Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
61 – Invierno 2021
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

La carne de paloma es un manjar y Ricardo debería saberlo porque es lo único que le dice su madre, cada día, cuando le sirve el guiso: garbanzos, judías, arroz, lo que sea, pero siempre con paloma. Podrá serlo, sí, pero él siente que alguien le escurre las tripas como si fueran trapos mojados cada vez que mamá se lo sirve con esa mirada suya, tan brillante y fija.
En realidad, a Ricardo le da igual porque tiene doce años y podría comerse cualquier cosa. Siempre tiene apetito y su estómago es fuerte. Pero sus nervios no lo son, apenas adolescentes y ya almidonados por la tensión que se respira en esa casa, tan blanca y tan vacía.
Dicen que la paloma debe comerse joven, cuando aún se le llama pichón. Si no, la carne se vuelve oscura y dura y sólo vale para los estofados. A Verónica poco le importa, porque siempre la prepara guisada: de lunes a domingo, servida en la mesa del penumbroso comedor, donde le gusta comer a su marido. Tres platos de paloma, rebosantes, vapor de guiso casero impregnando las pesadas cortinas que un día puso allí la abuela y ya nadie se atrevió a cambiar. Los ha preparado tantas veces que nadie en el mundo es capaz de desplumar esos pájaros con tanta habilidad. Plumas blancas y grises mezcladas con sangre negra en el cubo de la basura, cabezas desmochadas y aún calientes, que aprenden a mirar al vacío observando a la cocinera, la de manos finas y ojos de cristal.
La casa preside la llanura, inmensos bancales que hasta hace tres años se sembraban de cereal. Ahora sólo hay rastrojos, diseminados como escobas invertidas clavadas entre surcos de cartón. Alguna amapola sangra y las alondras se quejan por el calor de agosto. Sólo las acompañan las chicharras y el solisombra de alguna encina chata. Ellas no tienen la costumbre de resguardarse en las parideras, como sus primas las palomas, que se juntan a cientos en las vigas y aleros para zurear sus penas.
Su lenguaje es triste.
Hoy es miércoles y se han podido aprovechar las tres palomas, una por comensal. Verónica las ha limpiado muy bien porque no ha pasado lo que venía sucediendo últimamente: que un ala se partía, o que una pluma no se dejaba quitar a la primera, o que ella se arañara con las patas. Lo suficiente para romperle los nervios y hacerle gritar y estampar las aves contra la pared, arrancar sus miembros, incluso morderlos y tragar sus plumas, ante la mirada asustada de un niño, ni de lejos hombre, que sólo puede esconderse y aguardar el fin de la tempestad, diez minutos de crisis que acaban con su madre llorando en el suelo y rechazando sus caricias infantiles.
Las palomas continúan su parloteo, como vecinas ociosas y estúpidas, y observan con indiferencia al niño, el que entra todos los días y mata a tres de sus hermanas. Es rubio, tiene el pelo demasiado largo, tan delgado que parece desequilibrarse a cada paso. Piernas estevadas y andar de adulto cansado. Al principio disparaba con una escopeta de perrillos que hacía mucho ruido. Menos mal que la ha cambiado por un Winchester del veintidós, mucho más ligero y silencioso. Ahora sólo se percibe un zumbido y las compañeras caen como quien se desvanece, un trapo de seda sobre el estiércol seco, y el niño se las lleva sin reventar, con apenas un hilo de sangre tibia rielando en su pescuezo.
Fue su padre quien le enseñó a disparar. Contra un bote oxidado, una bala de paja o una simple piedra, escondidos en el único cerro que había en decenas de kilómetros a la redonda. Le gustaba estar con él, los dos callados, camuflados en ese silencio horizontal que sólo alteraban los disparos y, cada vez con más frecuencia, los gritos de Verónica.
A Ricardo nunca dejaba de sorprenderle el peso de las armas, tan sólidas como la expresión de su padre, tan inestables y peligrosas como su madre.
Humean los platos en el comedor, pero ya no huelen como antes. Ahora la carne se queda blanca, sumergida en un caldo enfermo que apenas ha ablandado las pequeñas judías. Ricardo se lo comerá, porque tiene hambre y miedo. Verónica ni lo probará, con la mirada fija en la cabecera de la mesa. Y un día más, se levantará y retirará el plato lleno, ése que había colmado segura de que su marido volvería para comérselo.
Verónica nunca ha querido a su hijo y sólo lo soporta porque desea que se transforme en su marido ausente. Moreno, enjuto y callado. Manos cuadradas y cuello como un arroyo seco. Sueña que, en un instante, ese niño desgarbado se habrá transfigurado en su esposo y todo volverá al punto donde su mundo dejó de girar. Por eso le obliga a ponerse las ropas gigantes de su padre, sus zapatos de muerto, e ir todos los días a matar las tres palomas que después guisará como hizo aquel día, el último. Está segura de que algún día él también entrará en el comedor, a las dos en punto, atraído por su hirviente cimbel.
Ricardo sabe que eso nunca sucederá. Él lo encontró muerto entre zarzas. Hojas caramelizadas con la sangre seca, mirada huera, dedo aún en el gatillo. De su padre ya sólo queda el silencio, y de las alondras, el lamento. Aún se escucha en la casa. Tan blanca, tan vacía.