Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
61 – Invierno 2021
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Escalón a escalón fue ascendiendo. Veinte pisos eran demasiados y, pese a hacerlo con calculada lentitud, sabía que las piernas querían abandonar. Podía haber usado el ascensor, pero el último esfuerzo siempre debe celebrarse. Se detuvo en un descansillo y respiró hondo, quedaban pocos tramos por salvar. Miró por el hueco y sintió que había logrado algo impensable el día anterior.
Otra vez lo tienta el impulso de llegar hasta el ascensor y terminar de una vez su cruel pendiente, pero algo en su interior señala que no debe, es un desafío personal, una forma de exponer, demostrar el orgullo de pertenecer a una época en que se heredaban los libros y avergonzaba la mentira. Aspira el aire con todas sus fuerzas antes de volver a la realidad del peldaño e iniciar su aventura al decimoctavo piso.
Admito que me costó la decisión pese a que, desde mucho tiempo atrás, rondaba mi cabeza. La primera vez la consideré como algo breve, fruto del cúmulo de contradicciones que hastiaban mi existir. La impotencia de tener que aceptar lo inaceptable y asumir lo inasumible. Las viejas sombras volvían a traspasar las paredes para asentar los antiguos miedos recluidos entre memoria y nostalgia. Pienso en el álbum que quedó sobre la mesa de la cocina. Por la tarde repasé cada foto, recorrí hoja tras hoja. La vida regala recuerdos, es algo. Al comienzo había susurrado, acercándose a mis oídos: «Deseo que vivas tiempos interesantes», y la maldición china formó parte de cada decisión tomada en adelante. En el cartón subsisten caras y cuerpos, algunos color sepia, otros en blanco y negro; imágenes de distintas épocas distribuidas con precisión en el tolerado ejercicio de recordar instantes, muchos llegados en palabras oídas a través de relatos de terceras personas.
Es una pena que los aguijones en las rodillas retrasen la llegada a meta. Un sinnúmero de avispas idóneas en penetrar el tejido óseo y trasladar la evocación a tiempos en los que saltaba de dos en dos, de tres en tres las gradas sin atisbo de agitación al respirar. Cuánto fulgor en las ventanas abiertas al mañanero sol. Qué sensación de placer al sentir que me esperaba, a veces la cotidianidad, mas en otras la apuesta de alejarme a través del hueco para descubrir susurros y pájaros encendidos a la vuelta de cualquier esquina.
Las penumbras siempre aíslan los colores, la realidad suplanta sueños y el tiempo lo oculta todo. Las fotos de maniquís que no conocí crecen entre vaporosos vestidos junto a miradas de apagado resplandor. Todo se trastoca entre realidad y memoria, todo previo al último tramo revelado, en los hinchados ojos, con la indiferencia de ser uno más.
No me doy cuenta de que otra vez estoy detenido, de que la duda azota sin piedad la memoria. ¿Es lo correcto? Ahora asoman los viejos bancos de la escuela, manchados de tinta y escritos con letra apresurada, palabras ocultas, concebidas como verdades probadas, lo que es bueno y lo que no, lo real e irreal asumido en conductas imposibles de conjugar con este momento. Trampas para subsistir cuando lo que se es no acepta. Los exámenes de matemáticas dibujados como un surrealista engranaje preciso e incomprensible para lo que le era posible asimilar a un niño condenado a andar sin ser un vencedor. ¿Sabes? Me aburrí de perder. De despertar cada mañana en un mundo que no me gusta. De envejecer dando tumbos en busca de esa poquita ternura que me pueda hacer más bueno, pero bueno para mi interior, la forma de poder proyectar sentimientos, guardados décadas, ocultos a las miradas indiscretas de los pasajeros en los ascensores de cada día. Me cuesta levantar el pie derecho para trepar veinte interminables centímetros de escalón.
¿Cuántos veinte centímetros interminables van? Desde ese momento pasa a sus odiadas matemáticas: ocho escalones de veinte centímetros por tramo, dos tramos por piso y van diecinueve y medio ascendidos ya. Es igual a dieciséis por diecinueve con cinco. No puedes retroceder y mientras pasan tantos días por tu cabeza vuelves al tramo más penoso, el último. El que se manifiesta a tu visión como la cuesta más empinada, la más temida por trepar.
Los bancos se diluyen entre la tinta y el prócer colgado de la pared. Las calles son el trayecto más ilusionante. Nada me gusta, todo lo puedo cambiar. Soy parte de la generación escogida y dos mil años de historia se vierten por las aceras, venas hinchadas de vítores y abrazos. La enorme botella de utopía llenándose a la espera de la otra historia anunciada, proclamada y que no llega. No llegó. Nunca llegará.
No sé si el dolor del pecho supera a la piedra. Agujas cruzando el esófago de los ocho peldaños restantes. Es esa serpiente de anillos multicolores, desarmada, en busca de la puerta del cielo. No anda, repta. El veneno queda atrás. Revuelves los bolsillos en busca del llavero. Cada vez más torpe, desesperas, pero está ahí en un resquicio del bolsillo mal cosido de la chaqueta junto a un pañuelo sucio, envoltorios de caramelos y migas de algún pan escondido.
El hueco abierto al espacio de una azotea de antenas, excremento de pájaros, cables y tendederos de ropa. Se hincha el pecho al respirar más cerca del cielo. Mira a lo alto y el azul lo invade todo, azul, despejado, salvo allí, a lo lejos, donde saltarina una nube se mueve con rumbo fijo. Qué envidia dan las nubes. Le duelen aún las pantorrillas, los pobres músculos siguen agarrotados, pero eso no impide que avance hasta donde el cemento se precipita sobre la calle, la misma calle por la que anduvo entre prisas y torpes eses de alcohol adulterado. Poblada de baldosas desniveladas, oyentes del clamor de confiadas gargantas, multitudes asistentes a crédulas carreras.
Siento nostalgia de la pasada represión porque creía, creía que creía, pese a que, con el tiempo, sólo el solaz y el desprecio son capaces de contemplar la perfilada marcha de las cucarachas sepultureras de sueños. Sí, son cucarachas pletóricas de dimorfismo sexual, conniventes, arrastradas en su cosmos con un despliegue de masa a gran velocidad y eruditas de su oculta y acatada entelequia infecta. Llego a tocar el cielo y aún no decido entre reptiles o cucarachas. Las serpientes son imprevisibles pese a ser las más temidas. Las cucarachas están en todas partes y juntas pueden llegar a conquistarlo todo. ¿A cuáles elijo? ¿Será la vacilación dejada al azar? ¿A cuáles aplastaré al final de mi salto? Un salto tan largo como el ascenso. La escalera dejada atrás y mueren sus gradas en un bizantino propósito del tiempo. Más interrogaciones se suman a la hondura. ¿Podré ver a través de las ventanas que vaya superando? ¿Alguien dejará su tarea para contemplar mi descenso? O tan sólo queda en un prolongado grito como alegato final.
Después, un círculo alrededor del cuerpo manchado de sangre invade el cemento e impide el normal tránsito de los peatones, mientras, con cuatro dedos hechos garras, despellejas la acera, secuestras las otoñales alas de varios cuerpos y piensas que valió la pena el sacrifico de ascender trescientos veinte peldaños o seis mil cuatrocientos centímetros, según se quiera mirar.