Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 62 – Primavera 2021
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Érase una vez no ha mucho tiempo, que en el país de la Inopia vivía un hombre de familia de rancio abolengo, de noble cuna y baja cama, de espada oxidada y podenco ladrador pero poco mordedor. De nombre Reynaldo Caballero Palacios, a los dieciocho años heredó de sus padres, fallecidos en busca del Dorado, el título de Marqués de Perogrullo, aunque para abreviar todos lo llamaban el Marqués.

En su currículo consta que fue el alumno más enchufado del colegio La Sagrada Fortuna, donde destacó por ser un pelota repelente, un vividor de las rentas y un amante fantoche que va en romería detrás de las hijas de condes y duques, todas ellas más feas que Picio y más tontas que Abundio.

Poco a poco se convirtió en un asiduo visitante de prostíbulos de saldo y esquinas, pagando las cuentas de gentes sin un duro porque lo de la jodienda no tiene enmienda, y fue por ello que a los pocos años de llevar la dolce vita dilapidó el escueto patrimonio que le dejaron sus difuntos progenitores.

Un día, estando en la cola para entrar en la habitación de una famosa pilingui que trabajaba en el bar El Paraíso, conoció a Antoñico Lechuga Rodríguez, el Cabra para los amigos, llamado así por su mala cabeza y porque siempre tiraba pa’l monte. Antoñico era un obrero de treinta y muchos años, más pobre que San Antonio el Pobre, y al que nunca se le vio dar un palo al agua, siendo además un enemigo acérrimo del pico y la pala. A la hora del almuerzo era un adicto al bocata de chorizo con anchoas de Santoña, y en las riñas demostró ser un maestro en el uso de la navaja de Albacete para evitar que alguno se pasara o pasase y le tocara o tocase demasiado las pelotas.

De más joven, como era un cabroncete y un putico, le solían expulsar un día sí y el otro también del Instituto de Enseñanza Ínfima Las Ramblas. Sus mayores logros fueron dos matrículas sin honor en los novillos y en el recreo. Años más tarde acabó siendo un asiduo de las colas del paro y de las listas de espera de la Seguridad Social, hasta que un día quisieron los hados que un colega suyo, más gandul que un trillo, le enchufara en los astilleros de barquitos chiquititos que no podían navegar. Antes de una semana, el médico de la empresa le tuvo que dar la baja por sentarle mal un bocata de panceta con callos madrileños, y ya no se le volvió a ver el pelo hasta que llegó su mes de vacaciones. Cuando por fin volvió al curro se afilió al sindicato «Grandes Astilleros Nacionales Dialogantes Unidos y Libres» (GANDUL) y lo liberaron de su trabajo en el astillero para hacer de enlace sindical en el Comité sin Empresa.

Nos cuenta la leyenda, tonto el que no me entienda, que casi todas las mañanicas, sobre las doce del mediodía, solían encontrarse los dos elementos camino del bar El Paraíso dispuestos a tomarse las primeras copichuelas del día, ya que madrugar es peligroso, da mucho yuyu y además al que madruga le salen verrugas en las arrugas.

El Paraíso era un antiguo café-teatro venido a menos que acabó transformado en bar y puticlub para evitar la ruina de sus dueños. En una de sus paredes, una copia barata enmarcada del Jardín de las Delicias del Bosco que ya estaba cuando el local era un café-teatro, se convertía en el único atisbo de buen gusto del bar. En el techo había cuatro ventiladores del tiempo de Maricastañas llenos de mugre que daban vueltas sin cesar amenazando con caerse en cualquier momento, y aunque eran insuficientes para ventilar el local, los habían dejado de espantamoscas. Buscaron los dos amigos una mesa que estuviera apartada, lo cual fue fácil, ya que a esas horas la clientela era escasa y las profesionales estaban durmiendo. Se sentaron en dos sillas descuajeringadas y pidieron un par de carajillos para abrir boca.

—Grandiosa jornada, Antoñico, el astro rey brilla grandilocuente en la inmensidad del firmamento eclipsando al resto de cuerpos celestes.

—No te enrolles, Charles Boyer, ¿qué quieres haser hoy?

—Estimada amiga y amigo, te puedo prometer y prometo que jamás volveré a pasar hambre, por ello necesito con urgencia aumentar mis posesiones del vil metal, estoy harto de andar a dos velas y de tener más hambre que el perro de Stevie Wonder. Resumiendo, querido y entrañable Antoñico, me tienes que prestar veinte pavos sí o sí.

—Pero Marqués, ¿te crees que yo fui el que asó la manteca, que yo me he caído de un guindo, que yo nasí ayer?, tienes un careto que te lo pisas, pues no, señor, no te voy a dar los veinte pavos hoy, te los voy a dar... ¡maaaañana!

—Mañana ya será tarde, ególatra, egoísta y egocéntrico amigo, al pan pan y al vino vino, y no me llames Rodrigo, que tú serás el responsable del fracaso de mi matrimonio.

—Hoy te has levantao traviscornao y el sol te ha derretío los sesos antes de venir, espabila, atontao y vamos a ver a quién le quitamos hoy la cartera. Mientras que aparece algún pringaíllo, ¿te juegas una partidica a las cartas?

Poco después entraron en el bar varios cantamañanas que venían de la fiesta de Blas con un capazo de copas de más. Al poco empezaron a cantar «el vino que tiene Asunción no es blanco ni tinto ni tiene color». El Marqués, molesto porque la Asunción no era moza de su devoción, exclamó:

—Cuál gritan esos malditos, pero mal rayo me parta si concluyendo estas cartas no pagan caros sus gritos.

—Mira, Marqués, que aquéllos son borrachos de orujo y pacharán, y es mejor dejarlos con sus asuntillos no vaya a ser que vayamos a por lana y salgamos trasquilaos.

Como el horno no estaba para bollos, el Marqués dijo aquello de «pelillos a la mar» y siguió bebiendo y jugando toda la noche con Antoñico, engañaron a algún que otro gilipollas que se acercó a jugar con ellos, y como siempre les dieron las diez y las once, las doce y las una, las dos y las tres, y borrachos como cubas los encontró la tuna.

—Triste y sola, sola se queda Fonseca, triste y llorosa queda la Universidaaaaad.

Y a partir de esos días de vino y rosas, fueron amigos inseparables, como agua para chocolate, su amistad fue eterna, fue la historia de dos hombres y un chato de vino, de dos hombres dispuestos a morir con las chanclas puestas y escribir páginas de gloria en las Crónicas de Inopia.