Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
57 – Invierno 2020
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja
—¡Canta algo, maldito juglar!
El grito llegó a Frábero acompañado de un aguacero de cerveza caliente mezclada con babas, que empaparon el pelo del prudente bardo. Las risotadas de la mayor parte de los presentes inundaron el salón de la taberna El Soplón Mudo, sin duda uno de los antros más sucios y detestables de todo el reino de Myrthya. Un refugio de cazadores, tramperos, mercenarios y sufridos campesinos situado en la pequeña aldea de Ilurbia.
—¡He dicho que cantes o te clavaré ese trasto que llevas en el mismísimo culo! —repitió desde una de las mesas centrales un tosco y barbudo gigantón borracho y pestilente.
Todas las miradas se clavaron en Frábero, hombre de mediana edad y apariencia débil que un buen día, muchos años atrás, decidió hacer de la música y de la poesía su razón para existir y desde entonces viajaba acompañado de un viejo laúd y una extraña flauta de una a otra esquina de Mundo Conocido cantando y recitando sus composiciones. El temeroso aedo apartó con delicadeza la silla en la que estaba sentado y se apoyó sobre la mesa mientras afinaba las cuerdas de su instrumento. Pronto, una dulce melodía comenzó a sonar impregnando la taberna de un sosiego desconocido hasta entonces entre aquellas mugrientas paredes. Los gritos, risas, eructos y disputas disminuyeron hasta hacerse casi imperceptibles, y si alguno osaba levantar la voz más de la cuenta era invitado a guardar silencio por la fuerza.
Cuando la música se erigió conquistadora de aquellos burdos borrachos,Frábero comenzó a cantar con una voz suave y melódica.
Dime, madre, si hay en la vida
un motivo justo por el que luchar.
Dime, madre, si con mi temprana muerte
la vida de otros conseguiré salvar.
Dime, madre, si éste es mi mundo,
por qué el extraño lo quiere arrasar.
Dime, madre, si el color de mi sangre
es tan distinto de quien me va a degollar.
Moriré por quien amo;
moriré por la tierra que me vio nacer.
Moriré luchando en vano;
moriré por aquello que aún me queda
por conocer.
Dime, madre, qué será de ti
cuando ya no podamos conversar.
Dime, madre, cuál es el secreto
para marcharme de tu lado sin suspirar.
Dime, madre, que en tu recuerdo
un hueco para mí guardarás.
Dime, madre, que en el olvido
tu hijo, que te quiere, no caerá.
Moriré por quien amo;
moriré por la tierra que me vio nacer.
Moriré luchando en vano;
moriré por aquello que aún me queda
por conocer.
Cuando la música dejó de sonar, el silencio reinó en la estancia. Sólo el sonido de una silla al caer y de la puerta de la taberna cerrándose con un golpe seco rompió el sosiego que reinaba en el salón. Fuera, en la oscuridad de la noche, las antorchas sujetas en las paredes de las casas dibujaban una enorme sombra que se movía con velocidad hasta entrar en una morada situada no muy lejos del local. Allí, una anciana remendaba unos destartalados calzones sentada en una mecedora. La silueta se abalanzó sobre la mujer y la abrazó con fuerza mientras le daba un tierno beso en su frente. Luego, con la misma rapidez que llegó, el tosco y barbudo gigantón, borracho y pestilente, salió de la cabaña en dirección a la taberna dejando tras de sí a su sorprendida y sonriente madre.
La balada pertenece al cancionero del antiguo mundo recitado por bardos y aedos.