Siempre le gustó escribir. Tiene cierta habilidad para hacerlo.

Está escribiendo un relato con la intención de presentarlo a un concurso. Escribe y tacha, vuelve a escribir.

Tiene algún conocimiento de técnicas de escritura. En esta ocasión dichas técnicas no le están sirviendo de mucho, ya que escribe mucho, pero lo que ella quiere hacer no le sale.

Ha observado que cuando cambia de ambiente, sale de casa o va a otro pueblo le suelen venir nuevas ideas.

Una mañana cogió el Costa y se fue a Orihuela. Deambuló por el casco antiguo, donde había transcurrido su infancia. Al pasar por la puerta de la catedral se decidió a entrar. El sonido del órgano, el aroma a incienso, el tañer de campanas... Es un ambiente precioso, pensó.

Y en la cafetería del hotel Tudemir tomó café y alguna nota.

Algo la animó el viaje, pero el giro que necesitaba el relato seguía sin encontrarlo.

El relato estaba bien: las descripciones, los personajes; pero el verdadero protagonista no adquiría relevancia en el texto.

Lo dejó. Necesitaba distraerse, salir, pasear por la playa, ir al Casino a alguna conferencia, y así lo hizo. Pero nada le impedía seguir pensando en su escrito.

Y un día vio la convocatoria de un concurso literario. Una de las condiciones de dicho concurso era que tenía un límite de palabras.

Sacó del cajón el texto al que tantas vueltas había dado. Y se preguntó: ¿cómo en tan pocas palabras voy a resumir estas páginas?

Fue suprimiendo adjetivos superfluos, acortó mucho largas descripciones que no tenían ningún sentido, se centró en lo que realmente quería contar. Y el protagonista principal, por fin, tomó la relevancia que ella deseaba.

Presentó su trabajo en tiempo y forma. Su intención era participar simplemente.

Cuanto le notificaron que había resultado ganadora, fue para ella una gran alegría.

Comprendió que es una virtud del escritor ser breve, marcarse un objetivo, no perderse por caminos que no conducen a ningún sitio y centrarse en lo que realmente es importante.