Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
60 – Otoño 2020
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Entonces golpeó su mesa dos veces, con un lápiz del tres. Siempre que terminaba una de sus obras realizaba ese gesto, como si fuera una firma, la firma de un artista. Era un tic íntimo, para sí mismo, que reafirmaba al autor en la confianza de que su inmenso talento había vuelto a alumbrar algo tan original como sublime.
Justino vivía para sus creaciones. Solo, en un modesto piso heredado de su madre muchos años atrás. Todo dispuesto para avivar su creatividad. Muebles, cortinas y rincones oscuros, conformando un hogar tan umbrío como acogedor para el espíritu de su único habitante. Cuando terminaba su jornada laboral, siempre a las cuatro en punto, retomaba ansioso su obra, obligado por su siempre bullente imaginación.
Tan minucioso era con su labor artística, tan constante, que el piso se le estaba quedando pequeño para albergarla. Sus paredes menguaban aceleradamente porque cada día iba aumentando su exposición, galería de obras maestras dispuestas únicamente para él, que las disfrutaba noche tras noche en onanista y autocomplaciente ritual.
Con nadie compartía el privilegio de contemplar sus creaciones. Era un honor que sólo podía estar reservado para el creador de esa obra única, genial desde su concepción porque aunaba lo mejor de las más nobles de las artes: la escritura y la pintura. Justino se consideraba escritor, pero también pintor, porque no hacía una cosa cualquiera. Justino escribía esquelas. ¡Escribía esquelas! Era un artista total, un renacentista secuestrado en un cubículo del Barrio del Pilar, capaz de retratar en una sola página la vida de sus protagonistas, a modo de carta de recomendación antes de su último juicio.
Escribía imágenes con sus pinceles, sus colores y demás herramientas que disponía en su mesa de trabajo en obsesivo orden.
Pintaba con palabras. Biografías enteras en un solo lienzo, en sublime ejercicio de síntesis al alcance de unos pocos escogidos.
Su vida artística, como la de los grandes, iba evolucionando al compás de sus inquietudes. Comenzó diez años atrás con el recuerdo de su padre, guardia civil al que no llegó a conocer por una bala guipuzcoana. Le dedicó una cruz tan sencilla y breve como el listado de afligidos familiares que lo echaban en falta. La siguiente esquela, la de su madre, incorporó ciertos adornos que ahora, alcanzado el culmen de su perfección artística, le parecen pretenciosas garambainas de novato. Gracias a la larga lista de parientes fallecidos, pudo evolucionar y se adentró en épocas oscuras, pero también azules, como Picasso; recorrió caminos vitalistas primero, y negros después, como Goya. Frecuentó el abstraccionismo, conquistó el lirismo, incluso retrató otras culturas a partir de estrellas de David, medias lunas y manos jainistas.
Es cierto que atravesó una breve crisis creativa porque su lista de conocidos que habían muerto no era infinita, pero logró superarla gracias a otro arrebato de genialidad: decidió inventar el nombre de los finados, y el de sus familiares y amigos, incluso sus dedicatorias o epitafios, incorporando rimas y sonetos a unas esquelas que ya transitaban los lindes de la divinidad.
Sonó el timbre. Salió de su ensimismamiento y se dirigió a la puerta. Hacía años que Justino no recibía una visita. No es que tuviera ganas de hablar con nadie, pero concertó una cita con un comercial de telefonía que, al parecer, le iba a hacer una oferta irresistible. Lo decidió dos días atrás, cuando se dio cuenta de que necesitaba explorar un nuevo estilo: el hiperrealismo.
Se metió en el bolsillo el cúter que tenía junto a los pinceles justo antes de abrir la puerta.