Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 64 – Otoño 2021
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Imaginemos un árbol con sus ramas agitadas por el viento:.. (Frédéric Chopin)

 

Permaneció largo rato contemplando la puerta después de cerrarla con llave. El pomo de metal había perdido su brillo y, al igual que la madera, vieja y descascarada, también mostraba un dejo de abandono. No quería mirar las paredes de la casa que dejaba, menos aún la fachada, pues la sensación del final inminente no hacía más que acentuarse. Nada más alejado en su intención era repasar lo allí vivido, pero tampoco nada más cierto que, con la certeza de ese final, pronto también iba a llegar el suyo.

Por un instante, su mujer se asomó a la ventana, quizás para decir adiós o sólo recordarle que no olvidara cerrar con dos vueltas de llave. Es más seguro así.

Desde hacía medio siglo, al atardecer, su sombra frente al piano trepaba por la pared como única intención de fuga exteriorizada. Fue, durante corto tiempo, la hora del contacto con dos o tres principiantes, no más, llegados una vez a la semana para tomar sus primeras lecciones de solfeo y maltratar las viejas teclas de aquel anciano instrumento capaz de echar raíces a un costado del balcón francés, único contacto con la otra, negada, excluida, realidad.

Yo mismo les abría la puerta a las cinco en punto y, con una contenida ráfaga de pieles tersas, ignoraban mi artística reverencia para entrar, atropellados, en el sagrado salón, callando el convencimiento de que nunca iban a interesarse por la música y menos aún por Chopin, santo y seña de cada lección.

El resto del día, el silencio se adueñaba de todo salvo caprichosos momentos a inesperadas horas, en los que el dulzor de un nocturno, con más frecuencia el nueve, impregnaba cada rincón y la sonrisa trascendía las notas posándose sobre el polvo de cada mueble.

Él, en la calle, disipaba las sombras acumuladas el día anterior y las voces, los olores, colores en fin, el eco longevo, imperecedero, de cada día, suplían el silencio desteñido a veces corregido por acordes de Frédéric Chopin. Era su terapia, la terapia de algún día, oración a las nubes que injertaban la fuerza necesaria para desear ser un ser casi normal, por lo menos a ojos de los demás.

Aquella lejana noche fue el comienzo de todo. Su imagen atravesó la puerta; regresaba de sus clases en el Conservatorio, para alterada, fatídica, sentenciar su auto castigo. Las palabras fueron apenas susurros entrecortados con rastros del llanto imposible de contener. He perdido el piano, repetía y lloraba, repetía, y su cuerpo, estremecido, parecía derrumbarse sobre la gastada alfombra, imitación persa, del zaguán. No volveré a pisar la calle.

El mundo laceró sin piedad esa carne blanca, trémula, sumisa, acrecentó la desconfianza al roce de las aceras y latió, en retirada, cada nota salida de la partitura retorcida del aire.

La sensación de angustia fue su compañera hasta el día de hoy, día en que salí de la casa por última vez. La desazón no cesó de crecer al punto de transformar su cuerpo, tanto que subir la talla se hizo habitual. No sabía cómo tranquilizarla, hacerle ver que el piano continuaba en el salón, que no lo había perdido, tan sólo olvidado. Mas la orfandad de sus teclas permaneció enrocada y negó la realidad de lo sucedido. Todo en su vida pasó a segundo plano. También él percibía, con el transcurrir de las tardes, cara a la puerta acristalada y una taza de té, el deseo de que, de improviso, resucitara Chopin y ella se reencontrara con lo que debía ser su realidad. La pérdida que, denunciada a la policía, difundida mediante carteles y anunciada en espacios pagados en la radio, no se había resuelto. Tampoco había tenido efecto la exhaustiva búsqueda por los que fueron sus lugares habituales; resultado: para ella el piano había desaparecido de la faz de la tierra y nada era posible hacer ya.

Una mañana de sol, recuerdo sus rayos penetrando en el salón, la vi trastabillar hasta la banqueta, ajustar la altura, levantar la tapa del piano y suspirar. Gracias por tan hermoso regalo. Su voz sonó como antaño. Pese a ello, el reencuentro con su razón de ser no alteró para nada su decisión de permanecer entre cuatro paredes. Así, durante unos años, la visita de los alumnos modificó en algo, por una hora como más, su mutismo. Parece posible su recuperación, afirmó optimista el médico, mas su regreso a la condena tiempo después señaló la pérdida de toda esperanza de volver a andar por la calle, tan sólo una vez, prendida de mi brazo.

La consecuencia colateral de perder el piano fue condenar, al amigo Frédéric, al ostracismo de las teclas. Nadie pudo explicar el porqué de tamaña imagen; sólo yo y su médico, quiero creer por razones profesionales, intentamos durante mucho tiempo su recuperación, aun siendo conscientes del final. Por momentos avivábamos la esperanza de poder lograrlo, pero, después de algunos períodos en los que cierto viso de realidad parecía asomar en sus ojos, retornaba al pánico a las partituras y tecleaba el aire que anegaba el espacio ocupado por el instrumento renunciado en algún lugar fugado de su mente.

Mientras tanto, de a poco pero firmes, las rajaduras se adueñaron de las paredes, las estrías crecieron en las puertas y los marcos de los cuadros con sus fotos pasaron de moda sin remedio. Las quejas de los vecinos se hicieron constantes, y la alusión a los locos del número 13 se hizo popular, en especial entre los recién llegados al barrio. La lluvia apareció varios inviernos atrás para que distintos recipientes conquistaran los estratégicos espacios en los que, gota a gota, se introducía el frío en nuestras paredes. Sí, digo nuestras, pese a que ya había renunciado a cambiar su percepción, como así también a sustentar la mía.

Sin mucho papeleo y con pocas opciones de recurrir, una inspección, por supuesto previa denuncia, nos condenó a tener que abandonar el refugio de nuestras vidas, mientras la imagen de un rascacielos era insertada en el cartel que frente a la casa levantaron e invitaba a la compra de sus viviendas a precios nada asequibles.

Fue imposible ponerse de acuerdo. Ella se queda para terminar de expiar el pecado y yo marcho para una nueva búsqueda del piano, pese a estar convencido de que no lo hallaré.

Conocía su obstinación, así que de a poco comenzó por desempolvar una vieja maleta y en ella fue dejando, indolente, sus pocas pertenencias, tan pocas que dejaron suficiente espacio como para poder llevar consigo unas cuantas partituras y un afiche en el que Chopin, con la mirada baja, permanece, a pesar del tiempo, indicando las que fueron las últimas interpretaciones: el último concierto en que ella participó.

Sentado en primera fila, revivo el escenario, polonesas y nocturnos, su gracia prendando al auditorio. Los aplausos, las flores, salir varias veces, agradecer la devoción de su público. La sonrisa amplia, sincera, el beso enviado con sus dedos a cada uno de nosotros, la caricia al piano y el adiós sin saberlo, por lo menos yo, su adiós.

La nostalgia se apodera de él, contempla con detenimiento el afiche, advierte su parte inferior muy deteriorada y cómo, entre fricción y humedad, apenas se aprecia el blanco y negro de unas teclas percutiendo el espacio donde pudo haber estado un piano.

Afuera, imaginemos un árbol con sus ramas agitadas por el viento. El sol que espera le da su cálida bienvenida, entonces se vuelve, agita la mano con resignado, inapreciable adiós, y echa a andar sin saber aún adónde ir.