las niñas. Se acercó a ellas por las espaldas de Mari Cruz. Se detuvo cerca del hombro derecho de la rubia.

—Hola —saludó Jero con timidez.

Al escuchar el saludo, Mari Cruz se volvió con una amplia sonrisa que dejó al chaval aturdido.

—¡Mira, Alicia!, tenemos aquí al aguador de las alturas.

Jero enrojeció y no consiguió decir nada. Esa sonrisa y esos ojos eran demasiado para él.

—¡Venga, di algo, hombre! —exclamó Mari Cruz—. ¿Cómo te llamas?

—Jerónimo —consiguió contestar en voz baja.

—Y ¿cómo se llama tu gato?

—Celestino, y no es mi gato.

—Entonces ¿de quién es?

—De todos. Vive en las azoteas, pero a quien más se acerca es a mí.

—Ya lo sé, y lo llamas con una armónica, ¿verdad?

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—Porque la he oído algunas veces y reconozco las notas. Yo también tengo una armónica y cuando subo a la azotea, reproduzco la misma música y el gato acude a mi llamada. ¿Entiendes ahora el misterio de las notitas?

—Sí, ahora lo comprendo —dijo Jero—. Lo que no entiendo es por qué te sientas en la silla de ruedas si no la necesitas.

—Porque no me gusta nada que la gente mire a Alicia con lástima y falsa compasión, porque a la hora de la verdad nadie le hace caso —aclaró Mari Cruz—. Por cierto, el día de la meadita, yo estaba en el ventanal junto a mi amiga Alicia. Tenías dos espectadoras.

—Bueno, fue un momento en que no podía aguantarme más, no vayáis a pensar que sólo me dedico a hacer eso —explicó Jero.

—Entonces, ¿qué más cosas haces? —preguntó la preciosidad de los ojos azules.

—Tengo un catalejo y por las noches, si hay luna llena, la miro a través de él, se ve muy bonita.

—Esta noche hay luna llena, ¿vas a subir a la azotea? —volvió a preguntar la niña.

—Sí, claro, no me lo pienso perder —respondió el chaval—. Pero ¿cómo es que vives a dos azoteas de mí y no te conocía todavía?

—Porque sólo hace tres meses que mi padre tomó en alquiler una vivienda aquí —explicó la rubia—. Es el tiempo que hace que mis padres se divorciaron, y yo vengo uno de cada dos findes a estar con él.

—¿Subirás esta noche a la azotea a ver la luna con mi catalejo? —preguntó con vergüenza el chico, mirándola con ansiedad.

Mari Cruz se volvió con una sonrisa a su amiga Alicia.

—¿Tú también te asomarás al ventanal a verla, Ali? —preguntó a la otra niña.

Alicia sonrió levemente y asintió con la cabeza.

—¡Vale, Jerónimo!, subiremos a mirar la luna —dijo Mari Cruz mirando al chico.

—Llámame Jero. Jerónimo no me lo dice nadie.

Después de dejar a su amiga Alicia, Mari Cruz entró en su casa y vio a su padre con una expresión sombría. Esto la preocupó un poco.

—¡Hola, papá, ya estoy aquí!

Alfonso, su padre, no le contestó. Desde que se divorció de su mujer estaba viviendo un infierno. Comieron en silencio. Al terminar la comida, Alfonso se dirigió a su hija con un tono muy desagradable:

—¿Tu madre sale con alguien?

Su hija quiso mentir, pero tuvo miedo de aquella expresión y no se atrevió.

—Sí, papá, hará algo menos de dos meses que sale con un hombre.

La expresión de Alfonso se ensombreció todavía más.

—¿Come en casa?

—Sí, papá. Los fines de semana.

—¡Maldita sea la puerca de tu madre!

Mari Cruz se asustó al ver así a su padre.

—¿Se queda a dormir?

La niña estaba muy asustada y no se atrevió a contestar.

—¡Te he hecho una pregunta, estúpida!

—Sí, papá. Desde hace quince días.

Esta vez Alfonso no dijo nada, pero su expresión era terrible.

La niña sentía miedo. Se levantó de la silla y en silencio se retiró a su habitación.

Cuando quedó solo, Alfonso se dirigió al estante de las botellas, abrió una de whisky, llenó un vaso hasta los bordes y lo apuró de un trago. Hervía de rabia y celos.

Transcurrió la tarde con Mari Cruz encerrada en su habitación, mientras que su padre ya iba acabando la segunda botella de whisky. La rabia y los celos lo consumían por dentro y sentía unos enormes deseos de venganza. Cuando anocheció, Mari Cruz se preparó un sándwich y vio cómo su padre liquidaba la segunda botella. La niña se levantó y su padre la miró con odio. Le recordaba tanto a su exmujer...

—Papá, ¿puedo subir un momento a la azotea?, he quedado con mi amiga Alicia para ver la luna llena —solicitó su hija.

—¡Haz lo que te dé la gana! —gritó su padre.

La niña cogió las llaves de la casa y de la azotea y subió las escaleras muy preocupada.

Alfonso comenzó a deambular por la casa con pasos tambaleantes. Los celos y el odio lo quemaban. La ira iba apoderándose de su mente. De pronto comenzó a dar unos gritos horribles y a dar patadas a todos los muebles que se encontraba a su paso. Enloquecido, miró en todas direcciones.

—¡Juro que me las vas a pagar, puta!, ¡puta, más que puta!

De pronto su mirada se detuvo en la puerta de la casa. Un pensamiento asesino cruzó por su cabeza. Se lanzó tambaleante hacia la puerta, la abrió y subió las escaleras a trompicones. Alcanzó el último rellano y salió a la azotea.

Vio a su hija haciendo señas a una niña asomada a un ventanal. Después la oyó tocar unas notas con la armónica. Tambaleándose se acercó a la niña. Mari Cruz se volvió y quedó horrorizada al ver la expresión asesina en la cara de su padre.

—La puta de tu madre me las va a pagar, ¡me las va a pagar ahora mismo! —dijo Alfonso con voz de borracho, pero cargada de odio.

—¡Papá! ¡Papá, que vas a hacer!

Alfonso agarró a su hija por el pelo y la atrajo hacia sí. La niña empezó a gritar y a llorar:

—¡No me hagas daño, papá! ¡Déjame, papá, por favor!

Alfonso rodeó con un brazo el cuello de su hija y con el otro sus piernas, levantándola en vilo.

—¡No, papá, no! —gritaba y lloraba la niña.

Con su hija fuertemente cogida, se acercó tambaleante al muro exterior que daba al vacío. Alicia, desde el ventanal, miraba con ojos horrorizados. Mari Cruz gritaba y se debatía enloquecida. Alicia llamaba frenéticamente con el móvil al número de urgencias de la policía.

—¡Me las paga!, ¡la puta de tu madre me las paga ahora!

Los pies de Mari Cruz ya asomaban por el borde del muro al vacío. Los gritos de la niña eran de absoluta desesperación.

La primera pedrada la recibió Alfonso en plena oreja. Esto, sumado a los efectos del alcohol, lo anonadó bastante y le hizo perder fuerzas, cayendo el cuerpo de Mari Cruz al suelo. La niña, llorando, se levantó e intentó huir, pero su padre aún alcanzó a cogerla por el pelo y arrastrarla de nuevo hacia él. Levantó la cabeza para ver quién le había golpeado con la piedra. La segunda piedra lo alcanzó, con un tremendo impacto, en el ojo izquierdo, reventándole prácticamente el globo ocular. Alfonso lanzó un grito de dolor y soltó a su hija, que se lanzó desesperadamente hacia la puerta de la azotea. Bajó llorando y gritando por las escaleras, llamando a todos los timbres pidiendo auxilio. Su padre se incorporó tapándose el ojo con la mano izquierda. Con el ojo sano que le quedaba, pudo ver a la luz de la luna, a cierta distancia, una mano que empuñaba un tirachinas con las gomas completamente tensas. La tercera piedra le dio de lleno en la cabeza y lo noqueó.

Tres semanas después, Alfonso salió del hospital, escoltado y conducido por la policía directamente a la cárcel. Los testimonios de su hija y de Alicia habían sido incuestionables. Esa tarde, Jero estaba en su habitación estudiando y realizando ejercicios del manual de texto, cosa nada habitual. A su madre, perfectamente enterada de lo sucedido, le llamó mucho la atención la nueva actitud de su hijo, por extraña y poco frecuente.

—Y ahora, ¿qué mosca te ha picado, hijo?

—Una que había en la azotea, mamá.

En ese momento vibró el móvil de Jero, que tenía silenciado. Como el móvil estaba sobre la mesa de madera, produjo un zumbido al vibrar.

—Pues me parece, hijo, que esa mosca está zumbando ahora mismo por la habitación.

—Sí, mamá —dijo Jero con una gran sonrisa mientras Celestino dormitaba en su cama.