Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
64 – Otoño 2021
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

A la feliz memoria de Jane Powell (1/4/1929 – 16/9/2021)
Es invierno. Fuera cae la nieve con blanca mansedumbre. Los chicos están en el establo, castigados por lo que han hecho. En la casa, en el hogar, crepita el fuego de la chimenea. El calor se nota en los coloretes que les salen a las chicas, sobre todo las que están más cerca de la llama. Mientras remiendan alguna prenda ya muy gastada o simplemente miran por la ventana cómo anochece, Milly lee en voz alta una de las historias de las Vidas de Plutarco. Llaman a la puerta…
Si alguien me preguntara qué película he visto más veces, seguramente contestaría (después de poner cara de sorprendido ante semejante pregunta) que no estoy muy seguro, pero que una de las que más veces he visto y a lo largo de más años es, sin duda, Siete novias para siete hermanos, el clásico que Stanley Donen puso en pie en 1954. No soy capaz de recordar la primera vez que la vi, pero sí que yo era muy pequeño y que desde ese momento hasta el actual, en el que tecleo en el ordenador este esbozo de artículo homenaje por la muerte de Jane Powell, la he visto al menos treinta o cuarenta veces. La vi de pequeño con mis hermanos y mis padres, deslumbrado por el colorido, las canciones y los bailes. La vi de joven, muchas veces, analizándola como el incipiente crítico de cine en el que quería convertirme, la mano sobre la barbilla, tomando nota mental de los movimientos de cámara, la profundidad de campo y todas esas chorradas con las que uno, a los 16 años, arma su discurso cinéfilo. La vi con mi novia un viernes por la tarde, después de una semana agotadora de clases en la universidad. La vi con mi mujer, un viernes por la noche, después de una semana agotadora de trabajo. La vi con mi hija Esperanza, un día tras otro y durante varias semanas, pues se le antojó verla para merendar una tarde sí y otra también, encantada como estaba con las diabluras de los Pontipee en las altas montañas de cartón piedra de un estudio cualquiera de Hollywood. Pues todo esto, más o menos, es lo que le respondería (después de poner cara de sorprendido ante semejante pregunta) a alguien que me preguntara qué película he visto más veces.
Y, sin embargo, ahí está Milly, con su libro entre las manos, la página abierta por el pasaje del rapto de las Sabinas, justo en el momento en el que la puerta suena con el toc, toc, de los nudillos de alguien que le reclama algo..., quizá una manta o quizá su vida, que eso nunca se sabe.
La vieja carreta sube por la pendiente y, cuando ya está en lo alto, detiene la marcha. El paisaje montañoso, al atardecer, parece una ensoñación, como si esos picos de allí, los que todavía tienen restos de nieve en sus cimas, no fueran reales, sino pintados por alguien para que ella los vea justo el día más feliz de su vida; el día en el que se ha casado con Adam, el hombre que bajó de la montaña en busca de leña, de mantas, de grano y de esposa. Es tan feliz que sólo tiene ganas de gritar. «Pues grita», le dice su esposo. El eco del desfiladero le devuelve su voz. Aprieta en su seno lo único que heredó de sus padres: unas semillas y dos libros.
Cuando Esperanza era pequeña, con tres o cuatro años, le encantaba jugar a que nosotros éramos los Pontipee y que vivíamos en una cabaña en las montañas. Nos levantábamos temprano, cuando el gallo que Esperanza hacía con su voz de niña nos regalaba su quiquiriquí. Desayunábamos huevos con bacon, tortitas y café, que para eso éramos duros montañeros, y, en seguida, íbamos a los establos para dar de comer a los animales. Luego, cuando ya todo estaba en orden, encendíamos nuestras pipas y nos sentábamos en el porche, en sendas mecedoras, mientras la atardecida salía a nuestro encuentro. Qué grande era su habitación en esa época, cuando era capaz de contener en su interior todas las montañas de Oregón y una casa y un establo y a los siete Pontipee y sus siete chicas raptadas del pueblo. Y un desfiladero. Y un granero que siempre terminaba por los suelos. Y la nieve: siempre estaba nevando porque siempre era invierno.
Dos libros y un buen puñado de semillas; eso era todo lo que conservaba de sus padres. Semillas que esperaban un trozo de buena tierra para poder germinar y dar fruto y, quizá, dar sombra en las largas tardes de verano, cuando ya el ganado ha pastado y la vida parece que nos regala unas horas de tranquilidad. Su padre le enseñó a leer en esos dos libros. Ponía el dedo en una línea y lo iba desplazando a medida que ella leía las palabras que contenían. Luego, con una sonrisa de satisfacción en el rostro, desplazaba el dedo hasta el inicio de la siguiente línea. Génesis, Éxodo, Deuteronomio, Números..., las Lamentaciones del profeta Jeremías y la aventura de Jonás y la ballena, una de sus favoritas; y los salmos («El Señor es mi pastor, nada me falta») y el evangelio de Marcos y las cartas de Pablo. Primero de manera insegura, como quien se queda a oscuras en una habitación y alarga las manos para ver si la pared queda cerca de su posición; luego se fue haciendo la luz y pudo ver y disfrutar de la estancia. Después, sin abandonar nunca ese libro, comenzó con el otro: igual de grueso…, igual de maravilloso. Esos libros, era curioso, le hacían compañía... mientras disfrutaba de su soledad.
A medida que fui creciendo comencé a fijarme en el detalle de las semillas y los dos libros. Sí, es un detalle, pero es fundamental para la historia y para que comprendamos a Milly, de dónde viene. Es una chica que lee la Biblia y lee a Plutarco. El enfoque de occidente lo tiene claro, desde luego: Atenas y Jerusalén, como el libro de Shestov. Y las semillas: una promesa de futuro. «Respecto al árbol que nace de semillas sembradas, se desarrolla despacio y no dará sombra más que a nuestros nietos tardanos», nos dice Virgilio en el libro II de las Geórgicas. Y algo de virgilianas tienen algunas estampas de la película, como ese paso de las estaciones mientras se espera el nacimiento de la niña que Milly espera en soledad, pues Adam se ha marchado al puesto de montaña para estar también solo. Sí, vemos pasar el otoño y el invierno y llegar la primavera; vemos producirse el deshielo y vemos abrirse el paso del desfiladero: el cuento parece llegar a su fin... o no.
Alejandro y César, Pericles y Fabio Máximo, Alcibíades y Coriolano, Demóstenes y Cicerón… Todas esas y otras muchas vidas que a ella ya le parecen tan lejanas, más incluso que la suya propia, cuando tan joven decidió casarse con ese hombre al que sólo conocía de servirle un estofado junto al resto de la cuadrilla. Pero no; no era uno más; no al menos para ella. Y ahora, mientras duerme a Hannah en la mecedora, tiene la sensación de que el tiempo se le cae encima como un alud; como la nieve que se desprende del desfiladero si alguien grita muy fuerte; si a alguien se le ocurre levantar la voz. Pero no le importa. Es más, ahora sabe y siente y comprende que es feliz, que su vida es plena y grande como una montaña o como el cielo o como los ojos de Hannah, que tanto se parecen a los de Adam. ¿Quién contará nuestras vidas, pequeña?, le pregunta a su hija. La noche cae con su manto de oscuridad. El fuego crepita en el hogar. Alguien abre la puerta.