Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
68 – Otoño 2022
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

(Cuarta parte. Continúa de Amor en venta, del número anterior)
Mis manos acometen cansadas la redacción de estas letras. ¿Serán las últimas? Las escribo escondido, agazapado en una habitación rota, refugio de salamandras en el que, mucho me temo, mis enemigos no tardarán en localizarme. En efecto, como ya habrá usted supuesto, Charly el Chabolo y sus malvados primos dieron conmigo en Valencia y tuve que huir con lo puesto (tampoco tengo mucho más) hacia la acogedora Almería.
Me alojo en esta casa, mísera pero generosa, gracias a mi amistad con Cocó. Alta y delgada como yo, mas ahí acaban las semejanzas, porque compararnos sería lo mismo que hacerlo entre un flamenco y un cisne, desgarbado y narigón el uno, estilizado y de natural elegante el otro. Probablemente eso fue lo que más me impresionó de ella cuando la vi por vez primera hace cuarenta años, con una copla de fondo que Cocó trataba de entonar en una de las humildes tascas que por aquel entonces tachonaban el barrio de La Percha, enjambre de conventillos levantado a la sombra de la Alcazaba para que solteros y casados, soldados y obreros, encontraran ese consuelo carnal y espiritual tan necesario en aquellos años de miseria y tristeza seca.
Pero antes de referir con más detalle mi actual situación y mi recurrente vínculo con esta capital, trataré de explicar cuáles fueron las razones que permitieron al Charly dar conmigo. De él puedo asegurar que la providencia le regaló algunas habilidades muy útiles en su ámbito profesional (fuerza motriz, manejo de armas blancas), pero le privó de otras, como pueden ser el interés por la lectura y la actualidad político-social. Por ello he de suponer que alguien le mostró la portada de un conocido rotativo levantino en la que tuve la mala fortuna de aparecer, en primera plana, a cuatro columnas y en tecnicolor, por haber sido fotografiado con Magdalena Padilla, la bella pero poco ágil fallera mayor, que en un armonioso pasacalles al que yo asistía, ya fuere por la deficiente iluminación, ya por su torpeza, trastabilló con mis alpargatas y se dio de bruces con el rasposo asfalto capitalino, armándose un revuelo morrocotudo porque su nariz sangraba profusamente y manchó de carmesí todos los volantes, encajes y enaguas que tan orgullosamente lucía como eventual reina de la ciudad. Para mi desgracia, el momento fue captado por un reportero gráfico que cubría el acto y se magnificó con titulares que llegaron a hablar de un posible atentado del grupo terrorista Sendero Luminoso (que ya se tenía por extinto), dado que yo salía retratado vistiendo un llamativo poncho peruano con el que un vecino me pagó una evaluación rumpológica que tuve a bien realizarle a su esposa.
Y es que en aquellas fechas carecía de otras fuentes de ingresos. La oferta comercial del Terelu (si es que algún día existió) parecía que iba a quedarse en nada, en una nube pasajera. La cortedad de mi peculio ya era alarmante y, como el dinero y la vejez te ponen contra la pared, no me quedó más remedio que intensificar mi actividad adivinatoria en un improvisado gabinete que instalé en el patio interior de la casa donde había encontrado acomodo. Puede que no fuera el sitio más indicado, puesto que el ruido de las gallinas del corral aledaño y los olores propios de su naturaleza incomodaban a algunos de mis clientes, pero he de reconocer que pronto se corrió la voz por el barrio y la gente empezó a consultarme, haciendo crecer mis ingresos de forma exponencial. Cierto es, no obstante, que no todos podían pagarme en moneda fraccionaria y que tenía que aceptar el pago en especie por algunos de mis servicios (de ahí los ponchos, las chilabas o el cerdo vietnamita que me acompañaba en la soledad de la noche mediterránea).
Mi vida se estabilizaba y mi prestigio volvía a fortalecerse. Todos mis clientes se sorprendían por la certeza de mis juicios y la habilidad de mis manos, que, dicho sea de paso, les generaban una desconocida relajación al tocar ciertas partes que nunca habían examinado por sus propios medios, especialmente la rabadilla (también conocida como corcusilla u obispillo), que por estar más oculta y protegida por la masa cular es especialmente sensible y actúa como depositaria principal de los arcanos del examinado.
Pero no quiero perderme en recuerdos que sólo alimentarían mi nostalgia, cuando no mi melancolía. Si ahora puedo escribir estas páginas es porque un viejo amigo, conocedor de las malas artes del Charly, me advirtió de que éste me había localizado y de que pronto ajustaría cuentas conmigo. Así que, una vez que las autoridades me dejaron libre tras comprobar que yo no era el cabecilla de un supuesto complot marxista-leninista-maoísta contra la fallera mayor, no me quedó más remedio que tomar a toda prisa un autobús de línea regular que me trajo a Almería y ocultarme en este cuarto que Cocó, tan amable y fiel a nuestra amistad, ha puesto a mi disposición.
A la hora a la que esto escribo, las cuatro de la tarde, todo está tranquilo. Desde mi ventana sólo veo geranios presos en lontananza que, como yo, lloran sus pétalos tras negras rejas. ¡Me rindo! Desde este mismo instante decido abandonarme a mi destino, alea jacta est, como un bote al pairo. Tan poco me importa que hace meses que no me exploro el sistema asentador para vislumbrar mi sino y lo único que hago es ayudar a Cocó a preparar croquetas según la receta de su madre, al parecer buena cocinera y mejor meretriz, toda una leyenda en este barrio desfallecido.
Las campanas de la catedral, como apuntaba, me recuerdan que son las cuatro de la tarde. Entra una luz caliente y listada en la casa y Cocó duerme la siesta. Lo sé porque, a pesar de haber sido una fina y estilosa artista de varietés, ronca como un jabalí estepario y en más de una ocasión me he despertado oyéndola, presa del pánico, convencido de que la Legión Cóndor se aproximaba para bombardear la localidad. Pero no se lo tengo en cuenta porque sé que su amistad es pura y sincera, y eso que nos conocimos per accidens, cuando tuve que hacer la mili en el vecino centro de reclutamiento e instrucción de Viator.
Corría el año 1966 y yo era uno de tantos quintos a los que por desafortunada insaculación les había tocado prestar su servicio militar en las deshidratadas planicies almerienses. Enseguida pudo comprobarse que mis dotes físicas no eran las más adecuadas ni para el entrenamiento ni para el uso de las armas, pero gracias a la formación recibida en el seminario logré ganarme el respeto de mis compañeros y mi superior jerárquico, un brigada alcoholizado que vio abrirse los cielos, alabado sea el Señor, cuando constató que se podía aprovechar mi educación para liberarlo a él de todas las tareas administrativas que interrumpían sus etílicos quehaceres. Corrió la voz entre la suboficialidad y muy pronto mis tareas de administración e intendencia en el cuartel se extendieron a ámbitos más privados, de suerte que se me encargaba la revisión de sus contratos bancarios, de sus herencias y hasta de la redacción de románticas cartas a sus amadas. Aunque es bien merecida su fama de pendencieros, malhablados y borrachines, no sería justo dejar de reconocer que también eran agradecidos. Y así, un sábado por la tarde me invitaron a acompañarlos a La Manca, taberna muy conocida por la variedad de sus especialidades culinarias y carnales y que en aquellos días era lugar de obligada peregrinación para todos aquellos que, como yo, sentían la soledad del servicio a la patria.
Henchido de gratitud y orgullo acepté la invitación. Quizá fue un tanto ostentosa nuestra llegada, puesto que la autoametralladora AML-60, con doble cañón y mortero de retrocarga, no era un vehículo discreto, pero fuimos recibidos con acogedora algarabía por la mesonera y sus cacareantes auxiliares, tan ligeras de ropa como de palabra. Yo me encontraba algo perdido en aquel ambiente, puro y doncel como era, y mientras mis compañeros entraban en los aposentos privados como un cardumen de pirañas con hipertestorenonemia, yo preferí permanecer acodado en la barra de madera y escuchar la suntuosa voz de Cocó Satén, que entonaba Tatuaje con tantos gallos como sentimiento. Su tono, grave y desgarrado, me compró el alma y desde ese momento aproveché todos mis permisos y salidas para ir a verla cantar, una y otra vez, con la vaga esperanza de que se percatara de mi presencia y aceptase una invitación, aunque sólo fuera por mirarla de cerca y guardar su aroma en mi recuerdo. Lo conseguí, finalmente, un domingo de marzo, cercana ya la licencia.
Llovía a mares y encontrábame solo en la covacha. Las chicas fumaban con la mirada perdida y las carnes cansadas y Cocó, desubicada sin su habitual grey de soldados y marineros, se me acercó lentamente. Bastó una mirada desmayada y el vaivén de sus caderas para que la siguiera, hipnotizado, hasta el cuarto más escondido de aquel conventillo pecaminoso. Un tragaluz revelaba la presencia de un colchón y una silla de enea en la que Cocó iba dejando con distraída elegancia cada una de sus prendas. Yo la observaba, convertido ya en su esclavo, y no dudé en obedecerla cuando me sugirió que me dispusiese en postura genupectoral sobre el venéreo futón, como si estuviese observando un atardecer en Melilla. Pero hete aquí que, justo en ese instante, se abrió el cielo y un certero rayo de luz perfiló algunas formas a mi juicio demasiado agudas en el cuerpo excitado y excitante de Cocó. Me surgieron algunas dudas, quién sabe si por mi bisoñez en temas carnales, y preferí situarme mirando a una localidad más septentrional, por lo que pudiera pasar. Y entonces, como una revelación, lo entendí todo. Y la miré, y ella supo que en mis ojos había respeto y cariño, y, resignada pero agradecida, me confesó su nombre: Francisco José.
Aquella relación, inicialmente comercial, daría paso a un sincero y mutuo afecto que logramos mantener vivo a pesar de los años transcurridos y gracias al cual he conseguido ocultarme de mi archienemigo. Pero soy consciente de que el Charly, tarde o temprano, volverá a localizarme y que debo encontrar la forma de saldar mi deuda con él y con su familia. Me duele reconocerlo, me consume las entrañas, pero como el orgullo y la pobreza son la misma pieza, acudiré a la única persona que me puede ayudar para solucionar de una vez por todas este grave problema: don César Casanova. Mi padre.