Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 68 – Otoño 2022
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

En Surami, una pequeña ciudad de la Georgia europea, vivían Aleksandre y Ekaterine. Hacía dos años que se habían casado. Ese día, ambos tenían algo muy importante que decirse. Aleksandre recibió, esa misma mañana, la documentación que les permitía, a él y su esposa, residir en España con contrato de trabajo para los dos. Por su parte, Ekaterine había dado positivo en la prueba de embarazo. La alegría de los dos esposos era desbordante y esa noche lo celebraron en casa, con la mejor cena que su economía les permitía.

El 4 de mayo de 2001 llegaron a la bonita ciudad donde iban a residir. Situada en la costa del litoral mediterráneo español, les asombró por su luminosidad y la cercanía del mar. En Georgia, su tierra, sólo conocían el mar Negro en un litoral de poco más de 300 km, por lo que la longitud de la costa mediterránea española los maravilló.

Aleksandre tenía contrato para un año en una depuradora de residuos urbanos, mientras que a Ekaterine la habían contratado en una agencia de limpieza de oficinas, comercios y viviendas particulares. Su contrato estaba limitado a seis meses. Después vendría el parto y, a partir de ahí, la situación cambiaría. Los dos confiaban en que a Aleksandre le renovarían el contrato; siempre fue un hombre muy trabajador.

* * *

Aquella mañana, veinte años después, Georgi se levantó de la mesa de la cocina. Se había dejado la mitad del desayuno. No tenía hambre, no la tenía casi nunca, y su aspecto era el de una persona desganada, algo encorvado y de mirada huidiza.

—¿Qué te sucede, Georgi? —preguntó Ekaterine, su madre—. No te lo terminas ningún día.

—No tengo ganas, mamá.

Su madre lo miró preocupada. Georgi se había dejado los estudios a los quince años y, desde entonces, no había hecho nada de provecho. Últimamente, cada mañana, se acercaba al barrio marítimo para sacarse algunas monedas como gorrilla aparcacoches. Poco era lo que conseguía con esta actividad, pues la competencia era alta. Alta y peligrosa.

Georgi se dirigió a la puerta, dispuesto a salir a la calle. La voz de su madre lo detuvo.

—Georgi, no me gusta que te dediques a hacer de gorrilla en las calles. Eso no es un trabajo para ti y además es peligroso, un día puedes ser agredido por otros gorrillas. Prefiero un trabajo estable, aunque no cobres un gran sueldo.

—Ya lo sé, mamá, pero no encuentro nada.

—Hijo, tú sabes que en esta casa entra mucho dinero, cosa que no me hace nada feliz por la forma en que lo hace; pero, al menos, no necesitas arriesgarte de esa manera.

Georgi llegó hasta la puerta, asió la manivela, pero antes de abrir se volvió hacia su madre.

—¿Cuánto ha traído esta vez? —preguntó Georgi.

—Este mes, veinte mil euros —contestó Ekaterine—. Pero eso no es nada, el mes pasado trajo treinta y dos mil.

Georgi bajó la cabeza, asintió en silencio y salió a la calle. Pensaba dirigirse al distrito marítimo, pese a las advertencias de su madre.

Había otros lugares en la ciudad donde trabajar de gorrilla; pero en el marítimo, las posibilidades eran mucho mayores. El inconveniente era que los gorrillas de este barrio playero solían estar bajo la dominación de un capo, y a éste había que pagarle una parte del dinero conseguido. Hasta ahora, Giorgi había sido afortunado y no se había encontrado con ningún grupo organizado. El marítimo era amplio y muchos gorrillas iban por libre. No sabía muy bien por qué hacía aquello; en su casa entraba mucho dinero, pero él prefería pagarse sus pocos caprichos con las monedas que sacaba con aquel trabajo.

Acababa de indicar un lugar para aparcar al propietario de un Renault, que le dio dos monedas de cincuenta céntimos. Giorgi le dio las gracias con voz apagada. Su mirada era medrosa y nunca sonreía. Al alejarse el hombre, empezó a guardarse las dos monedas en el bolsillo. En ese momento recibió un fuerte empujón en la espalda que lo lanzó contra el tronco de uno de los árboles plantados en la acera, golpeándose en la cabeza, la oreja y parte de la mandíbula. Giorgi se agarró al tronco del árbol para no caer al suelo. Estaba bastante conmocionado. Al principio sólo pudo ver las grandes zapatillas deportivas que calzaba quien lo había empujado. Giorgi no era bajo de estatura, pero su agresor le sacaba varios centímetros.

—¿Quién te ha dado permiso para trabajar en mi barrio? —preguntó Pascu, el matón que lo había empujado—. Para trabajar aquí, debes abonarme previamente 300 euros y después el 30% de lo que saques cada día, ¿me explico?

Georgi agachó la cabeza e hizo ademán de marcharse. Pascu lo asió por el cuello de la camisa y lo atrajo bruscamente hacia sí. Poniéndole una mano grande delante le dijo:

—Dame todo lo que llevas.

Georgi le dio unas cuantas monedas que llevaba en el bolsillo.

—Si vuelves por aquí, primero vienes a mí a pedirme autorización para trabajar en mi barrio, después me pagas lo que me corresponde; de lo contrario, la próxima vez no será un empujón, será una paliza —añadió Pascu—. Por cierto, ¿eres de aquí? —preguntó el capo de los gorrillas.

—Sí, pero mis padres vinieron de Georgia —contestó Georgi sin levantar la vista.

—Así que vinisteis aquí para quitarnos el curro, ¿verdad? —lo acusó Pascu—. Aún no me has dicho cómo te llamas, pajarito.

—Me llamo Georgi.

—¡Ja!, pues yo te voy a llamar Jorgito, si es que vuelves por aquí.

Georgi se alejó cabizbajo y encogido. «Vaya mierda de tío», pensó Pascu.

Ekaterine miraba con disgusto a su hijo, mientras le aplicaba una compresa balsámica en la parte dañada de su cabeza.

—Te lo dije muchas veces, Georgi, pero nunca me hiciste caso.

—Lo sé, mamá.

—¡Lo sé, lo sé! —exclamó su madre—. Pero volverás a las andadas como siempre. ¿Qué de malo tiene que te busques un trabajo normal? —insistió Ekaterine—. Ya sé que no es fácil, pero tampoco imposible.

* * *

Quince días después, estaba Pascu bebiendo cerveza en su bar habitual, cuando notó que le daban dos golpecitos en el hombro. Se volvió y era Paco el Guinda, su lugarteniente.

—¿Qué pasa, Guinda?

—El Jorgito ése está currando otra vez por aquí —contestó el Guinda.

—Bueno, por lo visto al chico le gusta que le zurren —dijo Pascu con tono de aburrimiento.

Salió del bar y se encaminó hacia el lugar donde, según el Guinda, se encontraba el georgiano. Lo vio de lejos y sonrió. El gorrilla estaba recibiendo una moneda de una chica que acababa de aparcar su Fiat 500. Por lo visto, el Jorgito estaba contento, pues también sonreía y, cosa rara, no tenía los hombros caídos.

—¿Qué pasa, Jorgito? —preguntó con guasa el matón—. ¿Tienes ganas de cachondeo? —se burló Pascu, mientras sacaba un puño americano del bolsillo de sus vaqueros.

Sin embargo, Pascu advirtió que algo no encajaba. En los ojos del tal Jorgito no había ni asomo de miedo; antes al contrario, se pintaba la furia en ellos.

—¿Qué pasa, nene? ¿Pones cara de malo para asustarme? —se guaseó una vez más Pascu.

Lo que sucedió a continuación lo desconcertó durante unos momentos. Ese breve desconcierto le salió caro. El gorrilla andaba a pasos muy rápidos hacia él, sus ojos echaban fuego y sin darle tiempo a reaccionar le lanzó una fuerte patada con su pie izquierdo que lo alcanzó en su entrepierna, lo que obligó al matón a doblarse de dolor. Un potente rodillazo en la cara lo enderezó de nuevo y otro zurdazo, esta vez con el puño, lo mandó al suelo. El Guinda y algunos de los compinches ya corrían hacia el dichoso Jorgito con bates de béisbol y cadenas en las manos. El georgiano no perdió tiempo, salió corriendo, dobló la esquina donde tenía la Ducati aparcada, le dio una fuerte patada al pedal y salió a todo gas.

* * *

Durante bastante tiempo, el gorrilla no apareció por el marítimo, pero la imagen de Pascu había quedado algo tocada. No obstante, seguía imponiendo su supremacía y su ley al resto de los gorrillas de la zona. Una noche, Pascu y cuatro de sus secuaces decidieron aprovisionarse de droga. Ya iban escasos de existencias. No lejos del barrio había unas callejuelas donde era frecuente el mercadeo nocturno de toda clase de sustancias. Por allí merodeaban aquella noche Pascu y los suyos, cuando alguien les dijo que un par de calles más allá se encontraba un camello que vendía droga muy buena, pero cara.

Pascu y su banda se dirigieron al lugar indicado. Cerca de la esquina, junto a un viejo portal, había un grupito de clientes adquiriendo mercancía al camello en cuestión. Cuando llegaron Pascu y sus secuaces, esperaron a que los que estaban delante terminaran de comprar sus papelinas, a un precio bastante alto, por las quejas que oían a aquellos individuos, pese a lo bien vestidos que iban. Terminada la transacción, quedaron frente al camello. Pascu abrió los ojos de par en par. Allí estaba otra vez el Jorgito de los cojones. Éste les dirigió una mirada fría y de absoluta indiferencia, no dio ninguna señal de haberlos reconocido. Sin embargo, Pascu lo había reconocido al instante. Eran inconfundibles aquellos rasgos: los ojos verdes, el remolino de cabellos sobre la sien izquierda, el lunar en el mentón.

—¿Cuántas queréis? —preguntó el camello con indiferencia.

Pascu y los suyos permanecían en silencio, no habían salido aún de su asombro.

—Vale, tíos, si no vais a comprar, circulad, que me estorbáis la faena —habló el camello sin perder nunca la calma.

El matón, sintiéndose más seguro entre sus secuaces, les hizo una seña a éstos con la cabeza para que rodearan al camello. Éste les dirigió una mirada tranquila y algo burlona y llevándose dos dedos a la boca dio dos fuertes silbidos. Del portal que había a sus espaldas salieron tres montañas con gorras de Los Panteras Bordes, que se quedaron mirando a Pascu y su banda. El matón comprendió que por ese lado no tenía nada que hacer.

—Tío, o tú eres el Mortadelo del tebeo, o yo estoy loco —dijo al camello.

—No soy ese Mortadelo, y si tú estás loco es tu puto problema, así que o compráis u os largáis.

—Íbamos a comprar, pero vendes muy caro —continuó Pascu.

—Mira, menda, yo vendo caballo y eso se paga. Si quieres polvos de talco, en la otra esquina te lo venderán muy barato —concluyó el camello.

Pascu y su banda optaron por marcharse, acababan de darse un atracón de incredulidad. No comprendían cómo el fulano aquél podía tener tantos aspectos distintos: ya acojonado, ya pendenciero, ya mafioso.

* * *

Algún tiempo después, una tarde circulaba Pascu con su monovolumen. Buscaba un taller de mecánica del automóvil; le patinaba el pedal del embrague y no le entraban bien las marchas, pero el taller al que iba habitualmente había cerrado. Encontró uno bastante grande en una bocacalle de la avenida del Mar. Metió el vehículo en el recinto del taller y esperó a que el mecánico, que tenía medio cuerpo metido en la boca abierta de un Mercedes, lo atendiera. Poco después, el mecánico se enderezó, se pasó las manos por los pantalones del mono de trabajo y se dio la vuelta para atender al del monovolumen.

—Hostia, ¿otra vez? —exclamó Pascu—. ¿Ahora curras de esto?

Allí estaba de nuevo el Jorgito, con la cara sucia de grasa y la furia instalada en sus ojos. La indiferencia había desaparecido. El mecánico se dirigió a la mesa de las herramientas y cogió una llave inglesa enorme. El mango lo llevaba cogido con la mano izquierda, mientras que la cabeza de la llave reposaba en su mano derecha.

—¿Qué buscas? ¿Has venido a merendar? —preguntó el mecánico sin quitar los ojos de Pascu.

—¿A merendar? No, no... —balbuceó el matón—. ¿Por qué?

—Porque si buscas camorra, te vas a tragar esta llave y vas a tener una mala digestión.

Pascu arrancó el monovolumen y se largó sin añadir nada.

* * *

Como cada día, Pascu estaba ante la barra del bar vaciando una cerveza tras otra, cuando el Guinda le gritó desde la puerta:

—¡Pascu, corre, ven!

—¿Qué pasa, Guinda?

—¡Hemos trincao al Jorgito!

—Ya, pero ¿qué versión del Jorgito?

—¡Al acojonao!

Esto envalentonó a Pascu, que se bajó del taburete y se fue con el Guinda hacia donde tenían retenido sus compinches al georgiano. Cuando llegaron, Georgi estaba sujeto por los brazos por dos secuaces. Allí estaba con su pelo castaño claro, sus ojos verdes, su remolino arriba de la sien izquierda y su lunar en el mentón; pero sus hombros volvían a estar caídos y su mirada era medrosa.

Pascu lo miró con atención, pues no se fiaba mucho de aquel sujeto tan raro y cambiante.

—¿Le zurramos? —preguntó uno de la banda.

—No, no le peguéis, dejadlo marchar —les ordenó Pascu.

—¡Coño, Pascu!, ¿por qué? —preguntó desconcertado el Guinda—. Una vez que lo pillamos acojonao, lo quieres dejar marchar.

—Sí, Guinda —dijo el matón—, porque luego vendrá la factura y me llegará a mí, no a ti. Ese fulano, aunque parece un mierda, pega duro.

El Guinda no estaba dispuesto a dejarlo marchar así como así. Le vació a Jorgito todos los bolsillos de las monedas que llevaba. Buscó en el bolsillo interior de la cazadora del georgiano y extrajo una cartera barata de plástico. La abrió y de uno de sus compartimentos sacó un billete de cinco euros, el único que había; el otro compartimento era doble y estaba plegado, lo extendió y apareció una fotografía. El Guinda quedó pasmado. Pascu, extrañado, preguntó:

—¿Qué pasa?

El Guinda le pasó la foto sin decir nada.

—¡Joder!, ¡acabáramos ya, coño! —exclamó Pascu asombrado.

Era una fotografía de familia. En ella posaban un hombre y una mujer de mediana edad y tres Georgi iguales, absolutamente idénticos.

—¿Quiénes son estos? —preguntó Pascu a Georgi.

—Mis padres, mis hermanos y yo —contestó el georgiano.

—¿Ah sí?, ¡pues qué bien! —quiso bromear Pascu—. ¡Y encima sois trillizos! Ya podía yo volverme loco con tanto cambio de papeles. Y lo de trillizos será en el careto, porque en lo demás, ¡y un huevo!

Pascu dio la vuelta a la foto. En el dorso estaban escritos estos nombres: Padre, Madre, Irakli, Zurab y yo.

Pascu volvió a mirar la foto. El parecido entre los hermanos era absoluto; pero, fijándose bien, había un detalle que permitía diferenciarlos: sus miradas. La mirada de Giorgi era medrosa; la de Zurab, fría e indiferente, éste era el mafioso; la de Irakli tenía un reflejo de rebeldía, seguro que era el que sacudía fuerte, con éste es con el que había que tener mucho cuidado, esto Pascu lo sabía muy bien. Introdujo la fotografía en su compartimento, cerró la cartera y se la devolvió a Georgi.

—No vuelvas a aparecer más por aquí, Jorgito, no harás más que crear problemas —dijo Pascu al georgiano.

Georgi se guardó la cartera, asintió en silencio con la cabeza y se alejó, como siempre, algo encogido.

* * *

Dos años después, Zurab se hallaba sentado en la garita acristalada que era su despacho. Revisaba facturas, recibos y otros documentos contables, cuando se abrió la puerta y entró Irakli. Se acercó a la mesa de su hermano y apoyó en ella las manos sucias de grasa.

—¿Cómo llevamos los asuntos? —preguntó Irakli.

—Bien, hermano, mucho mejor de lo previsto —contestó Zurab.

—¿Cuándo nos habremos estabilizado? —volvió a preguntar Irakli.

Zurab levantó la vista y miró a su hermano. Sustituyó la frialdad e indiferencia por una verdadera afectividad.

—Dentro de diez meses habré blanqueado todo lo que tenemos en casa, y en siete meses terminaremos de pagar el traspaso a tu exjefe —dijo Zurab a su hermano.

—No volverás al mercadeo de caballo, ¿verdad, Zurab? —preguntó Irakli—. Madre no lo soportaría. Eso lo llevaba muy mal.

—No, hermano. Quiero mucho a los padres y a vosotros, como para meteros en malos líos por mi causa. Padre no gana mucho; conseguir trabajo no es nada fácil; somos muchos en casa y había que traer dinero, vender caballo y coca era una manera fácil y rápida de hacerlo, pero nunca me propuse que el bienestar de mi familia dependiera de esta actividad delictiva; ahora bien, si piensas que nos vamos a quedar sólo con Talleres Georgia, estás muy equivocado, hermanito. Pienso abrir muchas más empresas, todas legales, por supuesto, pero no pienso parar. Una buena cabeza para los negocios y muchas ganas de trabajar son la mejor fórmula para que el grifo se mantenga siempre abierto. Serán empresas dedicadas, algunas de ellas, a la preservación del medio ambiente. No vayas a creer que sólo quiero comer billetes. No, hermano, yo como alimentos naturales, y además, tengo escrúpulos —explicó Zurab a su hermano sin dejar de mirarlo.

Irakli sonrió a su hermano. Después se puso serio.

—Quien me preocupa es Georgi —confesó Irakli. Es demasiado pasmarote y no sé qué será de su vida, si no estamos pendientes de él.

—Eso no es problema, hermanito —sonrió Zurab—. Sólo tenemos que convencer a una novicia de algún convento, para que acepte trabajar para nosotros como secretaria. Seguro que a Georgi se le alegra la vista y se le levantan los hombros de golpe.

Los dos hermanos rompieron a reír.

Georgi, que estaba al otro extremo del taller limpiando los cristales de un coche ya reparado, los miró, y aunque no sabía de qué iba aquello, en su cara se insinuó una sonrisa.