Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 58 – Primavera 2020
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

La lluvia golpea con fuerza los cristales. La añosa y despintada madera que los sostiene implora este anochecer en un último y abatido intento por permanecer aferrada al marco de la ventana. Qué lejos quedó aquel tiempo en que, comedida y reluciente, colgaba la mirada de un verde jardín o era el afiche expuesto a todos los que visitaban la pequeña y sencilla casa de la que también yo fui parte.

No estoy satisfecho por lo hasta aquí escrito pero, aún hoy casi centenario, admito no saber hacer otra cosa, contorno de pequeños gestos, mediocre poesía influenciada por prisas adolescentes de expectativas y floral por las palabras dichas en patios de colegio, terreno propicio para espulgar las espinas y adornar con pétalos los oídos e incitantes entrepiernas.

La lluvia abofetea mi cara exterior como nunca o por lo menos así lo parece. Un escalofrío trepa por las vértebras hasta instalarse en este cerebro ahora en blanco, incapaz de expresar el ímpetu de ese impulso desmedido justo en el entorno, ya incontrolado por la masilla, que apenas puede refrenar a unas guías desvanecientes y entregadas al carcoma de pasadas transparencias.

La humedad se expande hasta ser ceguera. Sobre mi cara, un niño dibuja, con el pincel de su índice, un velero que navega en busca de abrigo en el espejismo de un puerto imaginario listo para vedar el retorcido devenir de las olas. Mar de profundos matices, de grises abandonados a mirar el despertar de manos hartas y extenuadas de enrollar y desenrollar persianas.

Tal vez sea la forma de retornar a tiempos de setos y flores. Días de aceitunado césped y troncos, retorcidos con dedicación y esmero; previos a los largos inviernos; intemperie escoltada por dosis de añoranza y olor a pastel de manzana cociéndose en el horno de leña. El conjunto más intuido, la memoria y el olor. La emoción de añorar voces y olores entre tormentas y plácidas tardes de sol.

Un todo sentenciado a envejecer del que yo no podía ser la excepción. La carne condenada a pudrirse; lo pétreo, a transformarse; el fiero a ser domado; la sonrisa, a traslucir una mueca irremediable.

Admito haber negado el crepúsculo por más tiempo del que debía. Eso es natural en los humanos mas, después de tantos años, de tanta vida existiendo como sustancia, no puedo substraerme a la curiosidad de igualarme a ellos o por lo menos alcanzar alguna de esas cualidades de las que fui testigo. Un cambio total de las primigenias caras a las que fueron pareciéndose sus sucesoras. Las manos duras, callosas, la espalda corva y dolida, un andar vestido de negro mutando en otros tonos primero y, después, gozosos colores que tampoco dejaron de oscurecer, de anochecer.

Mi designio fue acompañar el paso de la luz, aun cuando ésta no lo pareciera. Inventar las transparencias a un lado y a otro mostrar la fértil rigidez adquirida. La sensible nitidez que permitió a mi materia ser testigo del afán de un simple o diferente propósito ya que, en ese casi siglo, las verdades mudan según la realidad impartida. El escenario es el mismo,  los actores otros.

El primer morador lo construyó todo paso a paso con esfuerzo e ingenio. La meta primera, casi única, fue que todo permaneciera en este lugar. De él partieron las vías creadas con cada paso. Leía en voz alta. Se explicaba seguidor de un dios de papel atribuyendo a la fe no sólo el alimento del alma sino la vanidad de obrar, pensar y resistir. Quien resiste alcanza su objetivo, preconizó hasta el último instante y quedó escrito en la moldura de la chimenea del salón.

Más allá del carácter, la vid transmitió racimos de esperanza capaces de madurar con el paso de los días. Los contemplaba desde el marco que sujetaba mi forma y percibía que todo eso era parte también de mi naturaleza. Uvas dulces a los primeros escalones y tan sabias que el posarse en el rellano era la necesaria tregua dada a la madera, un alto en el desvarío de un viaje rumbo al espacio desconocido.

Nada dejó de transcurrir. A los cambios físicos se sucedieron cambios de concepto. Nuevas formas de entender la función de esta ventana de la que formo parte y, además, diferentes percepciones de mí mismo para asimilar tantos cambios de conducta. Todo demasiado rápido. Más rápido que el desgaste de un mundo que no sólo formaba parte del despuntar, sino al que amaba, porque la incandescencia de mi silueta maduraba y moría con cada instante. El ojo a ambos lados no dejó nunca de percibir, en verano con nitidez y en invierno empañado por la humedad, la escarcha o el furioso baile de las ramas al son del bosque cercano.

Creo que tanto ellos como yo confiábamos en la eternidad sin tener en cuenta que es lo único incontestable que llevamos a cuestas desde el nacimiento. En esa certeza, este cristal pasaba los días contemplando, sin juzgar, una sucesión de sosiegos e inclemencias, comprensión e intolerancia, presencias y ausencias. La casa cimentaba su transformación en la misma medida en que yo permanecía inerte entre pequeños listones de madera envejecida, inadvertido las más de las veces y dificultado para transmitir el trasluz de mi creación a fuego.

El polvo exterior cubrió mi faz exterior al tiempo que a la faz interior no le fue posible superar la indiferencia. Hasta un simple vidrio de ventana es capaz de percibir su cuerpo fuera de ese contexto humano que siempre lo considerará una vulgar cosa, que le negará su vida propia, y no entenderá mi presencia como parte activa del decorado.

Así yo, apacentado por la arena de sílice como madre, mudé a cristal desclasado. No es posible que exista gente rendida a mi transparencia mientras que, en la escala oficial de valores, sea un ramplón vidrio carente de himno. Tengo una función, lo repito, y por favor creed, eso debe ser respetado. Herir sensibilidades es cruel, y la mía, después de décadas existiendo, con una cara a la intemperie y otra a lo humano, poseo el suficiente ego como para desprender una pizca de vanidad.

Había visto dos generaciones de finales y, en consecuencia, era sabedor de que el mío no podía tardar en llegar. Lo sentí cercano, y superado muchas veces, en forma de granizo, balonazos y hasta agredido más de una vez por piedras de respetable tamaño, mas no imaginé su llegada en medio de un vendaval.

Muchos vientos pasaron a lo largo de mi existencia, a veces más de uno por año, pero éste que hoy estremece, sin ser más brioso, zarandea sin pausas mi compuesto formador de estructura, de tal manera que, entre gemidos, apenas sujeto ya el listón superior de vida útil que me fue otorgado. Además, en estos momentos carezco de aflicción alguna, tras recolectar tanta transparencia; los humanos lo llaman vivencia, se fusiona con el pánico al futuro que, estando ya hecho añicos, se extiende en una alfombra de rígido suelo y, por cierto, que nada leve.

De ángeles o dioses, siempre tuvimos la visión confiada de ellos. Lo dictaminó Fernando Pessoa, pero al último morador que aún contemplo no le compete ver más allá del papel despegado de la pared y la lluvia empapándolo todo. Dentro y fuera, los listones se desprenden unos tras otros y resignados caen mis hermanos. La botella de vodka trasluce, entre trago y abandono, un contorno diferente al mío. Miro asombrado que también el alcohol sea testigo del mismo final mientras, a un costado, fundida a mil quinientos grados, se desmorona sílice y caliza. Sólo la carne aguarda idolatrando los trozos de cristal.