Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 65 – Invierno 2022
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Escucho el ruido que hacen mis manos removiendo la tierra del suelo. Palpo con cuidado los trozos de rocas que voy encontrando, noto el corte de sus aristas y su dureza. Me las acerco a los ojos pero no puedo ver qué son. Abro más los ojos y parpadeo. Sigo sin ver nada, me da miedo haberme quedado ciego.

Me cuesta trabajo moverme y no puedo andar. El dolor de la pierna es lancinante, como si estuviera atravesada por un gran punzón. Deseo que sea un sueño. Me giro hacia mi lado derecho buscando el calor de la piel de Amparo, pero sólo encuentro tierra y rocas. Debo de estar solo en el interior de Agrupa Vicenta, empiezo a sentir cómo tiembla mi cuerpo y se erizan los pelos de la nuca. Intento respirar despacio, el aire es espeso y pesado, debo aprovechar cada bocanada antes de que se acabe.

Olfateo a mi alrededor, sólo huele a tierra y a polvo, eso me tranquiliza, por lo menos no huele a azufre, aunque el grisú no huele a nada y puede explotar con una sola chispa. Por eso en Agrupa Vicenta nos obligan a bajar siempre con la jodida jaula del canario, como si con eso fuera suficiente, así dejan sus conciencias tranquilas. Ellos nunca sabrán lo que es trabajar en las tinieblas.

Esta soledad me hace recordar la voz de Amparo cuando me despedí de ella esta mañana y metió el almuerzo en la capaza. «¿A qué hora vendrás?». Ella sabe que trabajamos siempre hasta que se pone el sol, pero siempre lo pregunta, es un ritual. Amparo tiene miedo a que me pase algo y no vuelva, pero se calla, la delatan el baile de sus ojos oscuros y su silencio. Daría cualquier cosa por volver a oír sus reproches cuando regreso del trabajo e intento besarla. «¡Ni se te ocurra acercarte a mí, seguro que vienes del bar, lávate primero!».

Siempre supe que podía morir joven, en este jodido trabajo todos morimos jóvenes o nos jubilan. Desde que empezó la Gran Guerra ha aumentado la demanda, y pagan mejor. Este año, con las horas extras, he podido ahorrar para mandar a los gemelos a la escuela del pueblo y comprarles libros. Son espabilaos y listos como su madre, y menos camotos que su padre, no puedo perder mi puesto y condenarlos a ser lo mismo que yo, un esclavo de Agrupa Vicenta.

Me duele mucho la rodilla, acerco mi mano y noto un líquido pegajoso y tibio que moja mis dedos. Busco mi pañuelo en los bolsillos, el tacto de su tela es suave y no tan áspero como la gruesa tela del pantalón. Presiono a ciegas sobre la zona que me duele. Noto cómo el pañuelo se humedece despacio pero no chorrea, es buena señal, al menos parece que ya no sangro.

Estas tinieblas evocan en mi cabeza lo que me enseñaron de pequeño en la Iglesia, «Dios creó el primer día la luz y llamó Dios a la luz día, y a las tinieblas llamó noche». Nunca lo creí, antes que la luz tenían que estar las tinieblas. Si Dios no creó las tinieblas, alguien lo tuvo que hacer, alguien que ya existía antes que Dios. Sería absurdo pensar que Dios creó las tinieblas para luego crear la luz. Dentro de Agrupa Vicenta todavía no ha llegado la luz de Dios. 

La boca me sabe a arena, nunca he probado la arena, pero sé que sabe así, pastosa, seca, espesa, empalagosa, asfixiante. Consigo escupir, ahora respiro mejor, me siento más aliviado. Intento gritar, pero apenas sale un susurro que no soy capaz ni de oír.

Toco con las manos mi cabeza y compruebo que llevo puesta la boina. Siempre que bajo a Agrupa Vicenta la llevo. Amparo siempre me lo recuerda, dice que da suerte. Yo no la creo, pero me gusta llevarla, también la llevaban mi padre y mi abuelo. No soy como Dionisio el barrenero, que se conforma con llevar un pañuelo en la cabeza con cuatro nudos, ir medio desnudo con un taparrabos y andar descalzo. Yo siempre llevo mi boina y mis esparteñas, la ropa del trabajo es sagrada, aunque te asfixies de calor. He oído en el bar que en algunos sitios usan cascos. Deben de ser los ricachones del norte y los jodidos guiris, en el sur tenemos menos dinero y la cabeza más dura.

Todo es confuso. Las tinieblas me impiden recordar con nitidez lo que ha pasado en Agrupa Vicenta. Vi al canario muerto en la jaula cuando hice un descanso para beber agua y tomarme el almuerzo. Era la primera vez que pasaba. Me alarmé y fui corriendo donde estaban todos, teníamos que salir lo antes posible. Entonces vi cómo Dionisio encendió un cigarrillo, estaba prohibido pero a él se la sudaba todo, sabía que nadie más quería hacer su trabajo de barrenero y ningún capataz lo iba a despedir. Después vino la explosión y todo se convirtió en silencio y oscuridad.

De repente algo llama mi atención, algo se oye a lo lejos. «¡Clin toc tac, clin toc tac...!». Pero siguen las tinieblas, sigue sin llegar la luz de Dios. El ruido me ha hecho recuperar las esperanzas de ver de nuevo a Amparo y a los gemelos. Intento reunir fuerzas y grito desesperadamente. «¡Aquí, compañeros!». Esta vez la voz retumba en mis oídos.  

Agarro con fuerza mi boina y pido a Dios que vuelva a crear la luz y que no deje que Agrupa Vicenta se salga con la suya. Vuelvo a oír el «¡clin toc tac, clin toc tac...!». Entre las tinieblas creo distinguir la cara de Amparo y de los gemelos, mientras espero que no sea demasiado tarde.