Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
60 – Otoño 2020
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Por decirlo de alguna forma, un ciego es una persona que vive con los ojos cerrados, pero no con su inteligencia anulada. Vosotros mismos lo podéis experimentar.
Cerrad los ojos por un momento y haceos las siguientes preguntas:¿Me acabo de volver tonto o tonta? ¿Sería capaz de mantener un diálogo con un amigo sin abrirlos? ¿He olvidado todo lo que aprendí? Entonces, ¿qué cambios hay en mi capacidad intelectual por tenerlos cerrados? Ninguno, sólo que no puedo ver y necesito ayuda para desplazarme, pero nada más, y nada menos.
Ahora pasemos a examinar algunos de los aspectos erróneos que se dan entre la sociedad y los ciegos. El primero, y muy importante, es el error recurrente de muchas personas, que dan por hecho que el ciego las va a reconocer siempre por la voz, aunque hayamos hablado poco con él. Reconocer a una persona por su voz sólo se puede dar en dos casos: con aquella persona con la que hablamos con mucha frecuencia, o con la persona que tiene un tono de voz inconfundible. Con el resto de personas, que tienen un tono de voz normal, es muy difícil, por no decir imposible, reconocerlas, a menos que nos digan algo que nos ayude a identificarlas. La prueba la tenéis cuando nos llama por teléfono, sin identificarse, un amigo o amiga, que hace tiempo que no vemos. Nuestra reacción es de confusión, pues no reconocemos a la persona y tenemos que preguntarle quién es. Cuando se identifica, entonces nuestra respuesta es invariable: ¡ah! perdona, no te había conocido la voz. Pues bien, el ciego tiene, exactamente, el mismo problema que nosotros.
Este problema trae aparejado otro muy incómodo para el ciego. No es otro que la temida pregunta: ¿sabes quién soy? Pues no, no lo sabe, pero para no decepcionarnos reacciona como si nos conociera y esto es un verdadero fastidio para él, y tiene que esperar a que su interlocutor diga algo que le ayude a identificarlo. Lo dicho, un fastidio.
Para soslayar este problema, una buena compañera mía de la ONCE tuvo que utilizar la siguiente estrategia: ante la pregunta «¿sabes quién soy?», responde con «tu voz me suena muchísimo, pero ahora mismo no consigo recordar tu nombre». Su interlocutor se identifica, más o menos, y mi compañera respira aliviada, pues ha salido del apuro.
Este problema se solucionaría muy fácilmente si al dirigirnos al ciego, en lugar de preguntarle ¿sabes quién soy?, le pusiéramos la mano en el hombro o en el brazo y le dijéramos soy fulanito o soy menganita. No sabéis cuánto os lo agradecerá el ciego.
Otro problema similar se le presenta al ciego cuando, estando rodeado de algunas personas (por ejemplo, esperando en la parada del bus), alguien, de quien no recuerda la voz, se dirige, desde cierta distancia, a una persona del grupo. En esta situación, es fácil saber a quién habla aquella persona, sólo tenemos que seguir la dirección de su mirada para saber a quién se dirige. Pero, evidentemente, esto no es posible para el ciego. De modo que le resulta imposible saber si le están hablando a él o a alguna de las personas que le rodean. En esta misma situación (en la parada del bus), imaginemos que escuchamos decir: «¡Hola! ¿Te vas al centro?». Lo primero que piensa el ciego es: «¿Me preguntará a mí o a otro?». De este modo es imposible saberlo, pues la persona habla a cierta distancia y no a nuestro lado. La situación es embarazosa para él, pues no sabe si contestar o no. Si contesta y nadie más lo hace, entonces respira aliviado. Ahora sabe que se dirigen a él, aunque sigue sin saber quién es su interlocutor. Pero si al contestar, oye que otra persona próxima a él contesta también, entonces comprende que ha patinado y esto le frustra un poco.
Puede suceder también, en cualquier situación, que la persona que se dirija al ciego sea completamente desconocida para él; entonces de poco nos va a servir identificarnos, puesto que el ciego no nos conoce. En este caso, lo que sí que podemos hacer es tocarle el brazo al tiempo que le hablamos; así, al menos, el ciego tiene la plena certeza de que se dirigen a él.
Por eso insisto en lo necesario que le resulta al ciego que, cuando le hablen a él, le toquen el brazo, le llamen por su nombre y a continuación que la persona que le habla se identifique, siempre que sea posible. Recordemos que el ciego sólo reconoce por la voz a las personas con las que habla con mucha frecuencia o tienen un tono de voz muy especial. A los demás no nos reconoce y para ello necesita nuestra ayuda.
Reconozco que no es nada fácil ponerse en el lugar del ciego. Las necesidades de un ciego sólo se comprenden si se está en las mismas circunstancias que él. Precisamente por eso hago esta pequeña aportación; y haría muchas más, pero sería necesario mucho espacio.
Y para terminar, sólo añadiré que la tan conocida mala uva de muchos ciegos está directamente relacionada con la impotencia que sienten ante la incompresión (cosa muy lógica) de la sociedad hacia ellos; pero de esto, ni tiene la culpa el ciego ni tiene la culpa la sociedad. Es una adversidad más de la vida.