Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
67 – Verano 2022
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

(Tercera parte. Continúa de El Terelu, del número anterior)
Han pasado ya dos días desde que comí con el Terelu y sus primas políticas rusas y aún no tengo noticias de él. Supongo que fui un iluso al pensar que alguien tan mínimo pudiera ser útil a una persona de su privilegiada posición. Tempus fugit. Dos días esperando una misiva como lo haría la desazonada novia de un soldado destinado en el Kurdistán; o su visita personal, algo comprometedora porque tendría así la oportunidad de conocer la vergonzosa humildad del lugar donde me alojo; o una simple llamada, anunciada en mi celular con los salerosos primeros acordes de Amparito Roca, pues así fue configurado, según mis indicaciones, por una poco habladora dependienta en una tienda sin rótulos de origen centroasiático. No conocía la jacarandosa copla, por cierto, y la confundía continuamente con otras melodías de mayor actualidad pero menor criterio. Esto dilató el cierre de nuestra operación comercial durante más de tres horas, tiempo que consideré excesivo y poco conveniente para la salud psíquica de la propia vendedora, a tenor del color malva de su cara cuando me injuriaba al despedirse y propinaba puntapiés al cristal del escaparate.
Aprovecho estas horas muertas para seguir escribiendo, y ruego al lector me disculpe porque, llegados a este punto, creo que he centrado esta breve crónica en los aspectos más tangenciales de mi vida y no me he presentado adecuadamente. No obstante, y aun a riesgo de parecer presuntuoso y abusador de su confianza, creo que seguiré sin hacerlo por aquello de mantener un halo de misterio sobre estas memorias que, mucho me temo, no serían nada interesantes de no utilizar esta suerte de subterfugios literarios. Sí relataré, en cambio, la historia que me llevó a la cárcel, causa primigenia de los anteriores episodios y que, junto al presente, son la prueba más palpable de la ligereza con que los hados se tomaron el trabajo de fraguar mi buena ventura.
Habré de remontarme unos lustros, no más de cuatro, para encontrar el origen del relato. Por aquel entonces mi espalda aún no se encorvaba y, aunque nunca pasé de los sesenta kilos (escaso bagaje para un hombre que frisaba el metro con ochenta y cinco centímetros), los trajes que adquiría en un afamado bazar me conferían un aspecto más que adecuado para desarrollar mi trabajo como representante de bebidas espirituosas, tales como el güisqui local, un interesante orujo que por aquel entonces aún carecía de registro sanitario, y el famoso Licor 43, auténtico Martini patrio y base de los más deliciosos combinados. Perfumado con Heno de Pravia, afeitado y con ingresos regulares que me permitían un cambio de muda semanal, comenzaba mi ruta cada mañana con sereno entusiasmo y disciplina cartuja, a bordo de un rutilante 127 de novecientos tres centímetros cúbicos que la empresa había puesto a mi disposición para conquistar el difícil mercado de las ventas, fondas y mesones del campo cartagenero.
Me gustaba mi trabajo porque cada día era diferente del anterior y tenía la oportunidad de conocer, cual aventurero decimonónico, nuevos lugares y a las más variadas gentes, siempre dispuestas a hablar y a ser escuchadas. Se sorprenderían de las ganas que tiene cualquier persona de contar su vida. Así me lo dijo en su día un amigo periodista, que se confesaba feliz de ejercer por tal motivo «la profesión más sencilla del mundo», y a fe que estaba en lo cierto: los dueños de los bares, sus clientes habituales, los repartidores..., todos ellos agradecían ad infinitum que alguien los escuchara aunque fuera apoyados en una mugrienta barra, que es el auténtico confesionario, católico, evangélico o pagano, en tierras hispanas.
No me costó mucho tiempo asimilar que mis visitas eran mucho más eficientes y productivas cuando hablaba lo justo y me limitaba a escuchar y observar. El dominio de esta técnica tuvo, además, un efecto colateral que habría de traerme, aunque sólo durante un tiempo, grandes satisfacciones: la apertura del mundo femenino, hasta entonces territorio ignoto para mí. Acostumbradas como estaban a un tipo de cliente proclive al grito y el exabrupto, agradecían sobremanera la presencia de alguien que las trataba con algo más de cortesía y en quien podían verter los sinsabores de una vida rutinaria y sacrificada. La clave, como digo, era callar y mirarlas con atención, método eficaz como pocos especialmente desde que aprendí a dominar mi estrabismo y fijar la mirada en un punto único, de suerte que mis interlocutoras tuvieran la completa seguridad de que ninguna otra persona, animal u objeto, animado o inanimado, pudiere distraer mi atención.
Así pues, poco a poco me fui dando a conocer en la ruta y las amables venteras agradecían mis visitas con todo tipo de invitaciones y agasajos, deliciosos obsequios culinarios que me ofrecían primero en la barra y, no mucho tiempo después, en la intimidad de sus cocinas. Por primera vez en mi vida me vi en la obligación de dar gracias al Altísimo por su munificencia y su empeño en hacerme sentir como un soberano al que han sido revelados los arcanos del amor y la felicidad. Si no hubiera sido por su Voluntad, en modo alguno podría haber conocido a la dulce Carmen, a la recia Bibiana (mujer «de puerta mayor y dos asientos en el tranvía», como la habría calificado mi admirado Miguel Ángel Asturias), a la incomparable Rosa y su sobrasada casera... Siendo cierto que ninguna de ellas se ajustaría a los actuales cánones de belleza (ni a los pretéritos, me temo), todas ellas contribuyeron a llenar mi vacío existencial y a pintar los que han sido, probablemente, días más felices de mi vida.
Vivía un sueño. Pero sabido es que nunca salió nada bueno de mezclar el trabajo con las artes del amor. Que por la mañana, la siembra; y por la tarde, la hembra. Y aunque es verdad que mis donaciones de amor tenían lugar preferentemente en horario vespertino, el Señor no tardaría en someterme a otra de sus pruebas, esta vez encarnada en la figura de un banderillero, dueño de un popular restaurante de carretera y, a la sazón, atrabiliario esposo de María Cecilia, la bella posadera que habría de complicar mi, por entonces, dichosa existencia.
Jerónimo Ejido, en aquellos días banderillero de tercera, había adquirido el citado establecimiento con el peculio obtenido durante su breve carrera como novillero. Debía tener, según las crónicas taurinas de la época, buenos mimbres para convertirse en figura: planta, valor y conocimiento de los astados, pero su carácter volátil y de natural colérico, junto a la cornada de un novillo evocadoramente anunciado en los encerados de la plaza como «Castrador», le obligaron a cambiar el albero por el conejo a la brasa y otras especialidades. No era difícil adivinar las inquietudes del dueño del restaurante, puesto que éste rebosaba de carteles taurinos, cabezas disecadas y fotografías de sí mismo vestido de añil y azabache, que venían a acompañar a las baterías de jamones y embutidos, barriles de vino de la tierra y ristras de ajo que ambientaban una venta de lo más castiza. Engominado y altanero, siempre con camisa negra, se movía tras la barra como si hiciera el paseíllo en La Maestranza. Su ego carecía de parangón y no cabía en sí de gozo cuando los parroquianos se dirigían a él como «maestro» aunque sólo fuera para que les rellenara su vaso de cerveza. Fingía despreciar a sus aduladores de media tarde, mas no podía vivir sin ellos, sin esa dosis de falsa admiración que, junto al pacharán, le permitirían carburar hasta el final del día.
El alcohol, precisamente, fue la razón de que no pocas veces fuera yo testigo de las broncas y discusiones que, por el más nimio motivo, mantenía con empleados y clientes. En esas ocasiones su rostro se tornaba carmesí y su mirada peligrosa, porque tenía la costumbre de señalar con un cuchillo jamonero a sus interpelados como un torero lo haría con su estoque al entrar a matar. No era la visita más agradable de mi ruta habitual, mas cualquier atisbo de incomodidad quedaba difuminado por la presencia, siempre en segundo plano pero no por ello menos imponente, de su esposa María Cecilia. Beldad morena de mirada verde y murciana, insinuaba un cuerpo orondo pero fuerte bajo sus habituales vestidos floreados. Su andar era lento pero seguro, sostenido por unas pantorrillas que prometían un interior poderoso y de buena crianza, de una suavidad tormentosa anunciada por un mal disimulado vello supralabial.
El miedo a morir ensartado entre dos lomos embuchados hizo que no desplegara todas mis armas de seducción, así que apenas había mantenido con ella un par de breves y fútiles conversaciones. Por eso me sorprendió tanto que una tarde me entregara con disimulo una nota manuscrita en la que, sin ningún tipo de circunloquio ni eufemismo, me proponía que la visitara al día siguiente, aprovechando la ausencia de su consorte, para formalizar un pedido muy distinto a los que venían siendo habituales. Tal ausencia obedecía a la participación de Jerónimo Ejido, conocido en los ambientes taurinos como el Tabernero, en la novillada sin picadores que al día siguiente iba a celebrarse, si el tiempo no lo impedía, en la plaza portátil de Los Belones.
Creo que el poco rigor ortográfico de la nota despertó en mí un sentimiento de ternura que, por encima de otras consideraciones más libidinosas, me convenció para visitarla. Fuere por unas razones o por otras, me presenté a la hora convenida en la fonda y allí estaba ella, más sensual y sonriente que nunca, haciéndome pasar a la cocina mientras se deshacía de los últimos clientes del día y cerraba el restaurante. Nunca había entrado allí y me sorprendieron su limpieza, la regular disposición de ollas y sartenes, y el brillo de sus muebles metálicos. Imperaba un orden casi castrense en la alineación de los cuchillos, almádenas y espumaderas, y no lograba imaginar cómo o dónde quería aquella admirable dama desplegar su rústica pasión.
En aquella cocina había de todo, excepto melindres, y pronto me sacó de dudas porque prácticamente de una brazada me tumbó sobre el mueble verdulero y me ordenó sin miramientos que me quedara quieto y la dejara hacer, que para eso era aquélla su cocina. Yo, de natural sumiso, acaté la orden mientras admiraba sus carnes movedizas e intentaba recordar algunas plegarias para que no apareciese en ese momento su marido y tuviera ocasión de practicar conmigo su ars cisoria, mezcla de sensaciones que, he de decir, resultaba de lo más excitante. Mas mi memoria nunca ha sido buena y creo que no elevé adecuadamente mis rezos, pues no había transcurrido ni un cuarto de hora cuando pudimos ver cómo se abría la puerta trasera de la cocina y era traspuesta por la arboladura del violento y ya oficialmente cornudo esposo de María Cecilia.
Aún vestido de granate y plata, el bravo banderillero trasmutó en colérico jandilla. Se quedó parado como lo haría un astado al salir de toriles, olfateando el coso. No le debió gustar lo que vio, dos amantes que lo recibían a porta gayola, especialmente su mujer, genuflexa sobre mis extremidades inferiores. No había escapatoria en aquella cocina, que poco a poco se iba inundando de gritos y gruesos epítetos. Jerónimo debió sentir eclosionar su astamenta y, en violento arranque, se dirigió hacia mí cuchillo cebollero en mano. Yo intenté apelar a la conciliación y a la retórica, mas aquel mesonero táurico ignoró mis argumentos, concentrado como estaba en mi descabello por haber mancillado a aquella dama de virtuosidad sin comparanza.
Antes hice alusión a la mala suerte que siempre me ha perseguido, y convendrá el lector en que sólo a ésta puede achacarse el hecho de que precisamente aquel día fuera el único con lluvia en ese infausto mes de mayo, lo que motivó la suspensión de la novillada y el inesperado y madrugador regreso del banderillero. Mas quiso la providencia que mi final no estuviera escrito aquella noche y que, entre empujones e improperios y cuando el filo de su afilado utensilio ya apuntaba a mis carótidas, mi mano fuera a dar con una pata de jamón que lo mismo servía para hacer un rico caldo con pelota que para, de único y fatal golpe, romper el cráneo de quien en esos momentos pretendía matarme.
La tensión del momento y la cabalgada elefantina de María Cecilia me habían dejado exhausto, así que perdí el conocimiento y caí inerte en aquel suelo especular. Cuando desperté, pude ver al banderillero pálido y yacente en su propia sangre, helada y negra. Fue una muerte innoble, muy distinta a la que Jerónimo siempre contaba que había imaginado: con un astado noble y bravo desgarrando su femoral en doble trayectoria y lacrando de carmesí la arena de una plaza de primera. Muerto no sobre azulejos fríos y limpios, sino sobre glorioso barro de sangre y albero. Pero no: se tuvo que conformar con que la herida, mortal de necesidad, se la hubiera causado un humilde y estrábico viajante al que un miembro de la Benemérita ya se llevaba esposado con unos grilletes que, a modo de alianzas esponsales, habrían de unirle durante varios años, en la riqueza y sobre todo en la pobreza, a la vida carcelaria.