Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 56 – Otoño 2019
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

La habitación es amplia, bastante clara, y los pocos muebles que viste ocupan el lugar adecuado. Cuando vivíamos la edad en que todo era posible, amanecía atiborrada de palabras, libros y afiches. Hoy continuamos entre las mismas paredes, con un paisaje distinto al imaginado tras el ventanal. Tras el cristal contemplamos el jardín podado hasta extremos que no alcanzábamos a sospechar cuando éramos creyentes y nos invitaban al firmamento como algo posible, como un cúmulo de buena voluntad y un largo sorbo de fraternidad. Juntos fuimos devotos de los buenos sentimientos y como tal los manifestábamos cada día con los bolsillos llenos de piedras y cargados de razón. Por la noche leíamos libro tras libro. Se gastaba la tinta y el papel, pero los ojos atiborrados de renglones insistían en el análisis, tanto el de esa tinta como el del papel.

Era el tiempo en que estaba bien visto usar ropa importada y la marca podía definir el lugar que ibas a ocupar en el grupo, pese a que la devoción mostrada hacia el guía lograba granjearle a tu apreciación un significativo tiempo de discusión. Tenías gracia, eras activa y drástica mientras mis ensoñaciones vedaban mi participación y tendían, casi siempre, a cuestionar los mandamientos irrefutables que nos llegaban en amarillos papeles mimeografiados. Hoy pienso que estaba en el grupo de discusión y estudio sólo por ti y, aunque participaba, poco decía. Pero, pese a todas las dudas que ese tiempo genera en el presente, el compartido en aquel salón fue el más feliz de unos días tan cercanos a los hados. Allí soñé, amé y quise creer. Dije ser el primer aspirante a la miel de tus labios e intenté correr por delante de la realidad que comparecía pregonando una vestimenta de otro color, publicitando una talla equivocada, aseverando que las puertas de la vida se abrían de par en par e invitaban a sentarnos al borde a una fuente de la que manaba la savia y la eterna juventud.

Los muebles, informales y sin estilo definido, se apilaron impregnados por el humo del tabaco negro, manchas dibujadas con gotas de café y una botella de aguardiente esperando paciente en la nevera. Fue el momento de mayor exaltación, el más ilusorio y cargado de convencido mañana con la utopía como manjar. Después de allí fue el caer.

Profesamos un mundo atiborrado de cuestas abajo elevadas para transitar. Sudor, pólvora y sangre en el intento de volcar el viaje del asfalto que hoy pisamos en la misma dirección. Todo era cuestión de fe. Tú la profesabas, yo recelaba; pero no dejaba de delirar con pervertir el sudor de nuestra piel. Mi fe eres tú, decía y corríamos de la mano entre balcones que exhibían muescas de óxido en el metal forjado por un anónimo herrero.

Los libros, amontonados en estantes y también sobre el piso, habían abierto la puerta de creer o descreer; eso según la interpretación que asignábamos a las palabras. Los signos, receptores y transmisores, nos aportaban el tema de la eterna discusión. Con frecuencia se introducía por subterfugios de inexperiencia ante decisiones o los cambios que implicaban esas decisiones. Y así, hora tras hora, hasta que la realidad nos golpeaba y yo, con los ojos enrojecidos accedía a no renunciar al objetivo que nos unía.    

La contraprocesión al cónclave definitivo se inició casi a la misma hora que nuestra peregrinación. Las separaban varias calles pero estaban condenadas a encontrarse. Se respiraba tensión y las consignas a voz en cuello desplegaban la oposición a cada una de las medidas que allí se debatían. El objetivo era tornar al pasado y hacer de la reprobación el arma básica de control y adoctrinamiento. Habíamos discutido toda la noche. ¿Era posible transformar el mundo sin modificar la actitud de quienes lo tienen que cambiar? Cita tras cita, autor tras autor, experiencia tras experiencia. Todo yació sobre la mesa como en una partida de naipes y ya casi nada pudo ponernos de acuerdo. Demasiadas cartas marcadas sobre la mesa.

Tú sostenías la pancarta y yo era el más rápido. Al siguiente día encontré tus ojos en el periódico. En él denunciabas que la separación sería por años y, al principio, verte tras un cristal cada quince días fue el único estímulo a cada semana sin ti. Contabas que todos callaban, yo te hablaba de las procesiones prohibidas y con gran prisa vaciaba los estantes de la librería. Así el salón se fue deshabitando de muebles al tiempo que de ilusiones. Toda la casa se abarrotó de la necesidad de un viaje inevitable. Y despegó el avión mientras las rejas te susurraban extraño y de la nada surgió el verde, la luz y la expectación de tener que ser otra vez.

Los cosas tienen vida, decías, y yo perjuraba: sólo pueden ser la vida que deseemos darles, la única capaz de encarnar ese momento especial.

La arrogante agonía de los últimos días de separación se cargó de recuerdos, de dudas y también de miedos. Los caminos bifurcados habían trazado diferentes conceptos y pese a desconocerlos sabíamos que existían. No son igual las reflexiones entre cuatro paredes que en la amplia alfombra de la distancia.

Los muebles más viejos volvieron a desaparecer. Llorabas cada vez que te desprendías de uno mientras rememorabas con todo detalle lo que había guardado en su antigua vida. Me acusabas de haberlos matado cuando cerré la puerta con dos giros de llave a la derecha ignorando si algún día podría, el mismo giro, hacerlo a la inversa.

La muerte de los sueños se certificó por inanición. Algún forense, sin alterarse, la firmó y nunca más volví a saber de él. Tú sí, se cruzó en tu camino muchas veces. Sabías que era él, porque su voz penetró en tu cerebro y allí se quedó pese a no ver nunca su cara. No le dabas nombre, no tenía forma, sólo era voz. Una voz acerada a la que temías porque sabías que, tras ella, llegaba irremisible el dolor.

Escribías largas cartas en las que narrabas y analizabas cada instante superado mientras era exiguo el espacio que dejabas a la curiosidad. Admito que eso me molestaba. Nada era más alejado al paraíso verde que suponías porque si bien en él todo era difícil, cada noche me era permitido contemplar las estrellas y sustentar que ése era el propósito imaginado. El aura migrante se había posado a un costado y la sentías como parte de la negación del salón cerrado en el centro de una ciudad aún antojada pilar y centro del cosmos.

Las puertas de la reclusión se abrieron casi sin avisar. A la distancia percibí cada uno de los pasos conductores a la presencia fantasmal de un espacio ya hostil a tu retentiva. Seguro que cuando alzaste las persianas, esa nariz, acostumbrada al polvo, se sumergió en el perfume de cada memoria ausente. Esos detalles que, a pesar de saber su ausencia, te habías negado a aceptar como parte de otra realidad. Esa parte en que la distancia cambió la percepción y te negó el ser confidente de las estrellas, además de marginar el acceso a baldosas portadoras de la sabiduría de otros pies.

El teléfono sonó con la ansiosa insistencia de quien tiene algo que contar y también que conocer. Dudé porque no sabía qué decir. Omitía la muchacha aquélla de la adolescencia y sobraban las nuevas vivencias. Todo fue atropellado con la evocación del amor en cada palabra pero sin dejar de estar presente, sin estarlo, la duda acerca de mi nuevo entorno y la incertidumbre sobre lo poco o mucho que habías cambiado y, más aún, por qué no estás aún aquí o cuándo vienes. Qué fue de nuestros muebles. ¿Vienes o voy? Quién volará y será el primero en decir que, en esta vida, no existe nada lo suficientemente llano como para carecer de tropiezos.

Al final fui yo el que, sin mirar atrás, atravesó el puente. Era consciente de que dejaba mucho, pero el nuevo mundo construido aún estaba lejos del anhelado y más que nada tenía que aclarar ese enigma muchas veces planteado: ¿puede más el pasado amor o el sosiego de las estrellas?

No me esperaban los habitantes de una ciudad que nada había cambiado. En el aeropuerto esperabais tú y el pasado. El taxi de camino a casa presiona la memoria. Surgen calles y edificios a través de la ventanilla mientras compongo comercios, esquinas y otros lugares entrañables que perduraron en el rincón de lo olvidable.

Relatas tu experiencia entre cuatro paredes. Repites y repites intrigas ya repetidas sin intentar acercarte mi cansancio. No quiero más viejo, retornar a lo ya vivido. Sólo tú llamas a la puerta de los sentimientos alertas. Reparo en el perfil de tus ojos silenciosos, el paso vacilante al subir la escalera de veteado mármol o la mano temerosa hurgando el bolso de cuero gastado del que cuelga un rosario de lágrimas. Mi mano también tiembla porque sabe que llegó el momento de introducir otra vez la llave en la cerradura y girar al revés de como lo hizo demasiado tiempo atrás.

¿Cómo estarás viendo la realidad? ¿Encontrarás algo que me asemeje a la persona que has conocido antaño? Quiero pensar que sí, porque debajo de la camisa de marca inglesa late el mismo corazón. Golpea setenta veces por minuto sin procesiones o contraprocesiones, sin consignas y discusiones, sin posibles o utopías. Cielos con iguales estrellas, idéntica luna y ríos navegables. No sé si es bueno o es malo, pero es hoy mi realidad.

La habitación es amplia, clara y viste pocos muebles, no guarda tan siquiera el eco de aquellas frases repetidas hasta la saciedad. No se atreve con nuevos argumentos. El miedo también es suyo. Quedan pocos libros, algún disco de tapa descolorida y aquí, junto a la puerta, dos memorias repletas de dudas pero dispuestas a volver a empezar.

Es nuestro cónclave. No queda otra opción, preguntarse si valió la pena y con dos copas de vino brindar por los muchos muebles desechados, por los que aún perviven y por los que llegarán aunque la distancia nos haga un guiño y tú aceptes lo que yo acepté sin que preguntemos quién tiene razón.