Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
68 – Otoño 2022
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

¡Hasta el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo!
Ch. Baudelaire
Leda salió de la cápsula de limpieza antibacteriana en la que había permanecido acoplada durante los pertinentes siete minutos matinales. Desde que el agua se había convertido en un bien escaso en la naturaleza, más valioso que el oro o el diamante, los seres humanos habían renunciado a los obsoletos métodos de aseo personal que antaño utilizaban. En realidad, Leda nunca se había sumergido en la sosegada profundidad marina, ni en la corriente impetuosa de un arroyo de montaña, porque estos accidentes geográficos habían desaparecido prácticamente de la superficie de la Tierra hacía cientos de años. Las míseras reservas hidrográficas, confinadas en pantanos y lagunas artificiales, eran vigiladas constantemente y administradas por la Compañía Universal de lo Potable. En cierta ocasión, la abuela de Leda le contó que la madre de su madre había visto caer la lluvia desde el Observatorio del Empire State, y era como si miles de alfileres transparentes y helados perforaran la calidez opaca de la tarde; pero Leda no daba mucho crédito a esas historias, las consideraba una suerte de leyendas urbanas inventadas por ancianos ociosos. Sólo llovía donde y cuando la Compañía deseaba.
El apartamento en el que transcurría la mitad de su existencia era amplio y cómodo. Gracias a su condición de Funcionaria Científica de Nivel 2 había conseguido esta vivienda, con vistas a Central Park, en la séptima planta del 113 de Lexington Avenue. En las paredes de su habitación central había instalado grandes pantallas de plasma que le permitían modificar las tonalidades de la estancia. A Leda le gustaban los matices glaucos, tenues, que la sumergían en un delicado ambiente tornasolado, como si fuera acariciada por olas de luz verdemarina. Disfrutaba pensando que habitaba dentro de un gigantesco acuario. Pero para conseguir esa ilusión había que cerrar bien las ventanas y mantenerse alejada de la extrema luminosidad y del sofocante calor que agobiaba cada jornada, durante doce horas, a los habitantes de Nueva York.
Leda se vistió con un ligero mono de faena que lucía en el pecho el logotipo de su empresa, TC, iniciales de Travelling Center. Se dispuso a engullir el refrigerio habitual, el número exacto de proteínas, calorías, hidratos de carbono y líquidos que necesitaba su organismo para funcionar correctamente hasta la llegada de la noche, cuando estaría de vuelta en el apartamento tras una intensa jornada de trabajo.
En ese instante, la pantalla principal de plasma se activó y Leda contempló el icono de venia de visita de su amigo y compañero Thews Twelve. Leda se demoró en pronunciar la autorización. Cerró los ojos y se dejó llevar por sus sensaciones. Thews despertaba en ella una mezcla de sentimientos confusos que intentaba mantener sujetos en su interior, pero que cuando salían a la superficie escapaban sin control, como una bandada de aves nocturnas que vuelan erráticas y, sin embargo, en sincronía, trazando vertiginosas espirales, dibujando formas misteriosas en el aire. Leda buscaba el significado de aquella vorágine indomeñable y no lo hallaba.
—Adelante, Thews —exclamó al fin Leda. Y el rostro de Thews, su hermoso rostro de ojos grises, se materializó en la pantalla.
—Buenos días, Leda —contestó y su voz era grave, cargada de inquietud. Leda captó fácilmente la preocupación que le invadía.
—Hola, Thews. ¿Qué quieres? Es todavía muy pronto... —prolongó la pausa porque sabía que él no la dejaría acabar. No le gustaban las palabras vacías.
—¿Puedes venir ahora mismo al laboratorio? —preguntó Thews, intentando esbozar una sonrisa —, por favor, es muy urgente.
—De acuerdo —dijo Leda. Y cortó la videocomunicación. Se extrañó de cómo Thews había pronunciado sus últimas palabras. Había percibido algo parecido a una súplica, un matiz que no casaba en la arrogante personalidad de su compañero.
Apagó la instalación electromagnética y salió, cerrando con un susurro la puerta de su apartamento. Bajó rápidamente los siete pisos hasta llegar a la planta garaje, donde se almacenaban los ciclos comunitarios. Como aún era muy temprano, pudo elegir el que más cerca se encontraba de la puerta de acceso a la avenida. Se colocó el casco, colgado en el manillar, se acostó en el banco-sillín y salió pedaleando con energía al exterior. Leda se dirigió hacia el norte por Lexintong, mezclada con el tráfico ya denso de la avenida. Cuando estaba a la altura de la ruinas del Guggenheim, el resplandor de la aurora la deslumbró y tuvo que detenerse en el arcén para ponerse las gafas de superprotección ocular. La destrucción de la mayor parte de la capa de la ozono había convertido a la estrella madre en uno de los peores enemigos del planeta, contra el que había que luchar incesantemente. A partir de ese momento, Leda evitó mirar por el espejo retrovisor. No quería cegarse con la brillante luminosidad que surgía desde el sur, de las inmensas salinas de la Bahía del Hudson, donde la Estatua de la Libertad, erosionada por el tiempo y la contaminación, se alzaba en un mar de destellos y reverberaciones.
Continuó hacia el norte, atravesó Harlem y, dejándolo atrás, llegó a las colosales instalaciones de la Travelling Center. Un complejo entramado de edificios oscuros, cerrados como búnkeres que presentaban un desolador aire de abandono. En sus laboratorios se concentraba la investigación de algunos campos de la Física Experimental que, en el pasado, se habían considerado revolucionarios. Pero ahora se hallaban en un callejón sin salida, abandonados o agonizando sin apenas subvenciones, a la espera de descubrir alguna vía que pudiera abrir nuevas líneas de investigación.
Leda aparcó el ciclo junto al bloque donde se encontraba su laboratorio. Allí se hallaría Thews, aguardándola expectante, en el lugar donde había transcurrido la mayor parte de su vida profesional. Subió ágilmente los escalones que daban acceso al interior del edificio. Recordó la contraseña de identificación oral que Thews había elegido para este mes. Se trataba de un verso de un poeta francés primitivo, de otra era: «¡Hasta el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo!». Leda la recitó lentamente ante la gran puerta de acero que se hundió en el suelo, facilitándole el paso. Se detuvo un momento al entrar en la estancia, buscando a Thews con la mirada. Él estaba de espaldas a la puerta, ante una enorme pantalla de plasma que manejaba entre murmullos. Era un hombre corpulento y atlético. Sus más de dos metros de estatura le conferían un aspecto intimidante, realzado por una cabeza poderosa que, a diferencia de la mayoría de los miembros de la casta de los científicos, ostentaba una larga y espesa melena de color castaño. Leda lo contemplaba ensimismada cuando él se dio la vuelta y, al percatarse de su presencia, abrió los brazos para acogerla. El abrazo fue más intenso que en otras ocasiones y Leda se estremeció cuando Thews se separó de ella, le acarició el rostro con ternura y fijó sus ojos grises en los de Leda, como buscando la respuesta a una pregunta que aún no se había atrevido a formular.
—¿Qué ocurre? —preguntó Leda, alejándose de él, para evitar ese contacto visual que tanto la perturbaba.
Thews se dio la vuelta y caminó despacio hacia la ventana de su laboratorio. Miró hacia el exterior, a través del cristal. El sol se estrellaba furiosamente sobre el asfalto que rodeaba el edificio. No había árboles, ni flores, ni pájaros... Sólo la luz, la piedra y un silencio infinito. Entonces Thews comenzó a hablar.
—Me voy, Leda. Lo he decidido. Llevo meses preparándolo..., valorando los riesgos que voy a correr, pero ya no puedo seguir viviendo así. Y tengo que hacerlo ahora o nunca. Porque apenas nos quedan unos meses para que el Proyecto se suspenda definitivamente. Seré el último ser humano que haga el Viaje... —hizo una pausa para que ella asimilara el significado de sus palabras.
Leda sintió como si una fuerza invisible la golpeara. Una vez más, la bandada de aves nocturnas voló descontroladamente hacia el exterior, provocando en ella una sensación de vértigo a la que no se atrevía a dar el nombre de amor, pero que le dolía tanto como si lo fuera. Porque aquello suponía que iba a perder a Thews para siempre. Él regresó a su lado y, mientras cogía su mano derecha, le dijo:
—Ven conmigo, Leda. Sé que es muy arriesgado. Que en el Viaje no existen las certezas. Pero es nuestra última esperanza. Quiero intentarlo contigo... —apretó su mano con desesperación, como para despertarla del trance en que la joven se había sumido—. ¿Qué me contestas?
Leda se liberó suavemente de Thews. Dio unos pasos y tuvo que sentarse en uno de los taburetes del laboratorio porque le flaqueaban las piernas. Le costaba trabajo creer lo que estaba oyendo. Thews era un hombre sensato. Un científico que no se embarcaba en aventuras fantásticas, sin embargo también era obstinado, incapaz de dar su brazo a torcer si había tomado una decisión. Por fin reaccionó.
—¿El Viaje? Es una locura, Thews. Los resultados obtenidos han sido simplemente catastróficos. Tú sabes muy bien por qué se ha suspendido el Proyecto. ¿Y ahora vas a arriesgarte en una empresa suicida?... ¿En una actividad que, además, atenta contra los principios elementales de la ética científica...? —apenas pudo acabar su argumentación. Le fallaban las fuerzas y la voz.
Leda se refugió en una esquina del laboratorio, ocultó el rostro entre las manos y contuvo las lágrimas que se empeñaban en fluir. Recordaba los primeros Viajes temporales al pasado, en los que el equipo se había conformado con experimentar con insectos, peces, pequeños mamíferos... Pero es difícil controlar la ambición de un grupo de científicos con carta blanca y recursos ilimitados. E intentaron el Viaje con hombres y mujeres, sacados de los Centros de Privación Vital, que el estado proporcionaba a la investigación de alto riesgo. El Proyecto parecía un verdadero éxito, hasta que el equipo de Thews, para comprobar la eficacia del experimento, consiguió invertir el proceso trayendo del pasado a uno de los sujetos. El resultado fue devastador. El ser que regresó a la cámara del Viaje era un engendro con cuerpo humano y cabeza de toro. Al materializarse se abalanzó, confuso y desorientado, mugiendo atrozmente, contra el cristal del laboratorio que protegía a los científicos. El monstruo estrellaba una y otra vez su testuz ensangrentada contra las paredes transparentes de la cámara y había en sus ojos tanto miedo y tanto dolor que fue sacrificado inmediatamente, sin que los técnicos se atrevieran a someterlo a experimento alguno. En la posterior autopsia descubrieron que la parte humana había pertenecido a uno de los supuestos voluntarios del Proyecto.
Thews tuvo que presentar un informe del incidente. Planteó una hipótesis sin apenas consistencia científica. Suponía que la materia, después de disgregarse en las cuerdas temporales, una vez iniciado el Viaje, tendía a materializarse sin control, contaminándose con sujetos vivientes del pasado o incluso con seres que no habían conseguido realizar el proceso por completo. A tenor del espécimen que habían hecho regresar, imaginaba los seres espantosos que podían haber creado en el espacio temporal que tenían como meta: mujeres con cola de pescado, hombres con cuerpo de caballo... Como era de esperar, la Travelling había cancelado el Proyecto. Los viajes temporales habían dejado de ser una investigación prioritaria.
—Lo siento, Thews —respondió por fin Leda—. No iré contigo.
Thews se sentó a su lado. Su expresión era triste, pero al mismo tiempo emanaba una firme determinación.
—Me gustaría muchísimo que me acompañaras —dijo emocionado—, aunque sé que no puedo pedirte que corras este riesgo. No voy a insistir ya más. Creo que puedo controlar el Viaje. Los sujetos que enviamos no tenían preparación científica alguna. Yo domino esta tecnología. Sabré actuar eficazmente en una situación de crisis. Leda, lo voy a conseguir. Y de cualquier forma, prefiero morir en el intento que seguir viviendo en este mundo estéril. No hay futuro para nosotros aquí... —miró hacia la ventana, por la que penetraba una luminosidad aplastante—. Quiero regresar al Paraíso. Quiero intentarlo.
Se hizo el silencio. Leda lo comprendía, pero carecía de su valor. Con un tremendo esfuerzo se sobrepuso y pudo decir:
—Me quedaré aquí y te ayudaré en todo lo que me sea posible.
Pero no había terminado todo para Leda. Thews se levantó, dio unos pasos erráticos por el laboratorio, como si dudara de una decisión que había tomado de antemano. Con un impulso arrebatado se arrodilló ante ella.
—He de contarte algo más, Leda... —Cogió su mano otra vez y la llevó hacia su formidable cabeza. Se levantó el cabello y allí, por debajo del cuero cabelludo, en la zona parietal, Leda palpó un bulto considerable, como un quiste que podía pasar inadvertido a simple vista, porque estaba oculto por su espesa mata de pelo.
—¿Qué es esto, Thews? —Leda retiró los dedos rápidamente con aprensión. Le pareció que el tumor palpitaba, que estaba dotado de vida propia.
—Leda —dijo Thews—, no quiero separarme de ti. Te llevo conmigo en el Viaje. He tomado uno de tus clones y lo he implantado bajo mi cuero cabelludo. Es apenas un embrión de tres meses, pero está vivo y quiero que me acompañe.
Leda le miró estupefacta. La técnica de la clonación había avanzado a pasos agigantados en los últimos tiempos y casi todos los humanos guardaban en los Institutos de Desarrollo Embrionario sus clones, en previsión de futuras enfermedades o accidentes... Thews había robado uno de los suyos, amparándose, sin duda, en su categoría de Funcionario Científico Número 1, con venia para acceder a cualquier proyecto científico del planeta.
—Pero, Thews, ¿cómo has podido? Mi clon morirá en el Viaje. Es imposible que sobreviva. O puede sufrir mutaciones genéticas espantosas. Nunca hemos intentado algo así en el Proyecto...
Thews puso sus manos sobre los hombros de Leda, tratando de calmarla.
—Leda, déjame intentarlo. Mi único equipaje son las cápsulas de desarrollo vital para alimentar a tu clon. La protegeré con mi cuerpo. Y cuando sea viable surgirá triunfante de mi cráneo, como una nueva Eva que se gestó en el futuro y nació en el pasado —su voz vibraba de entusiasmo—. Está decidido.
Leda seguía conmocionada. Sentía una especie de estupor agridulce. Thews no quería separarse de ella. Quizá había conseguido una prueba de que él albergaba sentimientos más profundos. Logró balbucear unas palabras.
—Si lo consigues..., ¿le hablarás de mí?
Thews la abrazó y buscó sus labios, húmedos y salados. Y en el último beso por fin alcanzó Leda la certeza que había perseguido durante tantos años.
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Leda emergió de la cápsula de descontaminación antibacteriana en la que había permanecido embutida durante los pertinentes siete minutos matinales. Se enfundó su mono de trabajo. Con expresión ausente, engulló los compuestos alimenticios del día. De pronto, como si despertara de un profundo sueño, abrió una de las ventanas de su apartamento y un chorro de luz cegadora, acompañada de una vaharada de calor abrasador, penetró en su habitáculo. Tuvo que colocarse inmediatamente las gafas de superprotección solar para vislumbrar el panorama desolador que se desplegaba ante sus ojos doloridos. El viento levantaba polvaredas en las arenas de Central Park. Las dunas se movían como las olas resecas de un mar moribundo. Miró hacia el cielo gris, sucio por la contaminación de los combustibles oleosos; pensó en Thews y en su clon. Había aprendido a convivir con su ausencia. La ausencia era un dolor que se había instalado dentro de su cuerpo, como un músculo más, como una víscera enferma que protesta recordando a cada instante su existencia. El único consuelo era imaginar a Thews y a su clon en un mundo lejano, el paraíso al que habían tenido el valor de aspirar, desafiando a la muerte.
Tuvo la necesidad de visualizar, de nuevo, el espacio temporal al que habían viajado. Le pidió al ordenador que materializara el escenario elegido por el equipo como objetivo del Viaje. La pantalla se activó automáticamente y una fecha, 5000 a. C., y un paisaje se proyectaron en la pared de plasma. Leda contempló extasiada una montaña, cuyas crestas nevadas se recortaban en el horizonte. Las laderas boscosas descendían suavemente hasta la costa. El mar, color turquesa, lamía los acantilados y las playas. Leda acercó el objetivo y pudo divisar sobre la superficie inmóvil del océano una nave negra, cóncava, tripulada por marineros de rubias cabelleras... Recitó los versos de aquel poeta antiguo que tanto gustaban a Thews: «Mientras este fuego nos abrasa el cerebro, hundirnos hasta el fondo del abismo, infierno o cielo, ¿qué importa? ¡Hasta el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo!».
Leda apagó la pantalla; las delicadas imágenes se difuminaron en la pared de plasma sin dejar ni una huella. Una catarata de luz turbadora, procedente del exterior, tomó posesión la estancia, recordándole dolorosamente que un nuevo día, rutinario y vacío, extendía sus alas de plomo sobre su espíritu agotado.