Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
58 – Primavera 2020
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja
Las últimas luces del sol de otoño se van escondiendo. Un grupo de personas se reúne informalmente en una sala. Crean un ambiente entre cálido y tenso. Casi todas las edades están representadas y, con ellas, los diversos intereses que convocan. Sobre la mesa, inmóvil, espera el objeto de la reunión envuelto en un suave trozo de tela.
Muy cuidadosos, todos se van acercando; pero nadie se atreve a tocarlo. Gabriela, quizás la más decidida, descorre la tela y allí aparece pequeño y gigante, inmóvil e inquieto, gastado y radiante: un violín. Se presenta cual Stradivarius y todas las miradas convergen en él.
—¡Santiago, es maravilloso! —exclama Beatriz, tomando la palabra de todos. Asombrados, mudos, paralizados, no pueden apartar los ojos de ese instrumento que saben tiene su historia. Así empiezan las preguntas, alborotadas, suaves, intensas, profundas.
Santiago quiere desaparecer de escena, pero su creación está sobre la mesa y lo siente como un hijo que le llama. Su compromiso es enorme, su emoción también. Sabe que el grupo lo mira y espera mucho de él, piensa que no está a la altura de las expectativas. Traga saliva y toma coraje tratando de que las palabras surjan firmes. Al final las preguntas nacen sin esfuerzo.
—¿Cómo se te ocurrió hacerlo? —dice Ana.
—Es una larga historia —contesta Santiago—, pero vamos a armarla entre todos. —Y continúa hablando—. Cuando comencé a hacerlo, estaba preso en la cárcel de Libertad. Una cárcel de alta seguridad en cierta forma pensada para presos políticos.
—¿Por qué fuiste a esa cárcel? —pregunta Tania.
—Yo caí preso en mayo del 72, deambulé por diversos cuarteles sin saber por dónde andaba, siempre encapuchado. Resultaba difícil saber adónde me llevaban. Los operativos se hacían en la noche y nosotros siempre encapuchados. Lo único que interesaba era resistir. Aunque parecía casi imposible.
—Pasaste un invierno tremendo, sin saber si saldrías vivo o muerto —le interrumpe Tania.
—Es cierto. Recuerdo que una noche muy fría nos hicieron subir a un camión y anduvimos mucho rato. Sin hablarnos, todos pensábamos que ese sería nuestro fin; pero no, amanecimos en el Penal.
—Y ahí, ¿qué pasó? —pregunta Sofía.
—Ahí empieza otra vida, más estable, no menos rigurosa, pero sí, más estable. El tribunal militar me había adjudicado 25 años de cárcel, demasiados para pensar en salir —recuerda Santiago—. El año en que me secuestraron, nació mi hija. A los cuatro meses de estar preso. No la pude tocar, sólo verla atrás de las rejas. Recuerdo que cuando me enteré de que había nacido rasgué la camisa, conseguí lanas, aguja e hilo y junto con ella nació su muñeca. Liscano, un compañero que ha publicado varios libros, en uno de sus relatos afirma que fue la primera muñeca que vio nacer entre hombres. Hasta ahora mi hija la guarda. La vida se va llenando de tristeza —continúa Santiago—, pero también se da la suerte de tener compañeros que nos cuidamos entre nosotros para que nadie caiga, para que nadie se deje vencer. Así creas un grupo tan fuerte, pero tan fuerte que te acompaña toda la vida.
—Es muy interesante lo que estás contando —señala una de las participantes en la reunión—. Nos llevaría muchas horas de charla; pero en este momento nos atrae algo sólo tuyo, ese violín que está sobre la mesa.
—Es cierto, volvamos a lo que nos convoca —dice Santiago—. Unos años después, con la rutina de la cárcel, nos acostumbramos a un montón de cosas que jamás imaginabas que sucederían. Un día pasa por los calabozos un oficial preguntando quién de nosotros quería estudiar música. Con tal de salir, me anoté inmediatamente. «¿Qué instrumento?», preguntó el oficial. «Violín», dije, ante el asombro de mi compañero de celda y del agente del orden. Ante lo que parecía una burla, le contesté con otra. «¿Sabes algo de violín?», se asombró mi compañero. «No tengo ni idea, pero quiero hacer algo distinto», contesté.
»Muchos años estuvieron detenidos músicos de la altura de Miguel Estrella, Baladán, Herrera, Aníbal Sampayo, entre tantos otros. El arte siempre acompañó al artista en las peores circunstancias. Pasó el tiempo y se olvidaron de la propuesta. Pero llegó un día en que la puerta se abrió y el oficial dijo: «108, a clase de música».
»Nunca fuimos llamados por nuestro nombre. Durante años se nos adjudicó un número. Nos llevaron a un lugar amplio. Se encontraron tres personas: el profesor y dos alumnos, y un solo violín. De todas formas, se las arreglaron y comenzaron a tratar de hacerlo hablar. Cuando lo tenía el profesor, los sonidos eran armoniosos. Cuando lo hacían los alumnos, los demás presos se alarmaban. Quien leyó los comics de los 60 recordará a Tobby tratando de tocar el violín en la revista La pequeña Lulú —continúa Santiago su relato—. Salí con una idea: crear mi propio violín. Junté maderas, muchas, de las que aportaban sus compañeros, finas, más gruesas, piolines... A las maderas más gruesas, las curvé, las prensé como pude y poco a poco les fui agregando los elementos. Me dejaron pasar las cuerdas, la voluta fue el regalo de un compañero. Cuando quedó en libertad uno de ellos, que además era músico, le pedí que se lo llevara, porque nunca se sabía cómo se manejaba la represión. Le dije que se lo entregara a mi hija, que en esa época ya era una niña. El violín se despidió de mí para ganar la libertad, unos años.
»Cuando fui liberado, en 1985, junto con todos los presos políticos, aún existía. Lo llevé a un luthier para que lo rearmara. Allí quedó, nadie sabía tocar el violín. La vida sigue, aparecen otras cosas, ese instrumento pasó a ser un adorno en la pared —concluyó Santiago.
Las conversaciones entusiasmaron a un grupo de músicos, que quisieron darle vida para que fuese testimonio de que nada está perdido, por adversas que parezcan las circunstancias. Empezó el proceso de una nueva creación, esta vez en libertad.
Aún le faltaba el alma y el puente, elementos fundamentales para lograr un sonido armonioso.
Con una maravillosa generosidad, Gabriela y Alejandra repararon las heridas. Al no tener el puente, la violinista sacó el que llevaba en su brilloso violín y lo colocó al que había permanecido en silencio tanto tiempo.
Los corazones latían fuertes, muy fuertes, haciendo un coro de apoyo al nacimiento que se avecinaba.
Al fin, Alejandra se paró segura en mitad de la sala. Acomodó con dulzura el viejo violín y, ante los oídos asombrados, empezaron a sentirse las notas de La primavera de Vivaldi.
El momento fue indescriptible. Cuarenta años de diferente dictadura hablaron con la más maravillosa de las melodías.
Por las mejillas de Santiago corrían dos suaves lágrimas.