Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 65 – Invierno 2022
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

I

Al ponerse el sol y los 45 monjes ir a sus aposentos, don Domingo, cuidador del Monasterio de Silos, busca nuevas aventuras en la enigmática calma de los amplios corredores que resguardan a 273 personas, sus protegidos, su razón de ser, proveedores de conversaciones casuales los días buenos y acontecimientos notables aquellas veces en que la luz ha brindado energía suficiente para viajar a cualquier parte en rescate de quienes la tragedia alcanzó.

Es costumbre conseguirse a un bombero, una médico, un gran científico, una madre cuidadora o, quizá, al noble poeta del área sur; pero fue un 22 de marzo, aparente miércoles cualquiera, donde irían a apagar algún incendio, devolver la respiración a un convaleciente, iluminar la mente de un explorador que salva especies, abrazar a un huérfano o, quizá, atisbar la palabra correcta a un motivador; cuando despertó de años envilecido el alcalde de la ciudad.

—Don Domingo, bendito sea, sigue dando sus rondas, leal como siempre a su pueblo —dijo al conseguirse un sorprendido vigilante.

—Eh, eh, eh...

—No tengas miedo, padre mío, este largo sueño me ha hecho un hombre mejor. He visto de todo mientras dormía. Batallas ganadas por aquellos que se creían perdidos, gente resultando feliz luego de estar a punto del suicidio, he visto al bien derrotando un mal del que no quiero formar parte nunca más.

—Creo que hoy usted podrá ser el protagonista de uno de sus sueños. ¿Se cree capaz de salvar a alguien?

—Mucho mejor... Salvaré a todo aquel que, como yo, está tan débil, tan solo, que hace el mal a los demás.

Un apretón de manos los llevó al ciprés del patio, donde, inspirados por el espíritu de cada monje que se encontraba en oración, repitieron al unísono el siguiente juramento:

Sea la universal fraternidad del corazón noble donde se alberguen, sin importar condiciones ni lugares, las angustias, anhelos y desesperanzas de cada alma desesperada, incapaz de trabajar en unidad al resto de los hombres; encuentre alivio en el talento que le fue otorgado, descúbrase y avance al amanecer; sabremos nosotros qué hacer con el dolor que quitaremos al que sufre y daremos morada en nosotros.

 

II

Por primera vez, el alcalde abordó la nave de don Domingo, un quebrantador de espacios y tiempos que ningún viajante ha visto, pues ninguno decide el destino de la misión ni reconoce el camino: «Tú eres el camino, Rodrigo», explicó el cuidador a uno de sus pasajeros, curioso de las formas en que podía llegar a salvar oscuridades.

Viajaron entonces al tormento de un niño. Gritos, maldiciones, sangre, detonaciones, un ruido insoportable, una violencia indecible yacía en la conciencia pura del muchacho.

—¿Por qué me traes aquí? ¿Qué maldad puede haber en el alma de esta pequeña victima?

—Te confesaste capaz de algo grande, así que debes preservar la virginidad presente para evitar el pecado que aún no existe.

—Pero aquí no hay nada de luz, la tiniebla ha cubierto por completo a este niño, por qué pasa esto, él no tiene la culpa, es insalvable.

Estaban en la cabeza de un pequeño de apenas nueve años, cuyo padre recientemente asesinó a mamá frente a sus ojos. Huérfano, fue llevado a una casa de refugio donde realizó trabajos forzados, fue abusado por sus supervisores, hasta que una mujer soltera le adoptó. Durante un año conoció el amor, supo lo que era una familia. Sin embargo, volvió a caer en las fauces del sistema cuando la madrastra sucumbió ante la insensatez de una ponzoña venenosa. Y allí estaba, tendido en el catre del olvido, hediondo a muerte, desprovisto de un futuro que prometa algo distinto a su tenebroso pasado.

Con lágrimas en los ojos, el alcalde fue vislumbrando cada pasaje de aquella terrible sobrevivencia, buscando posibles consuelos, tratando de hallar una mínima esfera brillante en los adentros de aquella pequeña hoguera que podría convertirse en un volcán infernal.

Don Domingo observaba impávido, con la mirada que sólo los sabios tienen por naturaleza, un poco de severidad y ternura, imposible de imitar por estafadores de la fe y el conocimiento.

—Pensé que me llevarías con tiranos crueles o maridos infieles, pero esto no tiene parangón ni sentido. Es un dolor insanable por mí. ¿Acaso el Estado no puede conseguirle otra madrastra? ¿Será que una buena escuela o una sociedad amable no podrá contener este poderoso cultivo de maldad? ¿Por qué tengo que ser yo quien deba encontrar solución a esta pesadilla? —cuestionó el alcalde.

—Sólo debes observar y escuchar bien. La respuesta está en ti —respondió el humilde cuidador.

—Llevémoslo al Monasterio. Voy a cuidarlo como a mi propio hijo. Me estoy derrumbando. Allí puede ver el exquisito arte brotado de nuestros constructores, se va a elevar, tendrá paz, educará los más nobles sentimientos. Nuestra arquitectura, la escultura, la pintura, la música y el canto se unirán para perfeccionar la mente y el corazón, promoverán los valores culturales, estéticos, religiosos y comunitarios de esta pobre alma.

—Excelentísimo alcalde, serviría su discurso para convencer a visitantes y promocionar nuestro lugar y forma de vida; tal vez serviría, pero Dios traza caminos intrincados, déjese de atajos y revise lo que este niño realmente necesita.

De pronto, la mente del alcalde se nubló. Cayó en un limbo de sus propios recuerdos, borrados de su memoria hacía años y suplantados por la imperiosa necesidad de satisfacción inmediata de poder y lujos en detrimento de sus gobernados.

 

III

Gritos, maldiciones, sangre, detonaciones, un ruido insoportable, una violencia indecible yacía en la conciencia del alcalde. Había regresado a sus recuerdos infantiles. Aquella época presuntamente superada irrumpía nuevamente con una fuerza que suponía aplacada.

Vio a su madre ser asesinada por papá, las labores extremas en el refugio, el abuso de los supervisores, la madrastra separada de sí para morir en las trincheras de un país ajeno... Y allí estaba, tendido en el catre de la nada, hediondo a muerte, desprovisto de un pasado tan tenebroso como real, pues siempre estuvo recorriendo su alma en cada mala decisión, en cada corruptela, en cada intriga y engaño, aun sin saberlo porque el mal trabaja así, muchas veces independiente de la conciencia.

Se reconoció. Pudo ver su primer beso de amor, la amistad verdadera, el buen consejo del monje aquel, la ingenua incursión en la política, lo bello de la prístina ansia de cambio en la universidad, todo aquello que traicionó cuando todo ese mal apareció en lo que sí mismo aseguraba era «un espíritu maduro».

—Soy yo, soy yo, el niño soy yo... —gritaba a la nada de su propia tiniebla entre gemidos y sollozos.

—Y éste es el mejor momento para que sepas dominar todo ese dolor en tu corazón y seas ejemplo de lo bueno para aquellos que, como tú antes de esta noche, no saben cómo hacerlo. Todos tenemos el poder de viajar para llevar la luz del día a cada noche. Estás salvado. Salvemos el mundo.