Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 63 – Verano 2021
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Llega hasta a lo alto de la torre y, pese lo fatigoso del ascenso, puede indicar que ahora guarda placentero equilibrio sobre el filo de la pared de un apacible nido. Construido con un habilidoso entretejido de trocitos de ramas secas, el nidal remata una esmerada obra de arte que en nada desmerece la colección de cemento sobre la que se asienta. Tras aletear miles de quilómetros en ruta a un clima más benévolo, bandadas de pájaros hacen alto en él, seguro condolidos por esa condición humana capaz de entorpecer un lugar transitorio de pausa, y de la que desean librar su vuelo pese a comprobar resignados esa naturaleza, la insignificante y presuntuosa naturaleza tiránica que negamos conocer.

Asomado a la luz asume la certeza de que la hora está cercana. No siente vértigo, mareos, sólo esa conocida opresión en el pecho que, en momentos decisivos, se apodera de él mientras intenta repasar cada una de las razones que le llevan a lindar el vacío.

A sus pies un laberinto traslada el vago eco de cientos de motores disparados en diferentes direcciones junto a una plegaria de pájaros aterrados e inconscientes buscando el refugio de un trozo de sombra, la misma sombra que examina la certeza de eso que, momentos después, podrá ser o hacer.

El vértigo aquí es diferente. Los coches, pequeños juguetes veloces, roedores trazan finas líneas zigzagueantes en la carretera. Coloreadas, equilibradas con las líneas rectas; todas juntas aptas para evitar la confrontación y, más que azuzarlo, invita a crecer en él un sentimiento de piedad ante tanta aceleración ignorando su conducción marcha arriba, adonde está oteando. Deja a un lado la opresión en el pecho y, a la espalda, permite crecer alas, tan grandes que pueden ser vistas en la explanada extendida a los pies de la torre. A muchos pares de ojos negados a mirar arriba, sólo a líneas rectas que igual serpentean.

Estar en lo alto de una torre y ocupar parte de un nido no significa que quien esto escribe haga de su personaje un pájaro, pero sí parte de lo que seguro ha deseado ser. Volar es una forma de entender la vida y, más aún, de adecuar la actitud frente a ella. Los pájaros son libres dentro de la disciplina de la bandada, apelan a su compromiso con el cielo y tocan tierra tierra cuando necesitan comer.

Qué mundo tan fascinante. Cuando niño pasaba horas contemplando proporciones, presumiendo de la fidelidad a una situación concreta. Todo era diferente e igual. Los gorriones cantan al día cada día, como si fuera el último, y muchas veces lo es. Tened buen día si dios quiere y los humanos lo permiten.

 Así, poco a poco, fue concibiendo la idea de que también el destino es el mismo. Cantar y agradecer cada nuevo instante y saber que también pernoctará un último día. Cuando llegue no será posible batir alas, alzar vuelo con galanura, hacer geométricas piruetas, recoger el grano y retornar al nido, porque conservó siempre el deseo de tener un nido que le acoja.

No arriesga porque la situación actual así lo indica, al igual que la legión de pájaros, enviada del espacio, trabaja incansable para poseer una auténtica morada. No esas vulgares viviendas a las que se puede acceder tras un préstamo usurero; sino construcciones onerosas, ostentosas, a las que se ingresa tras ascender imperecederas gradas vestidas de mármol y, en el recibidor, un sitio para que César Augusto, brazo extendido, aguarde su llegada. Para ello cruzó cien tierras, invernó en decenas de lugares. Innumerables fueron las calles transitadas con el vino como anestesia de cada mal.

Ahora apenas conserva el equilibrio y duda si acertó al aceptar este desafío. Priorizó sanear deudas, ser una persona tildada de normal que, pese a maldecir, amaba la ciudad, los barrios, sus árboles, el maléfico andar de coches, trenes. Soñó ser otro anónimo retrato paseando el perro, haciendo amigos, departiendo sobre el pelaje y carácter de las diferentes razas. Vacila. Asevera que todo eso no pertenece a seres como él, equilibristas sin red. Caminante de largos pasillos y sombrías cristaleras. Deseó volar y ahora, bien alto, al límite, no va a renegar de ello, por más que las nubes dificulten la escasa capacidad de moverse.

Solemos aceptar como natural aquello que nos envuelve y esconde la discapacidad de leer dentro de cabezas ocultas por sombreros. La manía de asumirlo todo, el intento de asumirlo, de asemejarlo todo, en fin, de confesarse confidente de la pantalla del televisor y aceptar la torpeza como la forma más simple de aflojar el nudo de la soga que le aprieta el cuello, cada momento más.

***

El desorden en la habitación callaba. Hacía tiempo que le era indiferente conservar una mínima lógica en cada acto y así, tirado en la cama sin sábanas, avistó noches y noches el mundo girar y girar proyectado en una pequeña ventana, ojo de buey olvidado en la destartalada buhardilla, fragmentado el trajín al tejado mientras en su sien danzaban los pájaros.

Sonó el teléfono. Extendió la mano hasta sentir en ella vibrar el teléfono. Fijó la vista para comprobar el número. Desconocido. Un extraño prefijo junto a un afónico batir de alones casi sin plumas.

Todo es una guerra comercial, piensa ahora y sabe que es parte activa. Las paredes del nido no permiten que la señal llegue nítida. Cuesta equilibrarse en la cornisa, dentro del nido. El teléfono se escurre. Lo ve caer, golpe tras golpe, hasta esparcir toda su tecnología a lo ancho de la acera ante la indiferencia de los viandantes.

El final está más cerca. Dédalo no sacrifica a su hijo para salvar de la bancarrota a un vulgar humano desagradecido. En el aeropuerto el vuelo está cancelado. Supongo que será lo correcto.

Necesita demasiada autonomía de vuelo. Pliega las alas y contempla la procedencia de la cera. Ya no existen alódromos donde aterrizar y el caos de las rutas no contempla un espacio para él, el amado Ícaro. La nobleza de César Augusto sabrá disculpar la deserción y retornará a ser estatua, mientras el vulgar ser que le invocó sólo tendrá dos opciones: retornar a la buhardilla o dejarse caer del nido.

***

Posicionado en lo alto del Empire State, César Augusto, hijo del Divino, espera con calma. Sabe que elegirá el momento correcto, confía en su buen criterio. Los ojos extraviados entre rascacielos, antenas y grandes carteles publicitarios. Qué diferencia con la Roma imperial. Más allá, arriba, el cielo azul metálico, indiferente a todo hecho, no salvaguarda el vuelo de Ícaro. Abajo, la urgencia extiende su zarpa y prolonga la angustia.

Creta está lejos, demasiado lejos. Ícaro tiene un largo océano que atravesar y un azul mar que cambiar. La duda se centra en la calidad de la cera, su procedencia.

—Vuela bajo —le susurra Dédalo al oído—, hazlo apenas por encima de los pararrayos, entre cúpulas, excrementos e infidelidades.

¿Las alas superarán todo abatimiento? Ícaro está convencido de que llegará pese a la desleal competencia entre fabricantes de alas.

—Es de esperar que la calidad de la cera no difiera mucho de los modelos publicitados en los pesados catálogos impresos en papel couché.

Frente a sus ojos, el semáforo en verde indica que ya puede despegar.

En la cornisa, los pájaros no detienen su danza.