Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
68 – Otoño 2022
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Una vida sin examen no merece ser vivida
(Sócrates)
Como ya soy viejo y me cuesta conciliar el sueño, en el silencio de la noche me asalta sin yo quererlo el recuerdo de todo lo que he vivido a lo largo de mi existencia, que son como conejos blancos que me invitan a correr detrás de ellos por las sendas escondidas del bosque de la memoria. La memoria es por naturaleza selectiva, pero cuando permites que caigan los muros que se levantan detrás de todo ese tiempo que has vivido, intuyes que la muerte, tu muerte, quizás, está llamando a tu puerta.
He decidido poner por escrito en un cuaderno, noche tras noche de insomnio, como en los Cuentos de las mil y una noches, un ramillete de relatos que forman la cadena de los recuerdos vividos en primera persona que hicieron de mí el que soy sin poder llegar a ser otro. Los protagonistas no tienen por qué ser siempre Carmen, mi mujer, mi compañera, ni tampoco quien los escribe; también pueden ocupar ese lugar mis padres, mis suegros, mis hermanos, mis cuñados, mis amigos, mis vecinos, los personajes de todas las historias que a lo largo de mi vida me han contado y, por qué no, me he inventado. La verdad, muchas veces, es más verdad cuando planea libre en el cielo de la imaginación. Pienso que, en esta etapa final de mi existencia, eso es quizás lo que más importa. ¿Qué puedo esperar a partir de ahora? Espero, si no es mucho esperar, que como en el haiku:
Al despertar
la noche era una estrella
en la ventana.
Cuando comenzaba a clarear en las calles, dejaba reposar el bolígrafo y cerraba el cuaderno en el que había estado escribiendo en lo profundo de la noche. En el reloj daban entonces las seis de la mañana.
Noche 1
Quedó impresa en mi memoria la primera vez que subía por la escalera de la casa de El Tiemblo en la que iba a vivir, a partir de ahora, con mis padres y mis hermanos. Éste es el recuerdo más antiguo que quedó grabado en mi memoria, muy en el fondo; tan sólo había cumplido tres años. La casa que había alquilado mi padre debía tener más de cincuenta años de antigüedad, por eso los peldaños de la escalera estaban algo desgastados. Era un primer piso con un balcón que daba a una plazoleta con una fuente y una hermosa morera. La plaza, el balcón, la morera y la escalera iban ser, a partir de ahora, el escenario de todos mis juegos, todo mi universo.
Cuando el verano estaba a punto de comenzar, en El Tiemblo celebraban las fiestas patronales en honor de San Antonio de Padua. La procesión pasaba por mi puerta y asomado al balcón la veía venir desde el fondo de la calle, vivíamos en la calle Real. A San Antonio casi le podías tocar con la punta de los dedos de una mano sacando el brazo entre los barrotes.
Mi madre nos vestía de domingo con calcetines blancos y ropa recién planchada para ir a misa y a la procesión. Daba gusto vernos. A eso de las cinco de la tarde, mi padre iba a los toros con mi hermano Alfonso cogido de la mano. Luego, con la fresca, salíamos todos a dar una vuelta por la feria.
Un año me hicieron una fotografía con dos de mis hermanas, Pilar y Juani, en la puerta de casa. Como Juani no tenía más de dos años, Pilar la cogió en brazos. A mí me colocaron justo al lado, subido al primer escalón de la escalera. Hoy, han pasado más de setenta años, la tengo enmarcada y colocada encima del mueble del salón, cuando la contemplo me embarga una profunda tristeza que me araña por dentro. Las dos hermanas, que aparecen en la fotografía, murieron de cáncer hace más de diez años. Los recuerdos de la infancia a veces te embargan con un agridulce sabor a tragedia.
***
El paso del tiempo puede con todo, menos con nuestros recuerdos, si no es así, para esos están las fotografías. Amanece…
Noche 33
La fotografía en la que aparezco como un pequeño dios de los bosques con una corona de ramas de pino en la cabeza y los ojos encendidos, ese día iba a cumplir veintiún años, ya era mayor de edad. Nadie, a partir de ahora, podía mandarme hacer lo que yo no estuviera dispuesto a hacer. Pobre de mí, la vida en realidad no da para tanto. Por eso en la fotografía aparezco desnudo en medio de los bosques, concretamente en el pinar del Duque de Hoyos del Espino, junto al río Tormes. ¿Qué mejor lugar para celebrarlo? Era el 9 de agosto de 1966.
Venía con una botella de vino que le habían regalado a mi padre, la cogí sin que él lo supiera, a escondidas. Era una botella de vino añejo de una de las bodegas más antiguas de El Tiemblo, casi un tesoro del tiempo.
Nadie de mi familia se acordó de que era mi cumpleaños, en mi casa sólo se celebraba año tras año el de mi padre. Pero en aquella ocasión no me importó demasiado, puesto que de la sangre que corre por las venas es imposible liberarse, ésa es una atadura de la que no te puedes desatar. Cuando eres mayor de edad, al menos legalmente, a partir de ese momento quieras o no quieras eres responsable de lo que tú puedas o no puedas hacer en tu vida, ni tu padre, ni tu madre, ni nadie de tu familia podrán evitarlo. Entonces me fui a la sierra de Gredos a celebrarlo con mis amigos y compañeros, por eso me investí del dios de los bosques y nos bebimos el vino, toda una metáfora: robaba el vino añejo de mi padre para ser yo mismo un hombre nuevo. No era posible llegar a ser libre, a ser uno mismo, sin los amigos, sin los compañeros, sin los camaradas, sin que participe el resto de la humanidad, puesto que la libertad o es de todos o no es de nadie.
El río Tormes, bajo el pinar de Hoyos del Espino, se llevó para siempre al joven que hasta entonces había sido, como el tiempo, como la corriente del río, que se va y nunca vuelve.
***
Y ahora ¿qué? ¿Hasta dónde, después de tanto ganar y perder, en realidad he llegado a ser yo mismo? Se trata de ir haciendo el camino iluminado por una antorcha, ¿la de la razón, la del sentimiento, la de la voluntad, la de la fe, la del corazón...?
Noche 83
Al verano en mi ciudad por el día le cerramos las puertas y las ventanas hasta que muere la tarde. ¡Qué agobiante y amargo es el calor! Con la noche en la mirada, los vecinos buscan alivio en la terraza del bar, que brilla como una luciérnaga gigante en la esquina, bajo mi ventana. En la mesa más apartada, junto a una acacia que tiembla con la brisa entre sus ramas, unos novios se miran a los ojos y se juran amor eterno. Los chiquillos corretean entre los camareros mientras los adultos pasan las horas, inmersos en sosegadas conversaciones. Los gatos en la oscuridad del jardín no pueden conciliar el sueño. La canción del verano flota como un murmullo en el aire y la noche con su magia ronda sobre las cabezas. El sordo bullicio penetra en mi habitación a través de la ventana y la luna en el cielo, rodeada de luceros, anuncia la madrugada. «¡Qué noche!, ¡Dios no ha creado otra igual!, su principio fue amargo, pero qué dulce su final»[1]
***
Qué dulce su final, el de estas noches de insomnio…
Epílogo
Al final de todas estas noches, tan largas en invierno y tan cortas en verano, siempre, todas ellas, son como un suspiro, como un enigma que ha venido rondándome desde el día en que nací o más bien desde el día en que tomé conciencia de que estaba aquí, en el mundo. No había venido de ningún otro lugar. Por eso, lo primero que hice, nada más abrir los ojos, fue comenzar a intentar conocer cómo era todo eso que me rodeaba y quién era esa persona que estaba allí a mi lado, la que me sostenía en sus brazos, me daba calor, me acurrucaba, me alimentaba... Enseguida me di cuenta de que debía llorar con rabia si no me cuidaban o bien sonreír si satisfacían mis necesidades. El paso del tiempo se imponía y todo se fue complicando y me fui dando cuenta de que estaba rodeado de otros yos. Así fui elaborando el mío propio con más o menos acierto, con más o menos verdad. Tenía que actuar de una forma determinada para destacar en medio de tanto competidor. Alguien me impuso unas reglas que no debía nunca dejar de respetar si quería seguir jugando al juego de la vida, y, sin embargo, a pesar de todo, el vacío anidaba en mi interior. Todos esos yos eran la sociedad entera, la humanidad, el universo con su diversidad. Yo, como las hojas de un árbol, era simplemente una más. El otro no era Dios, sino, como nos indica el haiku:
Mi yo eres tú
la tierra el mar el aire
somos nosotros.
Cada una de estas mil y una noches de insomnio han sido como el ladrón que me va robando todo, todo, menos la luna en la ventana. Hablo de mil noches de insomnio cuando apenas he llegado a ochenta. Las mil y una dan a entender que, aunque hubo una vez una primera noche, no se sabe si de verdad habrá una que sea la última.
Las dos personas más importantes que ha habido en mi vida han sido Sofía, mi madre, y Carmen, mi mujer. Las dos han tenido en sus manos este cuerpo físico y mental que soy, cada una a su tiempo y en su lugar. De ellas he recibido todo el amor del mundo, pero el día en que me muera quisiera no dejar huella, no deseo que haya un lugar donde alguien pueda ir a poner flores en mi memoria.
Del libro inédito Las mil y una noches de insomnio de Modesto González Lucas