Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 67 – Verano 2022
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

La calle es oscura, diría más bien de una oscuridad grisácea, ésa que, pese la escasa visibilidad, permite distinguir sin dificultad tanto el pavimento empedrado como las siluetas de las construcciones que la enfilan. Comienza a llover, con mansedumbre, sí, como pidiendo permiso para humedecer la chaqueta que cargo. ¿Por qué decidí andar este triste asfalto protegido por cubos de basura y vagabundos apoyados en paredes ruinosas? No sé decirlo. Sólo sé que a mi espalda subsiste la referencia de la esquina que aún cede al tenue resplandor de la avenida, dada la hora, poco transitada.

Hoy hace una semana que llegué a la gran ciudad arrastrando excesivas dudas. Dentro de la piel duerme el viajero por obligación, no por vocación. El ser que arrastra contingencias acopiadas en una reciente e incesante serie de negatividad, un llamado de atención y la necesidad de tomar medidas definitivas contra esa escalada de desaliento y congoja.

Es más, desde que la Compañía me envió a esta ciudad no había cerrado ninguna venta, y errar sin interés tendía a convenirse en un hábito alejado de lo que había sido mi costumbre hasta el aciago día en que las expectativas se redujeron a cero. Moverme sin sentido, da lo mismo una acera que otra. Mejor la oscuridad que la fosforescencia, la soledad que ese cortejo de seres desconocidos, también crónicos de sí mismos.

La lluvia ahora es más intensa. Refugio mis cavilaciones junto a una vieja y desvencijada puerta que, hinchada por la humedad, es incapaz de cerrarse del todo. Comunica a una escalera de madera con escalones no menos gastados. A la izquierda, seis buzones repintados de verde, y a la derecha, una pared alardeando de un indefinido descascarado color. Atino a sentarme para contemplar cómo, en su caída, el agua lo salpica todo y, entre desperdicios, modela pequeños charcos a las que sólo añadiré un barquito de papel.

Arranco una página del obeso catálogo donde pernoctan dibujados los productos con los que comercio. Doblo el papel por la mitad, en la parte superior pliego los dos ángulos superiores, formo un triángulo y persisto hasta ver en mis manos un bonito velero.

Contemplo con satisfacción el barquito. Lo imagino navegando los distintos lagos del callejón. El orgulloso tripulante en proa indica virar a estribor. Pero no me levanto, sigo en el escalón, con frío, dudas y la excitación por volver a la calle o el temor a que alguien decida utilizar la escalera y me vea obligado, como tantas veces, a dejar paso a otro ser que proclama morar donde me refugio.

Quiero por un instante volver a ser el mismo que por primera vez salió a ganarse la vida. Sí, como se decía por entonces. Tienes que ganarte la vida, luchar, construir tu propio camino, destino. Creía en mí, en mis fuerzas, las ganas de alcanzarlo todo, buscar nuevas formas de ver, sentir, ser feliz. Creer, es hermoso creer, tener fe en algo, aunque sólo sean un montón de papeles, folletos cargados de imágenes y convincentes textos andando dentro de un portafolios.

La lluvia ya arrecia, me incorporo. Comienzo indolente a ascender los escalones. Tres pisos para estirar las piernas, especular con regresar al hotel y plantear esta afligida vida, el trabajo, de otra manera. Siempre fui un comercial responsable, con buenos resultados, y ahora no puedo apartar memoria, de masticar recuerdos, cuitas, del tiempo sin retorno.

Asciendo entre crujidos de madera. Una puerta frente a otra y todas cerradas. Cuál será el dilema de la madera. Muy diferente al mío. Apuesto que no tiene recuerdos, desconoce los pies que ascienden o descienden su actual condición de escalera, ignora el aserradero, la sierra, el cepillo y menos aún se siente árbol. Ignora si alguien le grabó un corazón atravesado por una flecha junto a dos nombres. La madera está muerta. Muerta a golpes de hacha. Sin embargo, no descansa. Es una escalera.

La fatiga alcanza el último tramo. Confieso no tener noción de lo que hago. En el rellano, la puerta de la derecha está entreabierta y el haz de luz asomado indica que debo entrar.

Empujo despacio. Temo lo que pueda encontrar, pero para mi sorpresa, ella está allí. ¿Cómo has llegado? ¿Qué haces en esta cripta? Espera tumbada en su sofá favorito. Una teñida copa de vino volcada en la alfombra duerme su borrachera. Indiferente no oculta nada que pueda percibir. No concibo cómo pudo trasladar los muebles del salón de nuestra casa a este lugar. Tengo la sensación de ser protagonista de una película mientras la soledad se ahonda en los restos de este cuerpo dolorido. Alrededor veo sombras de gatos gigantescos danzar entre los cubos de basura que algún ayudante de cocina, cansado, acaba de sacar a la calle. Envidio a los gatos que, tras una larga espera, ven recompensada su paciencia sin dejar de desprender dignidad. Y comen acompañados por el canto de algún borracho rezagado que, entre una suerte de blasfemias, intenta recordar, sumido en el desasosiego y la extenuación, el camino de retorno a la mujer amada, lejana.

Cruza las piernas. Parece otra, pero es la misma. Acentúa un gesto de distancia antes nunca percibido en ella. Sus palabras, otrora recurrentes, son ahora voz de una sentencia firme a la que no cabe apelación alguna.

 —Sabía que iba a encontrarte aquí. En este destartalado edificio oculto en el más ruinoso y oscuro callejón. ¿Por qué? Porque siempre has estado en el sueño de los injustos, en la ruina de engordar empresas al tiempo de compadecer tu propia ruina.

Apenas atiné a balbucear mi respuesta, como si todas las técnicas de venta aprendidas no tuvieran peso para rebatir esa pregunta, afirmación, sentencia.

—Qué simpleza la tuya. Conoces la pelea. Te busqué en el cielo, noche y día. Creí verte en desiguales paisajes. Pero sigues esbozada en la serenidad de las aguas de un estanque, espejismo andante que es clamor y renuncia al camino. Sí, también has llegado aquí, al otro lado de la puerta, en el mismo viejo edificio al que me condujo la lluvia. En la misma calle obscura a la que tampoco has de escapar. Puedes decir algo, aparte de que esto es el final.

Extiendes la mano. Cuánto deseo de tenerla entre las mías. Oscilo entre el haz de luz, la sorpresa y la miseria. No sabría decir si desapareces o es sólo el trastabille que zarandea mi cuerpo y aleja los sueños de la puerta.

Los pensamientos me arrastran. Ellos y los huesos desplomados en el rellano junto a la arista del primer escalón. Quedas en la habitación. Los vecinos se asoman a la escalera justo cuando esta cabeza desciende, en busca de la abertura que conduce a los gatos, los cubos de basura, la lluvia. Confuso, como estoy, es imposible afirmar que más allá de los charcos, los pasos deserten al callejón, a la vida. Los catálogos se destiñen fuera del portafolio abierto por el golpe. Entre gemidos oigo la sirena. Será la ambulancia o la policía. Queda la impresión de que es lo último que voy a oír. Trato de incorporarme, pero nada responde. Nadie responde.