Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
65 – Invierno 2022
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Era finales de junio. Ricardo había aprobado sus exámenes de selectividad y estaba planeando cómo iban a ser sus vacaciones de verano. En primer lugar, pasaría quince días en la casita de campo que tenían sus padres en Pinares de la Sierra; después, practicaría escalada junto a sus amigos a lo largo de tres semanas en la Cordillera Cantábrica; para, finalmente, disfrutar durante dos semanas en un cámping de una playa del Mediterráneo.
Manuel y Marta, los padres de Ricardo, tenían su pequeña casa de campo a menos de 500 metros del municipio de Pinares de la Sierra. La habían adquirido recientemente y pensaban pasar su primer verano en aquella casita junto a sus hijos. Ricardo pasaría dos semanas con ellos y durante ese tiempo toda la familia estaría reunida.
En su primer día en Pinares, Ricardo salió por la tarde a dar una vuelta para conocer el pueblo. Se dirigió a la zona de bares, donde había mesas al exterior con mucha gente tomando cerveza o jugando a las cartas. Ricardo, deambulando entre los bares, se paró ante una mesa donde cuatro jóvenes de edad parecida a la suya jugaban una partida de cartas. Se entretuvo un momento mirando la partida, cuando escuchó algo que no se esperaba:
—¿Qué miras, señorito de los cojones? —oyó decir a uno de ellos.
El joven que había hablado tenía un aspecto muy fornido, una voz grave, una expresión dura en su cara y una mirada más dura todavía. Ricardo, pillado por sorpresa, no supo reaccionar ni contestar. Toño el Leño se levantó bruscamente.
—¿Es que no me has oído, mamón? —habló de nuevo el Leño—. Aquí no necesitamos nenes de capital —continuó, rezumando xenofobia por todos sus poros—. Así que te largas o te largo.
—Va, Leño, ¡déjalo estar!, que por un finolis no vamos a joder la partida —contestó uno de los otros.
Ricardo comprendió que se trataba de un problema de rechazo al forastero y que no valía la pena empezar mal sus vacaciones por algo que no tenía fácil solución. Sin decir nada, continuó su camino seguido por la dura mirada del Leño. Éste era el personaje más conocido de Pinares, por su fortaleza, su mal talante, la dureza de su mirada y su absoluto rechazo a todo lo foráneo.
Aquella mañana, Ricardo fue enviado por su madre al horno para comprar el pan y unos dulces. El chico tomó el saco de tela para el pan y se dirigió al pueblo; enfiló la calle principal, en cuyo término se encontraba la panadería. Llevaba un corto tramo de calle recorrido, cuando al final de la misma, por donde se encontraba el horno, oyó gritar a algunas personas y el estrépito de un caballo desbocado y enloquecido, que corría desesperadamente arrastrando un carro y al carretero, que luchaba con las riendas para detener al animal, que por alguna razón inexplicable había entrado en pánico.
El caballo aún se encontraba algo lejos y a Ricardo le dio tiempo para resguardarse en el hueco de una puerta. Quiso mirar al caballo, que se acercaba rápidamente, cuando a su izquierda vio salir corriendo a una niña de unos seis años, que llamaba a su madre presa del pánico; con la mala fortuna de tropezar y caer tendida de bruces en la calzada, llorando desesperadamente. Dos mujeres que se encontraban protegidas en sus puertas comenzaron a gritar. Ricardo miró de nuevo al caballo, que se encontraba cada vez más cerca. El chico no se lo pensó más, salió corriendo, agarró a la niña por las axilas, la levantó en vilo y a la carrera se incrustó en el hueco de la puerta de una casa de enfrente. Instantes después pasó el caballo con el carro produciendo un tremendo estrépito.
Varias mujeres se acercaron corriendo a Ricardo y a la niña, que seguía llorando. Una de ellas fue a llamar a la madre, que acudió de inmediato con la cara descompuesta por el terror; abrazó fuertemente a su hija para tranquilizarla y dirigió una mirada de inmenso agradecimiento a Ricardo; la pobre mujer no podía hablar.
El suceso corrió como la pólvora por todo el pueblo. Ricardo, por fin, pudo comprar el pan y volvió a su casa, donde relató lo sucedido a sus padres, que se sintieron orgullosos del valor y la generosidad de su hijo.
La luz de la mañana, que en la ventana ya cobraba intensidad, despertó a Ricardo. Se dio media vuelta en la cama y quedó boca arriba. Entreabrió un ojo. Aquella luz le decía que ya era el momento de iniciar el fastidioso tránsito del pleno despertar matinal.
No era perezoso y no le supuso mucho esfuerzo incorporarse, quedar sentado en la cama y meter los pies en las chanclas. Hasta su dormitorio llegó el aroma del café que su madre preparaba para el desayuno. Abrió la ventana e inmediatamente le llegó la fragancia de los pinos; lo que le hizo recordar la alberca, de la que le habían hablado un par de días antes; no estaba muy alejada del pueblo y se podía nadar y refrescarse en ella. Por cierto, aquella alberca era un lugar que no agradaba nada a sus padres. Fue hasta la cocina, donde estaba su madre trajinando con los cacharros.
—Hola, mamá, ¿qué haces? —preguntó sonriendo a su madre.
—Hola, Ricardo —contestó ella, devolviéndole la sonrisa—. Preparo el café y las tostadas. ¿Cómo has dormido?
—Bien, mamá, como siempre —dijo Ricardo recostándose contra el marco de la puerta—. ¿Y papá? ¿Salió ya?
—Sí, hijo, se fue con la camioneta a por un poco de leña. No tardará en volver.
Ricardo se encaminó al cuarto de baño a darse una larga ducha. Esa mañana le apetecía ir a la alberca y nadar un rato. Se terminó el desayuno y levantándose miró a su madre con una sonrisa. Sabía que lo que le iba a decir no le gustaría nada:
—Hoy voy a ir a la alberca. Me apetece nadar un poco —comentó a su madre.
—Ricardo, sabes que no me hace gracia que vayas a ese lugar. Es un sitio solitario y alejado.
—Pero, mamá, si sólo está a dos kilómetros del pueblo —insistió Ricardo—. No puede pasarme nada.
—Haz lo que quieras, hijo, pero no me gusta.
Ricardo volvió a su dormitorio, se puso el bañador, un polo, se metió el móvil en el bolsillo trasero del pantalón corto y se ató las zapatillas de deporte. Cogió la toalla playera, dio un beso a su madre y un pequeño pellizco en la mejilla.
—Me voy y vuelvo dentro de un ratito. No pongas esa cara, mamá, que no me voy a la guerra.
Se dirigió al pueblo para cruzarlo, pues la alberca estaba al otro lado de Pinares, a dos kilómetros escasos. Al atravesar la calle principal, las personas con las que se cruzaba lo saludaban y le dedicaban una sonrisa agradecida. Ricardo iba contento, todo empezaba a salir bien. Lo que él no sabía es que lo peor estaba por llegar.
Anduvo a paso rápido y en pocos minutos llegó al lugar donde se encontraba la alberca. Era un paraje tranquilo y no había nadie. «Así se puede nadar con comodidad», pensó Ricardo.
La alberca era una balsa de cemento para el regadío. El agua le llegaba canalizada desde una acequia algo cercana. Esta canalización tenía en su principio una trampilla que permitía pasar el agua, o cortar su flujo, cuando la balsa estaba llena. Aquella alberca tenía unas dimensiones algo mayores de lo que es habitual en este tipo de construcciones. Medía 30 metros de longitud por 10 de anchura. En uno de sus extremos, la profundidad era de 4 metros, y la pared formaba ángulo recto con la superficie del agua. El otro extremo no formaba ángulo, pues habían construido una rampa que descendía hasta el fondo de la alberca. La finalidad de esta rampa era facilitar el acceso a las personas que, de vez en cuando, vaciaban la balsa y bajaban al fondo con sus palas para drenar la capa de limo que se formaba debido al aporte constante de este material, que traían, en suspensión, las aguas de la acequia. La mañana en que llegó Ricardo, la alberca había sido utilizada recientemente y el nivel del agua se encontraba 60 centímetros por debajo del borde.
Ricardo se encaminó al extremo más profundo y, en un arbolillo que se encontraba muy próximo a la alberca, colgó su polo y los pantalones cortos con el móvil en el bolsillo. Sujetándose en el delgado tronco del arbolillo, se pisó el talón de la zapatilla izquierda con la punta del pie derecho y se descalzó el pie izquierdo. Repitió la misma operación al contrario y se inclinó para juntar las dos zapatillas y dejarlas al pie del tronco del pequeño árbol. Sobre las zapatillas depositó la toalla enrollada. Se incorporó y empezó a ajustarse el cordón del bañador por medio de un nudo. Cuando terminó de apretarlo, oyó a sus espaldas el fiero e inhumano gruñido. Era un gruñido escalofriante. Ricardo se volvió rápidamente y vio al otro lado de la alberca a tres lobos, dos grises y uno negro. Tenían sus hocicos fruncidos y mostraban sus amenazadores colmillos.
Ricardo pensó enseguida en el móvil, pero esa opción no era válida. Los tres lobos habían empezado a correr rodeando el borde de la alberca. Ricardo comprendió que lo habían escogido como su presa e iban a darle caza. No era cobarde, pero tampoco era un héroe y sabía que correr no le iba a servir de nada. Cuando los vio acercarse sintió la acometida del miedo y comprendió que su única posibilidad era la alberca. Dio una rapidísima carrera y se zambulló de cabeza en el agua. Emergió rápidamente y vio a los tres lobos parados en el borde de la balsa. Gruñían con los colmillos desnudos, pero no se atrevían a dar el salto de 60 centímetros al agua. Rápidamente corrieron hacia el extremo de la rampa y empezaron a entrar por ella a la alberca, nadando con sus cuatro patas lo más rápido que podían hacia donde estaba Ricardo. Pese al miedo, Ricardo trató de mantener el control de sus pensamientos. Nadó hacia el extremo más profundo de la alberca y allí esperó a los lobos. Cuanto más se alejaran de la rampa, más tardarían en volver a salir. Esto, posiblemente, le daría tiempo para correr al móvil y avisar a su padre.
Conteniendo el miedo, esperó a tenerlos lo más cerca posible, y entonces, aferrándose al borde de cemento con las manos, dio un fuerte impulso y sacó el cuerpo del agua flexionando las piernas y apoyando los pies sobre el borde de la alberca. Sin pensárselo, corrió hacia el arbolillo con el corazón latiéndole alocadamente, como consecuencia del miedo. Con las manos mojadas sacó precipitadamente el móvil del bolsillo trasero del pantalón y pulsó la marcación rápida del móvil de su padre. Se volvió y vio que los lobos estaban nadando hacia la rampa. Empezaron a escucharse los tonos de llamada, uno, dos, tres, cuatro, los lobos ya estaban saliendo del agua. Al quinto tono oyó la voz de su padre:
—Dime, Ricardo —contestó Manuel.
—¡Papá, estoy en la alberca y me están acosando tres lobos! ¡Coge la escopeta y la camioneta y ven! ¡Corre, papá!
No le dio tiempo a más. Ya tenía muy cerca a los tres lobos. Tiró el móvil al suelo y volvió a zambullirse de inmediato. Manuel escuchó a través del móvil el chapuzón de su hijo al entrar en el agua y los terribles gruñidos de los lobos. El color huyó de su cara, pero esto no lo detuvo. Entró en tromba en la casa, se dirigió adonde tenía la escopeta y, cogiendo una caja de cartuchos de grueso calibre, salió disparado hacia la camioneta, que afortunadamente tenía puestas las llaves de contacto. Arrojó escopeta y cartuchos al asiento de al lado y arrancó frenéticamente el vehículo.
—¡Manuel, qué pasa! —gritó angustiada Marta, llevándose la mano a la garganta.
—¡Ahora no puedo, Marta! —gritó a su vez Manuel.
La camioneta arrancó bruscamente y las ruedas lanzaron piedras en todas las direcciones. Marta comprendió que Ricardo estaba en peligro.
Ricardo se mantenía en el centro de la alberca, atento a los movimientos de los lobos. De nuevo los tres corrieron a la rampa y nadaron hacia su presa. Ricardo volvió a nadar para alcanzar la pared del fondo y cuando los tuvo cerca, con otro fuerte impulso salió fuera del agua e intentó calmarse y recuperar la respiración. Sin darle tregua, los lobos retrocedieron hacia la rampa, salieron del agua y corrieron por el borde de la alberca para darle alcance. Ricardo se zambulló de nuevo en el agua. Cuando emergió, vio que los dos lobos grises ya estaban llegando a la rampa, pero el lobo negro se quedó sobre el borde de la alberca. Era un animal inteligente e intuyó que su presa intentaría salir del agua. Los lobos grises ya nadaban hacia Ricardo, mientras que el lobo negro permanecía sobre el borde de cemento del extremo profundo de la alberca. El miedo iba profundizando en Ricardo, lo que aumentaba su cansancio, pero el chico se esforzó por mantener activa su mente. Nadó hacia el extremo donde se encontraba el lobo negro, pero sin llegar a la pared. Dejó que se aproximaran los dos lobos grises y cuando los tuvo más cerca, plegó las piernas e hizo rodar a su cuerpo sumergiéndose bajo el agua. Buceando pasó por debajo de los lobos y emergió lejos de ellos. El lobo negro corrió hacia la rampa y entró en el agua nadando hacia su presa. Ricardo, tragando aire afanosamente por la boca, se volvió y vio que los dos lobos grises nadaban hacia él, pero se habían abierto un poco a cada lado. El lobo negro nadaba en línea recta hacia Ricardo. Aquellos animales eran maquiavélicos. Lo habían encerrado en un triángulo que se empequeñecía poco a poco. Él se encontraba en el centro de ese triángulo y el miedo lo agotaba cada vez más. Cuando los lobos estaban muy próximos, Ricardo se sumergió en vertical hacia el fondo y de nuevo buceando salió del triángulo mortal y nadó hacia la pared del extremo profundo y agarrándose a ella trató de respirar. Se encontraba terriblemente cansado y el miedo contribuía cada vez más a ello. Parecía como si los lobos quisieran cazarlo por agotamiento. Los lobos grises ya nadaban hacia él, mientras que el negro volvía de nuevo a la rampa. Ricardo volvió a agarrarse al borde de cemento y con un esfuerzo sobrehumano logró sacar el cuerpo del agua. Se inclinó hacia delante y empezó a respirar desesperadamente por la boca. Los lobos grises estaban casi debajo de él, y el lobo negro ya corría en su dirección. Ricardo sentía cómo se le apoderaba el cansancio que causa el miedo, pero era necesario hacer algo, pues el negro se le estaba acercando mucho. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, tomó impulso y se lanzó al agua volando por encima de los lobos grises. Se zambulló, pero emergió rápidamente para respirar, pues no podía más. Intentó nadar hacia el centro de la alberca, pero todo era inútil, el lobo negro ya estaba entrando por la rampa. Como pudo, Ricardo nadó a un lateral de la alberca y con el último gramo de fuerzas que le quedaban se agarró al borde y consiguió salir del agua. Se incorporó penosamente y sin dejar de respirar con desesperación intentó llegar corriendo al extremo profundo de la alberca. Cuando lo consiguió, se acuclilló sin dejar de respirar por la boca y cerró los ojos. Su extenuación era casi absoluta.
Abrió un momento los ojos y vio que el lobo negro ya corría hacia él. No podía hacer nada, no le quedaban fuerzas. Volvió a cerrar los ojos y esperó su suerte. Fue en ese momento cuando sonó un estampido. El lobo negro recibió el impacto junto a la paletilla derecha. Debido a la velocidad de su carrera, dio un vuelco en el aire y cayó estrepitosamente en la alberca levantando una gran cantidad de agua. Los dos lobos grises percibieron el peligro y nadaron con toda la velocidad que pudieron hacia la rampa. El primero que llegó ya estaba saliendo del agua cuando sonó un segundo estampido. Esta vez el animal fue alcanzado en la cabeza y cayó abatido en el acto con el cuerpo parcialmente dentro del agua. El tercer lobo consiguió salir completamente e intentó la huida. Un tercer estampido lo alcanzó en los cuartos traseros. El lobo cayó, pero incorporándose de nuevo trató de huir cojeando. Un cuarto disparo terminó por abatirlo.
Ricardo, que todavía se encontraba en cuclillas recuperando el resuello, abrió los ojos y vio a su padre correr hacia él con la escopeta en la mano. Cerró de nuevo los ojos y poco después notó la mano de su padre sobre el hombro.
—Tranquilo, hijo, ya pasó el peligro. ¿Te encuentras bien? —preguntó a Ricardo con preocupación.
Ricardo, sin abrir los ojos, contestó afirmativamente con la cabeza. Estaba tratando de que el aire llegara a sus pulmones. Poco a poco fue recuperando el aliento. Al fin pudo contestar:
—Gracias, papá. Si no hubieras llegado a tiempo con el primer lobo, no sé qué habría ocurrido —dijo a su padre entrecortadamente.
—No, hijo, el primer lobo no lo he abatido yo, y el segundo tampoco —contestó Manuel—. Sólo abatí el tercero y necesité dos disparos —aclaró.
Ricardo abrió los ojos. Poco a poco se incorporó y miró confuso a su padre. No comprendía. Confundido, miró en su entorno y no tardó en descubrir a cierta distancia a Toño el Leño, sentado en una piedra y recargando su arma. Cuando terminó de cargarla, se incorporó, metió la culata de la escopeta bajo su axila y apoyó los cañones sobre su enorme antebrazo. Se dirigió despacio hacia donde estaban Ricardo y su padre. Cuando llegó a su altura, clavó su dura mirada en Ricardo:
—La chiquilla a la que salvaste la vida es mi hermana, la Sole, la que más quiero —dijo el Leño en voz baja.
A Ricardo le pareció advertir un destello de amabilidad en aquellos duros ojos y le sonrió. El Leño desvió la mirada rápidamente. Cogió la escopeta por la correa y se la cargó al hombro y se alejó con paso tranquilo hacia unas corralizas próximas, donde tenía a sus ovejas a buen recaudo. Ricardo y su padre se miraron. Manuel sonrió a su hijo y se abrazaron fuertemente, mientras Ricardo, poco a poco, iba calmándose de la fuerte tensión sufrida por el miedo pasado en su angustioso esfuerzo por salvar la vida.