Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 60 – Otoño 2020
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

I


Orihuela, 2 de mayo de 2017.

Querida Ana:

No he tenido el placer de conocerte personalmente, pero estoy seguro de que me recordarás asociado al nombre de mi madre: Sandra Vigueras. Creo que durante una temporada, hace ya varios años, estuvisteis en contacto. Lamento comunicarte que mi madre nos dejó este otoño, después de padecer una grave, triste y dolorosa enfermedad.

Decía Friedric Richter que la memoria es el único paraíso del cual nunca podemos ser expulsados. Me gustaría creer que esta conocida sentencia es veraz y que nadie tiene el poder de despojarnos de las vivencias que forjamos durante una plena y dilatada trayectoria vital. Sin embargo, en muchas ocasiones, tengo la certeza de que es necesario batallar sin descanso para que mujeres como tu madre y la mía no desaparezcan en el olvido, sepultadas por un manto de indiferencia y banalidad.

Te escribo esta carta porque, entre los muchos documentos y escritos que mi madre dejó, ha aparecido en un lugar muy especial, en una carpeta donde ella guardaba algunas de sus más entrañables pertenencias, un texto de carácter íntimo, escrito por su mano, titulado Adiós al Paraíso. En este relato autobiográfico habla de tu madre y de la profunda relación que mantuvieron en su juventud. He creído conveniente que tu familia lo comparta con la nuestra. Aunque pueda resultaros dolorosa su lectura, pienso que hay hechos que no debemos olvidar y pueden servirnos para impedir que la historia se repita en otra ciudad, en otro tiempo, con otros protagonistas.

Sé que nada podrá paliar el sufrimiento que habéis padecido en el pasado, pero quizá os reconforte  descubrir cuánto quiso mi madre a la vuestra y cómo la llevó siempre en su recuerdo. Espero que sus palabras os sirvan de consuelo, como a mí me han servido. Creo que lo que amamos de verdad nunca nos será arrebatado, que lo que amamos de verdad es nuestra única y verdadera herencia.

Recibe un saludo afectuoso de Pablo Vigueras.

                                                                           

                                        


II

ADIÓS AL PARAÍSO

¡Paraíso perdido! Perdido por buscarte, yo, sin luz para siempre

Charles Baudelaire


Todos tenemos un paraíso terrenal, un escenario inolvidable, fruto de la evocación y la nostalgia, donde nos refugiamos cuando nos acechan, en las frías noches de insomnio, el abatimiento y la desesperanza. Para mí, el paraíso es un caótico desván, en el que me ocultaba las tardes de verano para leer, ensimismada y feliz, novelas de aventuras, tebeos, fantásticos relatos que me trasportaban a países exóticos. Haces de luz estival, al penetrar  por un alto ventanuco, iluminaban una inagotable cascada de minúsculas partículas de polvo, que se derramaban, como un velo de oro, sobre los muebles raídos, los aperos de labranza arrumbados y los enseres rotos. Allí tenía la certeza de que la soledad era un tesoro y, como un dragón en el fondo de su caverna, no deseaba compartirla con nadie. Ahora vuelvo con frecuencia a ese lugar de ensueño, porque me siento a salvo de las inclemencias de la vida aunque tan solo sea durante un breve y fugaz respiro de inconsciencia.

Durante los años de la infancia habité en una burbuja de ignorancia de mí misma, una fortaleza de aislamiento que Laura, mi amiga Laura, derribó con su sola presencia, porque al conocerla fui arrebatada por el torbellino de su alegría, de su gracia y su belleza. Tuve la increíble fortuna de que se fijara en mí, la más insignificante de sus compañeras de instituto, y me distinguiera con su amistad, una relación que yo sentía como un verdadero milagro. Con Laura los actos más vulgares se convertían en experiencias repletas de revelaciones y misterios.

 Cuando acabamos el bachillerato, emprendimos juntas la gran aventura. Laura y yo nos trasladamos a la capital, a empezar los estudios universitarios. Ante nosotras se abría un mundo nuevo de posibilidades sin límite. Ella no rechazaba nada, devoraba amistades pasajeras, amores eternos, vivencias indispensables, y yo vivía a su sombra, alimentándome de sus migajas, de lo que Laura me regalaba con su generosa manera de disfrutar la vida. Recuerdo aquellos años, cargados de intensas emociones, como los más enriquecedores de mi existencia.

Laura también tenía su paraíso. Me lo contó muchas veces, a la hora de las confidencias, cuando ella creía que compartíamos todos nuestros secretos. Su paraíso era una pradera cubierta de prímulas y acianos que bandadas de mariposas pequeñas, azules y violetas, sobrevolaban al atardecer. Un arroyo discurría mansamente alimentando los juncos y abedules de sus riberas. Los padres de Laura la habían llevado con frecuencia, cuando era niña, a ese paraje idílico. Allí aprendió  a conocer el canto de los pájaros, los verdaderos nombres de los árboles y las flores silvestres y, al caer la noche, acostados sobre la hierba, contemplando el inmenso firmamento, buscaban estrellas fugaces y míticas constelaciones. Laura me prometió que algún día me llevaría a conocer su paraíso bajo la sombra de los abedules.

Antes de acabar su licenciatura, Laura conoció a un hombre ajeno a nuestro mundo. Su atractivo residía en lo que trataba de esconder, en su mitad oculta, en una especie de violencia contenida, peligrosa y terrible como un artefacto a punto de estallar. Descubrí, preocupada, que esa mezcla de frialdad y pasión era precisamente lo que más gustaba a Laura de aquel hombre. Quizá ella soñaba con romper, a su favor, el equilibrio entre las dos fuerzas. Me asaltaron las dudas, desconfiaba de su nuevo amante, pero me mantuve en silencio. Como algunos sospechaban, yo estaba profundamente  enamorada y mis opiniones parecían, a menudo, contaminadas por unos celos inconfesables. Y sin embargo, Laura tenía la absoluta seguridad de que había encontrado, por fin, lo que había estado tanto tiempo buscando. Se entregó a ese amor como solo ella sabía hacerlo: sin reservas, sin ambages. Al poco tiempo, él no dudó en arrastrarla a una ciudad distante, lejos de su familia, sus amigos, lejos de todo lo que amaba.

El día de la despedida, Laura me prometió que seguiríamos en contacto, aunque yo sabía que aquello era el fin y que debería aprender a vivir con su ausencia. Durante los primeros años, hablábamos por teléfono con asiduidad y me contaba lo entusiasmada que se sentía con cada paso que iba dando en su nueva vida, pero las llamadas fueron escaseando, convirtiéndose en formales recordatorios de fechas señaladas. La confianza y la intimidad que nos habían unido desaparecieron, se esfumaron con la distancia. No me rendí fácilmente, inventé aniversarios de promociones académicas, localicé a antiguas compañeras de estudios, organicé citas y reuniones, solo para verla, pero siempre excusó su presencia. Sus padres me dijeron que estaba muy ocupada cuidando de su casa y de su familia. Me insinuaron que la dejara en paz, que me mantuviera al margen. Yo formaba parte del pasado, no tenía cabida en su futuro.

Entonces, empezaron a llegar rumores sobre su matrimonio. Ciertos amigos hablaban de una situación insostenible. Pensé que la bomba le había explotado entre las manos, que aquel hombre se había quitado la máscara que ocultaba su oscura naturaleza. Intenté ponerme en contacto con ella con la urgencia que provocan los temores imaginarios, pero nunca me contestó. Con una mezcla de frustración y resentimiento decidí olvidarla. Laura había escogido su destino, ahora era ella la que tenía que resolver sus problemas. Yo no podía salvarla porque nunca me había pedido ayuda. No me necesitaba.

Después, un manto de silencio cubrió la existencia de Laura, como si todos fingieran que había desaparecido de nuestras vidas. Y me obligué  a no pensar en ella, a borrar de mi mente su recuerdo, a engañarme repitiendo una vez más que ya no la amaba, que nunca volvería a amarla.

Han pasado los años. Dichas y quebrantos se suceden sin tregua. Por las noches me cuesta conciliar el sueño. Me imagino otra existencia diferente, más coherente y plena que  la que vivo ahora, pero procuro no dejarme arrastrar por la melancolía. He conseguido ser infeliz de una forma normal. Como el resto de los seres humanos.

No he vuelto a saber nada de Laura hasta esta mañana, en que he recibido una llamada telefónica inesperada. Ana, hija menor de Laura, se ha puesto en contacto conmigo. Me cuenta que su madre está ingresada en una residencia cercana a mi actual domicilio. La joven ha recordado el cariño con el que, en el pasado, Laura hablaba de nuestra amistad. Quizá me apetezca ir a saludarla. Mi primer impulso es negarme. Invento una excusa. Después recapacito y me digo que ya es hora de cerrar esta herida. 

La hija de Laura me espera en la puerta de la residencia. Apenas hablamos. Le agradezco que respete este momento que para mí está cargado de contrapuestas emociones. Me acompaña a través de varias salas amplias y luminosas hasta llegar a un silencioso jardín de invierno. Entonces, pretextando  la resolución de un asunto personal que explica entre murmullos, me abandona.

Laura está sola, sentada en una silla de mimbre, rodeada de rosales y lantanas, erguida y digna, envuelta en un aura de desolada apatía. Sigue siendo hermosa. Me siento a su lado y la miro con fijeza, para grabar en mi mente su imagen querida. Me doy cuenta enseguida de que sus ojos están muertos, volcados hacia un mundo interior que no parece capaz de compartir con nadie. Me observa distraídamente y no me reconoce.

—Laura, Laura... ¿Sabes quién soy?

Tomo su mano. No la retira ni me la entrega. El contacto humano, mi contacto, le resulta indiferente. Con desesperación busco una palabra, una idea, la clave que me permita entrar en su castillo interior:

—Laura, ¿recuerdas tu paraíso? La pradera llena de flores y mariposas diminutas...

Noto el esfuerzo sobrehumano que realiza su mente para volver, desde las tinieblas donde está presa, hasta el jardín de invierno en el que las dos nos hallamos frente a frente. De pronto, arrastrada por la palabra mágica o quizá por el sonido de mi voz, Laura despierta y susurra:

—No me hables del paraíso. Yo vivo ahora en el vacío.

Después vuelve a sumergirse en su sordo universo y por mucho que intento despertarla no consigo que de nuevo se fije en mí. Su mente es un desierto de arena blanca.

No puedo soportarlo más. Me marcho. En la sala de espera me aguarda su hija. Me explica que aquel hombre, del que Laura se había enamorado en su juventud, la sometió durante años a todo tipo de vejaciones. Con un sadismo perverso llevó a cabo, hasta sus últimas consecuencias, el acoso y derribo de Laura. Sin fuerzas para abandonarlo, sin apoyos familiares, ni amistades, mi amiga se sumió en una depresión que abrió las puertas, de par en par, a la demencia. Laura no tenía heridas, ni cicatrices. No había huellas de violencia en su piel, pero su alma había sido sistemáticamente destruida hasta que no pudo soportar más esa tortura y se rompió en mil pedazos. Le dolía tanto lo que era, en lo que se había convertido, que había preferido evadirse en el olvido de sí misma.

Regreso a mi casa derrotada por la pena. Me siento una más entre los culpables que fuimos incapaces de impedir este final presentido. Y somos tantos los que hemos perdido su luz... Ahora solo nos queda la amargura, Laura también está muerta aunque su corazón sigue latiendo. Ha olvidado su identidad, sus vivencias, sus más preciados recuerdos... Aquel paraíso, donde yo había soñado perderme con ella algún día, ha desaparecido para siempre.

Sandra Vigueras. Orihuela, abril, 2012