Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
59 – Verano 2020
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Creí que iba a ser un buen día porque me desperté con ganas de tirarme desde el viaducto. No sabía cuánto tiempo llevaba tumbado, atado a la cama por la depresión, a la que podía escuchar carcomiéndome el ánimo y las fuerzas. Sin embargo, cuando ayer abrí los ojos me sentí con la energía necesaria para subir hasta allí y saltar, así que terminé de pasar la aspiradora, limpié las ventanas y me puse la ropa que más me gustaba: unos pantalones grises con una camisa blanca de manga corta. Y mis zapatos negros. Margarita, mi ex, me decía que era muy rancio vistiendo, pero la gente siempre se suicida con zapatos negros. Me decía tantas cosas: maniático, neurótico, egoísta creo que fue lo último que le oí decir antes de que cerrara la puerta.
La opción de saltar al vacío era la que más me convencía. Las pastillas son efectivas y asépticas, pero un tanto impersonales, y la escopeta me obligaría a volarme la cabeza en casa porque en otro sitio llamaría mucho la atención. Demasiado sucio: se pondrían perdidas las cortinas y la moqueta, y si tardaban en encontrarme el olor lo impregnaría todo y mis hijos no podrían vender el piso. Aunque no debería preocuparme por eso: llevan casi tres años sin querer saber nada de mí, desde que se fueron con su madre.
Hacerlo desde el viaducto no es nada original pero me parecía lo más práctico: está muy cerca de casa y mucha gente decide matarse allí, así que nadie se traumatizaría demasiado al verme estampado contra el suelo. Además, iba a procurar caer de pie para causarme el menor destrozo posible y no robar demasiado tiempo a los del tanatorio. Sí, sé que es difícil, pero imaginen la escena, puede que hasta guiñolesca de tan bien cuidada: mi cuerpo más o menos entero y respetuosamente observado por los transeúntes, sin apenas sangre, los cedros al fondo mecidos por un viento anémico y el arco gris del viaducto, monumental, abrazándolo todo. Dicen que el antiguo, el de hierro, se inauguró con el traslado de los restos de Calderón de la Barca. ¿A alguien se le ocurre mejor cadalso para dar este último paso?
Así que ahora no debería estar aquí, viendo cómo el polvo ensucia otra vez los cristales. Pero mira, cosas de la vida: estaba ya debajo del viaducto, dispuesto a subir por la cuesta lateral, cuando sentí un zumbido y un gran golpe a unos tres metros de mí. Apenas pude ver por el rabillo del ojo una estela azul y naranja y la verdad es que me llevé un susto tremendo. Cuando abrí los ojos, después de unos segundos, vi lo que todo el mundo puede imaginar: los restos de una mujer (parte de ellos resbalando por mi camisa blanca), ni joven ni vieja, que se me había adelantado cinco minutos. Rápidamente empezó a llegar gente y muchos me preguntaron si estaba bien, ya que la suicida me había pasado prácticamente rozando. «Jesús, Jesús», decían las abuelas, acelerando el paso. «A ver, a ver», husmeaba la mayoría en morboso cacareo. Se sentían fascinados por la imagen de aquel cuerpo deslavazado, con posturas y quiebros irreales, una marioneta sin hilos abandonada por el titiritero.
Me alejé unos pasos de aquel cardumen insano, de los dobladillos empapados. Me sentí hundido e inútil, sin fuerzas para continuar, y decidí volver a mi casa y encerrarme, sabe Dios hasta cuándo. Estaba furioso con esa desgraciada, no tanto por haberme usurpado el papel de protagonista en mi propia función, como por haberlo hecho con tamaña desidia. No se puede saltar así, de cualquier manera, sin comprobar si hay alguien pasando por debajo; ni hacerlo de cabeza, salpicándolo todo. Pero eso no fue lo peor; lo que realmente me enervó fue que aquella miserable hubiera profanado ese santuario de almas torturadas vistiendo unas vulgares sandalias.
Debería ser obligatorio matarse con zapatos negros.