Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
68 – Otoño 2022
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

El día amaneció frío y ventoso. El tibio sol de marzo apenas calentaba los tejados de pizarra de las casas. Sobre ellos, las altivas cigüeñas en sus nidos esperaban la llegada de la primavera, mientras que el olor a polen se esparcía entre los árboles ayudado por el vuelo de las mariposas.
Permitidme vuesas mercedes interrumpir brevemente mi relato, para aclarar que la inmortal ciudad de Inopia es un lugar remoto, que nace allá donde el horizonte acaricia tímidamente a la nube enamorada, y luego corre por bosques olvidados adonde volaron con su imaginación los soñadores de sueños imposibles y donde lloran los enamorados los amores no correspondidos. Por sus verdes campos también caminan ilusos distraídos, aburridos ignorantes, parlanchines tediosos, ermitaños absortos, políticos alelados y jóvenes ausentes que acarician a las aburridas musarañas.
Hacía varias horas que en la sala dos del recién inaugurado tanatorio de El Buen Descanso ya no cabía ni un alfiler. La sala estaba tan abarrotada que apenas había sitio para el alma del propio difunto. .Levitando sobre el ataúd, el alma de Matusalén estaba ya cansada de oír llorar, con lágrimas huecas, a sus familiares y conocidos, mientras una y otra vez repetían las mismas frases, vacías y estereotipadas. Quizás por ello, quizás porque no se le había perdido ninguna vela en aquel entierro o quizás, simplemente, porque amaba la tranquilidad, el alma de Matusalén Gutiérrez había decidido abandonar definitivamente su cuerpo. Así evitaría estar presente cuando su antiguo traje se convirtiera, tras pasar por el horno crematorio, en un pequeño chicharrón, que después alguien metería, junto al resto de cenizas, dentro de una vasija. Días más tarde, acabaría siendo depositada en uno de los nichos del cementerio de Nuestra Señora de los Santos Abstraídos de Inopia.
Pero volvamos a nuestra historia. Si aquel gentío que se aglomeraba en las salas del tanatorio hubiera tenido que destacar algo de la persona que había sido Matusalén Gutiérrez, no habría elegido su atractivo porte de más de uno noventa de altura, ni sus zapatos del número cuarenta y seis y medio, ni tampoco su nariz griega totalmente recta y de proporciones perfectas. Lo que de verdad distinguió a Matusalén del resto de los mortales no fue ninguna de sus innumerables dotes físicas. Lo que siempre le hizo distinto a los demás era su peculiar manera de comportarse y de organizar su vida. Era por ello que, de entre todas sus cualidades, siempre sobresalió su gran meticulosidad y minuciosidad a la hora de actuar, sin importar lo rutinaria o cotidiana que fuera la acción que iba a realizar.
Todos los que lo conocimos sabíamos que la jornada del bueno de Matusalén era una larga ceremonia que empezaba religiosamente a las seis horas cuarenta y siete minutos. A esa hora exacta, sin la necesidad de usar ningún despertador, Matusalén se incorporaba por el lado derecho de la cama, se calzaba las zapatillas, primero la derecha, luego la izquierda, y caminaba con pasos pequeños y medidos, procurando no saltarse ninguna losa, hasta el cuarto de baño. Tras quitarse el pijama, abría el grifo de agua caliente y esperaba hasta que ésta estuviera a treinta y dos coma siete grados Celsius; entonces, tras enjuagarse, vertía sobre su cabello ocho centímetros cúbicos de champú anti-caída y anti-graso y lo masajeaba de derecha a izquierda y de delante atrás durante dos minutos y diez segundos. Todos estos hábitos y otros que no vamos a enumerar, para no hacerme aburrido, constituían su rutina diaria y, además de tenerlos grabados en sus neuronas, los tenía también anotados en una pequeña agenda que renovaba cada año y en cuyas tapas se podía leer «Mi lista de las pequeñas cosas». El objetivo de esta pequeña agenda de costumbres consistía en ser una copia de seguridad, por si algún día aparecía ese ladrón de recuerdos al que llamaban Alzhéimer.
Don José, el párroco, se esforzaba por ser el centro de atención de los corrillos que se iban formando en la sala, alrededor del ataúd de Matusalén. Su nariz colorada, el eritema rojizo de las palmas de sus manos y el temblor que tenía al levantarse por las mañanas eran signos inequívocos de que el representante de Dios en la Tierra era un gran aficionado al zumo del fruto de la vid, en sus largas noches de soledad. Esta vieja afición se le notaba de lejos, en su hablar atropellado y algo temblón. Hoy, como iba bastante cargado, empezó antes de lo de costumbre a contar anécdotas del difunto Matusalén, estando aún «córpore insepulto». Comentó entonces con voz cazallera que el Todopoderoso, cuando creó el mundo, ya sabía de la parsimonia de Matusalén; por eso, cuando le quitó la costilla a Adán para crear a Eva, usó un trocito más para crear al bueno de Matu, y así le diera tiempo a nacer antes de que llegara el apocalipsis. Cuando vio la cara de los del corrillo y se dio cuenta de que nadie le entendió el chiste, cambió de tema. Comentó que Matusalén había sido parsimonioso desde siempre, desde que Dios originó al mundo y lo llamó mundo. Afirmó que la cachaza de Matusalén le venía de familia. Su padre tenía pachorra, su madre era calmosa y su hermano mayor, Bartolo, tocaba la flauta con un agujero solo.
Al lado de don José, intentando disimular el terrible aburrimiento que le producían las palabras del cura, estaba Reynaldo Caballero, amigo de la infancia del difunto Matusalén e hidalgo de alta cuna y bajo catre, más conocido entre los plebeyos como el marqués de Perogrullo. Este personaje de farándula intentaba, siempre y en cualquier situación, encontrar algún alma inocente a la que pedirle prestada una pequeña cantidad del vil metal, cantidad que, por supuesto, jamás volvería a ver. No obstante, como Inopia era un pueblo pequeño, cada día le era más difícil encontrar almas caritativas para sus sablazos, dado que de todos era ya sabido que este peculiar marqués había sido un gran despilfarrador de la escasa fortuna paterna, por lo que siempre andaba a dos velas. Nadie pudo nunca, en cambio, explicar cómo una persona parsimoniosa y ordenada acabó siendo amigo de semejante tarambana.
El reloj del ayuntamiento marcaba las doce cuando comenzaron a sonar las campanas de la iglesia de San Pancracio. Un banco de nubes ocultó la luz del sol, y se pararon el vuelo de las mariposas y el balanceo de las flores. El gentío fue abandonando las salas del tanatorio y ocupando los bancos de la iglesia. Don José comenzó con el oficio de la misa «córpore insepulto» mientras bendecía el pan y se bebía el vino. Fuera del templo, las cigüeñas, desplegando sus largas alas, abandonaban sus nidos y acompañando al viento volaban hacia donde el horizonte acaricia a las nubes enamoradas.