Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
68 – Otoño 2022
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Había una cosa llamada «alma» y otra llamada «inmortalidad» (Aldous Huxley)
Blasfemias. Explosiones. Gritos. Llantos. Derrumbe del génesis de la existencia. Desmorone del trabajo, las ilusiones. Del amor. Los abrazos. De todo el amor. Mientras tanto, tú y yo permanecíamos acurrucados en el fondo de la zanja. Los ojos, acuosos, no intentaban asomar la mirada, tras la magnificencia del día anterior, para contemplar la nueva realidad que inaugura el más allá de lo que fueron juegos de infancia. Las lágrimas, color tierra, descendían por sus mejillas y yo, imposibilitado de llorar, por una cuestión de hombría, se entiende, intentaba controlar los espasmos y la incapacidad de articular una sola palabra. Éramos niños, torpes de razón, incapacitados para entender cómo, de un instante a otro, todo cambió en demasía. De ayer a hoy, pese a que oíamos a los mayores hablar de patria, justicia, libertad, usando un montón de frases hechas, el asombro, el dolor, los estallidos a ras de la zanja, trinchera de pillería, no convenían en justificar la angustia y toda la perorata anterior.
—Tenemos que salir de aquí —balbuceé a su oído—, el escombro puede caer sobre nosotros.
Las palabras apresuradas señalaban nuestro juego de presagios. La guerra había alcanzado a dos flacos cuerpos acurrucados entre las ruinas de una edificación abandonada. Sola, oculta por una gran nube de polvo, yacían la tierra y un montón de cemento. También completaba el paisaje un hambriento deambular de gatos a la espera de una delicadeza humana. Algo difícil si todos los recursos de la comarca estaban diseñados para predisponer la actitud ante lo que ahora comenzaba.
Esa mañana el ambiente era más tenso de lo habitual, se respiraba desazón, la radio emitía proclamas y música militar. Todo eso no impidió que saliera a la calle y te viera, ni que juntos corriéramos calle abajo hasta la obra inacabada y retozáramos entre lo que era nuestro mundo feliz. No íbamos al colegio desde hacía semanas y lo único escuchado era que debíamos aplastar al enemigo, que las tradiciones debían prevalecer, la forma de vida que nos habíamos dado. Mi padre, al igual que todos los hombres, tenía una hora diaria de instrucción de manejo de armas, para resistir cuando intentara pasar el enemigo por nuestro pueblo.
—Tengo miedo —repetía.
El último miedo se ahogó en un estruendo demasiado cercano al inútil lugar que nos cobijaba, mientras trozos de cemento caían a la fosa que, sin proponérselo, refugiaba nuestros juegos.
Asumo que su gesto era ya el espejo del mío. Una sensación, hasta ese momento desconocida, atenazaba dos cuerpos expectantes a un nuevo estallido. Su pierna sangraba, aunque no alcanzaba a ver la parte herida. Todo lo que había oído en los últimos tiempos caía como el escombro y el grito de rebelión ensayado se desvanecía con el estruendo de la segunda bomba entre más gritos y sirenas.
Apenas pude ver su cara más pálida y un afluente de sangre descendiendo ahora de su cabeza. En qué quedó el retozo de casitas en el foso, los caminos del bosque aprendidos de memoria, el lago, las tareas del colegio añadidas a las domésticas y la noche vestida de roncas canciones mitigantes más del hambre que la nostalgia, sufrientes adelantándose a un futuro que, fuera cual fuera el vencedor, nos iba a cambiar sin pausas.
Otra explosión. Salté impulsado por una fuerza desconocida. Su sombra continuaba en la zanja, agazapada, sangrante. Era imposible reprimir el impulso de huir. Esconderme entre las vigas u otras edificaciones sobrevivientes. Huir, huir, qué penoso es huir cuando no se sabe adónde. Esto último lo apunto ahora, cuando los aviones, las bombas y las sirenas parecen tomarse una tregua.
Camino sobre la alfombra de panfletos llamando a la rendición. Bastantes viviendas permanecen de pie mientras las calles, extraviadas sobre retazos de asfalto, levantan una larga sucesión de imágenes negadas a tener fin. No siento curiosidad por saber qué fue de la casa donde crecí, es la trajinada por tus pasos la que asoma con insistencia su perfil en mi cabeza. La gente corre de un lado a otro, algunos de ellos no recuerdo haberlos visto nunca, otros cargan un fusil y revuelven en el desconcierto hasta establecer otra nueva fila de cadáveres. Muchos de ellos mantienen el gesto de paz, una exigencia de vivir no satisfecha. Pocos, con mueca dura, indican serenidad, murieron por lo que creyeron y desearon, partieron convencidos de que valió la pena. Seguro no tuvieron miedo, convencidos de ser parte de la historia como valientes, y algún día serán recordados (si forman parte del bando ganador) y una lápida, que nadie leerá, conmemorará sus hazañas. Otros muchos proyectan sólo dolor, dolor por morir, dolor por haber vivido, dolor por las heridas, por la ausencia y la impotencia. Dolor, dolor.
—¿Qué cara me pondrás? Parecía más tranquila. La abrazaba y acariciaba su pelo mientras esa mirada angelical de sus sueños se pintaba más de gris. Los ríos de sangre se ramificaban en su cabeza y descendían hasta desembocar en el hondo mar oscuro de su pecho.
—Sácame de aquí ahora que no hay explosiones —balbuceó apretando con escasas fuerzas mi mano—, llévame junto a los que me arroparon hasta hoy.
Nuestros físicos en muy poco se diferenciaban. Comencé a arrastrarla con dificultad, deteniéndome cada poco tiempo. Los huesos visibles y la decisión permitían moverte. Al final del esfuerzo, varios minutos después, yacimos en lo alto, al borde de la zanja casi cubierta de ruinas, yo resoplando y tú con los ojos más abiertos que nunca. Me incorporé. Apreté tu cuerpo para alejarnos de la zanja, de la construcción, abatida sin haberse alzado.
Sabías que no tornaría la anterior realidad. La actual hace mucho daño. Habíamos vivido en menos de una hora todo lo posible. Estábamos desbordados de existencia, saciados de arengas, hartos de seres que primero urgen la desdicha y luego son compasivos. Estaba convencido de que no volvería a sentirme otra vez acompañado.
Con su cuerpo comencé otra hilera de cadáveres. Su cara, pese a los ríos de sangre seca, mostraba ternura, serenidad. Seguro que volverás a nacer, lejos de este lugar, de la discordia, la sangre y el barro. Fragmentarás la copa con la fuerza del brindis y no pelearás, simplemente te dejarás llevar por una estela de mar y luz. En ella tornaremos a reencontrar nuestros inocentes juegos de la infancia. Seguiremos siendo buenos y dentro de una fosa común dejaremos descansar nuestros muertos buenos, todos los muertos de la guerra son buenos. O con simpleza repetirás:
—Gracias por estar conmigo hasta el final.