Contra el cielo rojizo de un ocaso de otoño

se recorta la silueta del viejo gallo,

oscura, hierática, cansada,

tras tantos años de oficio

como veleta de campanario.

A sus pies se derrama el pueblo,

seco de sol, blanco de luna,

con calles torcidas que bajan despacio

buscando el río,

entre casas sin tiempo, entre sus viejas piedras

con rincones que guardan secretos callados.

Calles angostas, lugar de paso de golondrinas de antaño,

de gentes sin prisa,

de niños con futuro lejano

y pasado olvidado.

Calles que desnudaron las lluvias,

aquellas lluvias solitarias,

que las dejaron en roca viva.

Ya se fueron todos

y tú, viejo gallo,

quedaste solo.

Ya no acuden los cántaros a la fuente,

ya nadie cuenta las estrellas en la noche

ni se escucha el gemir de los carros.

Lo siento, viejo amigo,

pero quedaste solo,

olvidado y resignado en tu soledad,

y aunque sigas diciéndonos de dónde viene el viento,

eso ya, ¡qué más da!