Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 67 – Verano 2022
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Cuando vivimos una vida en la que se nos ha causado mucho dolor y sufrimiento, es muy comprensible que se nos pase por la cabeza la utópica y absurda ilusión de empezarla de nuevo, conociendo de antemano las causas de nuestro mal, para evitarlas a toda costa. Pero cuando los motivos que tenemos para desear semejante utopía no son suficientes, entonces...

A sus sesenta y cuatro años, Ramiro se consideraba un hombre feliz y satisfecho con su vida. Estaba casado, tenía dos hijos, ya emancipados y con sus vidas bien encarriladas. Eran dos jóvenes inteligentes y sensatos. Adela, su mujer, era una verdadera bendición para él. Hasta hacía cinco años, ella desempeñaba su profesión de fisioterapeuta, pero desde entonces lo dejó para dedicar su vida plenamente a su casa y su marido.

A Ramiro le faltaba un año para la jubilación. Su cargo de director del departamento de contabilidad de unos grandes almacenes llenaba satisfactoriamente su vida, pero sentía que ya necesitaba el descanso. En los días de trabajo intenso, al volver a casa, Adela era un bálsamo para él. Sus conocimientos profesionales permitían reducir los dolores musculares al aplicarle en cuello, hombros y espalda un masaje relajante que le hacía sentirse muy reconfortado y enormemente agradecido a su esposa. Ambos se querían con ese amor que sólo proporcionan los muchos años de convivencia. Llevaban cuarenta años casados. Los dulces y claros ojos de Adela y la amabilidad y el cariño con que lo trataba hacían que Ramiro se sintiera feliz, aunque a menudo echaban de menos las espaciadas visitas de los hijos y nietos.

Pero como muy pocos se conforman con lo que tienen, Ramiro no era una excepción en este sentido. Por algunos rincones de su cabeza daban vueltas algunas cosillas que no habían terminado de ser digeridas: un primer amor traicionado, un amigo desleal que le arrebató la mayor ilusión de su vida, y una vocación profesional frustrada. Él no quiso ser contable, sus padres casi le obligaron a cursar estos estudios. Su gran vocación siempre fue la cocina y haber llegado a ser chef en un restaurante de lujo. En su casa preparaba, en muchas ocasiones, platos de su invención que hacían las delicias de Adela y sus hijos. Era muy frecuente escucharle decir: «Si volviera a empezar, mi vida sería muy diferente».

Los grandes almacenes se encontraban en el periodo de mayor actividad. El departamento de contabilidad tenía que vérselas con el cierre anual de cuentas, balances anuales, inventarios y todo lo que acarrea la actividad propia de un gran centro comercial. Eran días de intenso trabajo, comidas rápidas, poco dormir y poco descanso. Cuando todas estas arduas tareas llegaron a su término, Ramiro estaba extenuado. Aquella noche, cuando llegó a casa, Adela vio el agotamiento en su cara, sus hombros caídos y sus ojos cansados. Rápidamente preparó para Ramiro un baño caliente y después lo tumbó en su camilla de fisioterapia y le aplicó un masaje en la planta de los pies, el cuello, los hombros, la espalda y la columna vertebral. Le dio un pijama limpio y una bata abrigada que le hizo entrar en calor mientras tomaba una cena bien caliente que le preparó su mujer. Ramiro miró a Adela con ojos llenos de gratitud.

Adela le aconsejó que se acostara enseguida, él necesitaba con urgencia el descanso. Ramiro se introdujo en la amplia cama matrimonial y dejó caer la cabeza en la almohada, cerrando los ojos. Tal era su cansancio que apenas pudo darse cuenta del suave beso que Adela depositó en su frente. Se durmió al instante y se sumergió rápidamente en lo más hondo del sueño.

Tres horas después de caer profundamente dormido, Ramiro experimentó en su cerebro un extraño fenómeno: su conciencia con la memoria de todos los recuerdos de su vida sufrió una especie de división, semejante a como lo hacen los núcleos de las células en la mitosis. Su conciencia y su memoria quedaron escindidas en dos mitades idénticas. Con una de estas dos mitades, despertaría al día siguiente y reanudaría su vida habitual con Adela. La otra mitad, idéntica a la anterior, sería transferida a otro tiempo, a otro lugar.

El niño pedaleaba despacio montado en su bicicleta de juguete. Lo hacía por el tramo de acera próximo a su portal, donde sus padres vigilaban sus idas y venidas. Tras concluir de recorrer uno de los cortos tramos, el niño inició de nuevo el giro de retorno. En ese momento, una señora amiga de sus padres lo detuvo para preguntarle alegre y cariñosamente:

—¡Hola pequeño!, ¿estás jugando con la bicicleta?

—Sí —contestó el niño.

—¿Cuántos añitos tienes? —preguntó de nuevo la señora.

El niño alzó su mano derecha y extendió tres deditos.

—Y ya sabes ir en bici, ¿verdad? —insistió la señora.

El niño contestó afirmativamente con la cabecita, mientras en su cara aparecía una sonrisa infantil y sus ojitos inocentes brillaban de alegría. La señora se despidió del niño y de sus padres y continuó su camino.

El pequeño se dispuso a concluir el giro que había iniciado con su bicicleta. Sus manitas asieron el minúsculo manillar y su pierna derecha dio un impulso al pedal. Casi había terminado el giro, cuando en ese instante se produjo la transferencia. El niño se detuvo sobresaltado. Alzó la cabeza y miró con asombro a su alrededor. Sus padres observaron que algo le había sucedido al pequeño. Se acercaron rápidamente al niño y su padre se acuclilló ante él.

—¿Qué te pasa Ramiro? —preguntó preocupado su padre.

Ramiro no salía de su asombro. Ante él estaban sus padres, tan jóvenes, tal y como él los recordaba de niño. Miró en torno suyo, estaba delante de la casa donde naciera. Su cuerpo era de niño y estaba sentado en una bicicletita de tres ruedas. Volvió a mirar a su padre, no sabía qué contestarle. Sus padres se miraron muy preocupados.

—Sus ojos no son los de un niño —dijo su padre—, tienen el mirar de un adulto.

La madre se inclinó sobre el niño y le pasó una mano por los finos cabellos.

—¿Sabes quién soy? —preguntó al niño.

—Sí, mamá —contestó Ramiro con voz infantil.

Pero había mucha diferencia entre aquella voz y su mirada.

Ramiro comprendió que algo muy extraño le había sucedido. Se encontraba dentro de un cuerpo infantil de tres años, su propio cuerpo cuando tenía esa edad. Sin embargo, él tenía toda la experiencia y el conocimiento de sus sesenta y cuatro años. Se vio de nuevo entre sus padres cuando eran muy jóvenes, en la calle y en la casa donde nació. Todavía vivían sus abuelos paternos con ellos, y aunque todo parecía normal, sus padres y abuelos vieron en Ramiro una mirada que no era la de un niño, ya que se parecía mucho a la de un adulto. Esta extraña circunstancia los preocupó mucho y acudieron al médico. El doctor también reconoció que aquella mirada no era infantil, pero supuso que se trataría de un caso de inteligencia precoz o de un niño prodigio. La verdad es que el hombre no tenía ni idea de qué podría tratarse aquello.

Aquella noche, mientras sus padres dormían, Ramiro, acostado en su cuna infantil, permanecía despierto pensando en aquella insólita situación en que se encontraba. Sus movimientos todavía eran los movimientos torpes de un niño de tres años, pero sólo era una cuestión de tiempo desarrollar seguridad y habilidad en sus brazos y piernas, así como ir cambiando poco a poco la voz. Sin embargo, su inteligencia era madura y estaba completamente desarrollada. Esto lo asustaba un poco, pero, por otro lado, se sentía eufórico, pues comprendía que ahora tenía el control total de su vida. Recordaba perfectamente todo lo que le iba a suceder de ahora en adelante, qué errores iba a cometer y qué aciertos iba a tener, qué personas le iban a hacer daño y qué personas lo iban a querer. En definitiva, tenía el inmenso privilegio de poder cambiar su vida a su antojo. Era lo que siempre había soñado: empezar de nuevo.

En la relación con sus padres y abuelos procuró no mostrar una comprensión muy inteligente de las cosas, trataba de parecerse en todo lo posible a un niño. Quería a sus padres y abuelos con el mismo amor que sintió de niño, pero estaba muy decidido a cambiar algunas decisiones de sus padres con respecto a él. La primera de ellas sería la elección del colegio al que asistiría a partir de los seis años. Después pensó en Adela. Él era dos años mayor que ella, luego Adela tendría ahora un año y todavía no habría venido a vivir a su ciudad. Ella y sus padres se establecerían allí cuando Adela tuviera doce años. Pero también llegaría el momento de Beatriz, y esto sí que le preocupaba, comprendía muy bien que no sabría cómo iba a lidiar con aquella dificilísima situación para él.

Transcurrieron tres años y Ramiro cumplió los seis. Había llegado el momento de ingresar en el colegio para iniciar la enseñanza primaria. Ramiro sabía muy bien cuál iba a ser ese colegio y no estaba dispuesto a estudiar en aquel centro académico privado, que impartía las enseñanzas desde primaria hasta bachillerato. Un director autoritario y mala leche, unos profesores poco comprometidos y gustosos por humillar a los alumnos, un pequeño grupo de compañeros golfos y violentos de los que había sufrido más de una agresión por ser el listo de la clase, hicieron que Ramiro estuviera firmemente decidido a no ir a ese colegio en modo alguno.

Hacia mediados de septiembre, los padres de Ramiro le anunciaron que pronto iría al colegio. Ramiro, con la mayor inocencia que pudo exteriorizar, preguntó cuál sería ese colegio. Sus padres le confirmaron el que Ramiro sabía muy bien. El chico se plantó ante sus padres y con toda seriedad les dijo que a ese colegio no quería ir. Sus padres le miraron asombrados y le preguntaron:

—¿Y eso por qué?

—No lo sé, pero a ése no quiero ir.

Ramiro no pudo evitar que aflorara a sus ojos una mirada inteligente de indignación. Su padre captó esa mirada y se dio cuenta de que a su hijo le ocurría algo que escapaba a su comprensión, algo que no comprendería nunca.

—¿Puedes explicarme por qué, Ramiro? —preguntó su padre.

—No lo sé, pero no quiero ir, papá.

—Entonces, ¿a cuál quieres ir?

Ramiro tenía muy claro cuál era el colegio de su preferencia, que no era otro que el colegio privado al que acudía su mal recordado amigo Toni. Un colegio de mayor nivel, mejor profesorado y sin grupitos de golfos violentos.

—Al colegio que está en la Gran Vía —contestó a su padre.

—Pero ése está más lejos de casa —argumentó su padre.

—Sí, papá, pero yo sé ir.

—Y además, cuesta más dinero —objetó de nuevo su padre.

—Quiero ir a ése, papá, por favor —insistió el niño.

Sus padres intercambiaron una mirada de desconcierto.

—Sal un momento, Ramiro, tu madre y yo tenemos que hablar sobre esto.

Una vez hubo salido Ramiro de la salita, el padre dijo dirigiéndose a la madre:

—Estoy convencido de que este crío sabe las cosas de antemano, es como si ya hubiera pasado por esto.

La madre, angustiada, trató de encontrar una explicación:

—Tal vez el doctor esté en lo cierto y se trate de un niño prodigio que sabe muy bien lo que quiere. Intentemos hacer lo que él dice, a ver qué resultado da.

—Sí, Carmen, pero vamos a tener que ajustarnos mucho en nuestro presupuesto.

—Si puedes hacerlo, inténtalo, Ramón —suplicó la madre.

Ramiro ingresó en el colegio de la Gran Vía. Dada su corta edad física, tuvo que aprender de nuevo el uso del lápiz y a trazar líneas en el papel. Ramiro sonrió interiormente: «Tiene gracia volver de nuevo a practicar con los palotes», pensó. Pero su desarrollada inteligencia adulta le permitió evolucionar con extraordinaria velocidad en todos sus quehaceres colegiales. Esto convenció más y más a sus padres de que el médico tenía razón: su hijo era un niño prodigio.

Ramiro concluyó toda la enseñanza primaria con una progresión espectacular. Continuó en el mismo colegio durante la etapa del bachillerato elemental y superior. Sus notas eran prodigiosas y sus padres estaban enormemente orgullosos de aquel hijo tan superinteligente que les había tocado en suerte. Toni, su compañero, intentó por todos los medios ser su amigo íntimo, pero Ramiro siempre lo rechazó, aquel pretendido amigo le iba a hacer mucho daño. Toni estaba muy lejos de las capacidades intelectuales de Ramiro, pero era más alto, atractivo, fuerte, extraordinariamente simpático y un verdadero atleta. Cualidades y virtudes que un día acabarán con el más bello sueño de Ramiro.

Era mediados de mayo, Ramiro tenía diecisiete años y le quedaba muy poco para acabar su etapa de bachillerato superior; pero también quedaba poco, muy poco, para que llegara Beatriz a su vida. El sábado 22 de mayo la iba a ver por primera vez, y de aquel encuentro nacería un amor que duraría tres maravillosos años, hasta que llegó la puñalada traidora. Beatriz lo abandonó por otro, de quien se enamoró perdidamente. Beatriz lo abandonó por Toni.

Ramiro vivía angustiado esos días de espera. La solución era sencilla, sólo tenía que quedarse en casa todo el día y no intentar verla nunca, pero él sabía que eso le iba a resultar imposible. La atracción que Beatriz ejercía sobre él era irresistible. Llegó el día del encuentro, Ramiro estaba pálido y acosado por la ansiedad. Su madre se lo notó.

—¿Qué te ocurre, hijo?

—Nada, mamá, voy a salir a dar una vuelta y relajarme un poco.

Su madre lo vio partir algo preocupada, Ramiro nunca había estado así. Él se dirigió al parque, donde en el cuarto banco de la derecha del paseo central estaría ella sentada repasando sus apuntes. Se mirarían y entre ellos se produciría el flechazo tan fatal para él. Cuando Ramiro entró por la puerta principal del parque, sus piernas y manos temblaban. Se encaminó hacia el paseo central y la vio de lejos. Estaba donde tenía que estar, en el cuarto banco de la derecha, con la cabeza inclinada sobre sus apuntes. Su boca se secó y el corazón le palpitó alocadamente. Ramiro se detuvo. Quiso tranquilizarse pero no pudo. Comenzó a caminar fascinado hacia el cuarto banco como un autómata. Cada vez la tenía más cerca. Cuando llegó al tercer banco pasó lo que él ya sabía. Ella levantó la cabeza y lo miró un momento. A continuación sus labios se abrieron en aquella enloquecedora sonrisa. Ramiro volvió a acusar el impacto del flechazo amoroso, que esta vez dolió mucho. Tragó saliva, la vista se le nubló y se detuvo un momento, miró al suelo y trató de buscar fuerzas donde no las había. Volvió a levantar la cabeza, clavó la vista al frente e hizo acudir a su mente la dulce imagen de Adela, a la que se abrazó con todas sus fuerzas. Temblándole todo el cuerpo, siguió caminando en línea recta, pasó por delante de Beatriz sin volver la cabeza y continuó caminando. Preso de aquellos temblores consiguió llegar al recodo del paseo, se internó en él fuera de la vista de Beatriz y, apoyándose en el tronco de un árbol, rompió a sollozar en silencio. Comprendió que tenía que huir desesperadamente, echó a correr con todas sus fuerzas hacia su casa. Entró en ella en tromba, se introdujo en su habitación arrojándose sobre la cama y lloró desconsoladamente.

Llegó junio y Ramiro aprobó todos sus exámenes de bachillerato con la máxima nota. El doloroso trauma de Beatriz pudo superarlo con la ayuda del recuerdo de Adela. Y precisamente ahora había llegado el momento de Adela. Ese verano iban a conocerse. Adela iba a ser su bálsamo, su consuelo y el amor de su vida, no el más apasionado, pero sí el más verdadero. Sin embargo, Adela tendría que esperar todavía unos años. Ramiro había decidido, una vez más, introducir en su vida otro de los cambios más drásticos e importantes para él: reorientar su futuro, con Adela como colofón final.

Transcurrido el verano, su padre lo llamó un día a su despacho. Tenía que hablar con Ramiro sobre sus estudios universitarios y el hombre quería que su hijo estudiara contabilidad como él. Una vez tuvo a Ramiro sentado ante su mesa, abordó el tema de los estudios. Pero, otra vez más, se encontró con la firme oposición de su hijo.

—No quiero estudiar contabilidad, papá.

Ramón miró a su hijo. Volvió a ver en aquella mirada que Ramiro ya había tomado su propia decisión. Y una vez más comprendió que su hijo sabía mejor que nadie lo que le convenía.

—Bien, Ramiro, ¿qué has decidido?

—Quiero estudiar alta cocina —contestó Ramiro—, quiero ser chef de cocina en los mejores establecimientos hosteleros de España o del mundo.

Su padre quedó estupefacto. Sabía la gran afición que sentía su hijo por la cocina, pero que quisiera hacer de esto su futuro no se lo esperaba.

—¿Estás seguro de eso, hijo?

—Sí, papá, es mi gran vocación y tiene tanto futuro y tantas posibilidades, o más, que el de contable.

La determinación que había en aquellos ojos hacía imposible cualquier objeción.

Durante tres años, Ramiro asistió con todo afán e ilusión a una escuela de cocina de renombre. A lo largo de esos años hizo una gran amistad con un nuevo amigo: Sergio. Su amigo cursaba los mismos estudios que él, sus vocaciones eran idénticas. Esta amistad fue creciendo a lo largo de los años y siempre se mantuvieron en contacto. Sergio fue el mejor amigo que tuvo nunca. Finalmente, Ramiro culminó sus estudios y el excelente rendimiento obtenido llegó pronto a oídos de los directores de grandes cadenas hoteleras. Una de ellas le hizo una importante oferta de trabajo en uno de sus establecimientos en Benidorm. Comenzó como segundo cocinero, pero no tardó nada en hacerse con la titularidad y dirección de la cocina del hotel. Aún no había transcurrido un año, cuando recibió una suculenta oferta para trabajar como chef de cocina en uno de los hoteles más lujosos de Benidorm.

La vida de Ramiro, con respecto a su anterior vida, había dado un giro completo. Con veintidós años, ganaba dinero y disfrutaba al máximo de su trabajo. En aquella ciudad tan turística nunca le faltaron chicas con las que salir y divertirse, acabando muchas de ellas en su cama. Pero Ramiro no era un cabeza loca y todo esto de la diversión nocturna acabó cansándolo, como toda abundancia acaba cansando, y transcurridos dos años, la necesidad de Adela se le hizo imperiosa.

Con veinticuatro años, la edad que tenía cuando se casó con Adela, se despidió del hotel donde trabajaba y regresó a su ciudad en busca de su verdadero amor. Trabajo no le iba a faltar, su nombre era muy conocido en el mundo hostelero. Pero la prioridad para él era, ahora mismo, encontrar a Adela y casarse con ella. No le preocupaba que pudiera estar ya comprometida con otro. Se sentía seguro de Adela y sabría cómo descomprometerla.

Una vez en su ciudad, alquiló un apartamento, quería vivir con independencia de sus padres, a los que pensaba visitar a menudo. Pero su prisa era ir a por Adela. Sabía dónde vivía y aquella mañana se dirigió ansiosamente a buscarla. Decidió ir caminando para disfrutar más del momento. Tan centrados estaban sus pensamientos en ella que al bajar de la acera para cruzar una importante calzada no advirtió que el semáforo de peatones lo tenía en rojo. Pese al escalofriante frenazo, el Alfa Romeo no pudo evitar impactar contra Ramiro, que salió lanzado varios metros por el aire. Cuando la ambulancia entró en urgencias del hospital, los médicos atendieron con prioridad a Ramiro y descubrieron que tenía completamente destrozada la cadera izquierda. Ramiro no podría volver a caminar nunca más sin la ayuda de una muleta.

Avisado por sus padres, Sergio acudió de inmediato al hospital a ver a su amigo. Ramiro estaba destrozado, física y moralmente. ¿Lo aceptaría ahora Adela? Este pensamiento lo llenaba de desesperación. Tras varias operaciones y muchos meses de rehabilitación, Ramiro pudo volver a caminar, eso sí, siempre con la ayuda de la muleta. Durante todo ese tiempo, su amigo Sergio no se separó casi nunca de él. Hasta que llegó el día en que Ramiro decidió volver de nuevo a buscar a Adela, pero esta vez su seguridad había bajado muchos enteros. Sergio quiso acompañarlo, pero Ramiro no se lo permitió.

—No, Sergio, esto he de hacerlo yo solo —dijo a su amigo.

Pero su amigo no las tenía todas consigo. El día en que Ramiro salió en busca de Adela, Sergio lo siguió a prudente distancia.

Aquel día era domingo. Tras un rato de seguir a su amigo, Sergio vio que éste se internaba en una calle, hacia cuya mitad se encontraba aparcada una limusina adornada con flores. Estaba detenida frente al portal donde vivía Adela. Ramiro, al ver el vehículo, se quedó desconcertado. Se detuvo y se agarró fuertemente a la muleta. Muy poco después salieron del portal. Adela, vestida de novia y cogida del brazo de su padre, se metió rápidamente en la limusina, pues andaban escasos de tiempo. Era el día de su boda. Ramiro quiso morirse. Recordó que Adela y él se casaron en la parroquia que pertenecía al distrito donde vivía ella. En su desesperación echó a andar lo más rápido que podía en dirección a la iglesia donde se casaron. Estaba seguro de que allí la encontraría. Sergio seguía tras él, muy preocupado.

Ramiro llegó jadeando a la iglesia y entró en ella. El recinto estaba lleno de gente y en el altar se encontraban Adela, su futuro esposo y los padrinos. El sacerdote estaba iniciando los ritos del casamiento. Por el pasillo central del templo, Ramiro caminaba penosamente y con el rostro descompuesto.

—¡No, Adela! ¡No, no te cases, Adela! ¡Espera, Adela, soy Ramiro!

Se produjo una conmoción entre los asistentes al rito religioso. Adela y Raúl se volvieron desconcertados y vieron a un pobre individuo agarrado a una muleta y con lágrimas en los ojos que gritaba el nombre de Adela.

—¿Quién es? —preguntó Raúl.

—No tengo ni idea, no lo he visto en mi vida —contestó Adela.

El sacerdote detuvo la celebración de la boda y rogó que ayudaran a aquel pobre hombre a salir del templo. Ramiro había caído de rodillas sujetándose a su muleta llorando y sin dejar de gritar:

—¡No, Adela, no! ¡No lo hagas, Adela! ¡No lo hagas, por favor!

Sergio llegó rápidamente hasta su amigo, lo alzó por las axilas y, pasando un brazo de Ramiro por sus hombros, lo ayudó a salir poco a poco de la iglesia. Restablecido el orden, se reanudó el oficio religioso y Adela y Raúl se casaron.

Sergio condujo a Ramiro a su apartamento y lo acostó en la cama. Ramiro estaba destrozado y tenía los ojos idos.

—¿Te preparo un calmante, Ramiro?

En su angustioso estado, Ramiro no podía contestar. Al fin pudo decir unas pocas palabras:

—No, Sergio, no hagas nada, sólo necesito estar solo.

—¿Quieres que me vaya? —preguntó Sergio.

—Sí, por favor, querido amigo, quiero pasar esto en soledad.

—No se te ocurrirá ninguna barbaridad, ¿verdad? —preguntó asustado Sergio.

—No, Sergio, ve tranquilo, no debes preocuparte de nada.

Cuando Sergio salió del apartamento, Ramiro se hundió en las profundidades de la amargura.

—¿Qué he hecho, Dios mío, qué he hecho? Te he perdido, Adela, te he perdido para siempre.

El dolor y la desesperación le hacían repetir continuamente las mismas palabras.

—Te he perdido, Adela, ¡oh Dios!, te he perdido.

Ramiro tenía la cabeza apoyada en la almohada y su cara estaba bañada en lágrimas, mientras se mordía los nudillos de uno de sus puños cerrados.

—No me has perdido, cariño, estoy contigo, ¿por qué dices eso?

¿Esa voz? ¿De dónde salía aquella voz tan querida?

Notó una mano suave acariciarle los cabellos y percibió un perfume suave y conocido.

—¿Adela? ¿Has venido, Adela? —preguntó ansiosamente Ramiro.

—Nunca me he ido, cariño, estoy a tu lado y no me has perdido, y quiero ayudarte a salir de ese mal sueño —dijo la voz tan amada.

Lentamente, Ramiro fue emergiendo de las profundidades del horror. Al fin abrió los ojos. Vio que estaba en su dormitorio, acostado en su cama, y a su lado el dulce cuerpo de su esposa. Cuando la realidad se abrió paso en su mente, volvió la cara y miró a Adela. En silencio se abrazó fuertemente a ella y comenzó a llorar liberando toda su amargura. Entre sollozos dijo a su esposa:

—Si algún día me vuelves a oír decir que si volviera a empezar, mi vida sería muy diferente, por favor, rómpeme una botella en la cabeza.

—¿Por qué dices eso, tonto?

—Porque la absurda idea que tenemos algunos de desear volver a empezar con pleno conocimiento del pasado es una falsa ilusión que nos libraría de errores pasados, pero no de errores futuros y probablemente fatales. Debemos disfrutar intensamente y cada día de todo lo bueno que tenemos y olvidar para siempre todo lo que de doloroso tenga el pasado.

—Sí, cariño, tienes razón, pero ¿por qué te has vuelto tan filósofo?

—Porque he vivido una pesadilla que no quiero volver a vivir jamás.

—¿Y qué ha sido eso, Ramiro?

—Volver a empezar mi vida —contestó su marido.