Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
56 – Otoño 2019
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Todos los fines de semana hacemos algún deporte en Los Montes Verdes, la urbanización que queda al lado de donde vivimos. Nosotros tenemos una cancha, pero allá es mejor porque es de usos múltiples y podemos jugar baloncesto, volibol o fútbol sala, y también hay un terreno baldío que utilizamos para fútbol campo y béisbol. Además, nunca faltan los colombianos que le dan competitividad a las partidas. Viven y trabajan en el vivero de la zona bajo unas condiciones medio sombrías que nunca preguntamos.
Allí fue donde conocí a Hugo. Un joven de 30 años sin talento para ningún deporte, con ojos saltones, orejas puntiagudas, dientes postizos, espalda desviada, una urticaria permanente en los genitales que se rasca sin vergüenza y el trastorno bipolar que lo lleva a saltos de humor en instantes que van de depresión a euforia y viceversa. Esto último lo sé porque me lo advirtió al presentarnos. Hice conexión inmediata con su rareza. Siempre me ha caído bien la gente medio extraña, distinta a los patrones.
Ipso facto noté que es un blanco fácil de burlas, pero esto no parecía afectarle. Yo era nuevo en la residencia y empecé a ver como se metían mucho con él, pero en vez de ensimismarse, deprimirse o arremeter con violencia, respondía con otro chiste dirigido a quien inició la mofa e incluso a cualquier otro. «¿Por qué incluyen a Hugo en las bromas sabiendo que tiene un rollo mental?», me pregunté. Él mismo respondió un día cualquiera en que lo defendí: «Tú eres pendejo, Carlos Javier, si me chalequean yo los chalequeo y listo. No te preocupes por cosas que no tienes que preocuparte. Si no me gustase estar aquí y que me digan cosas, simplemente me iría, pero no es así, yo soy tan parte del grupo como tú y no necesito que me defiendas por gafedades».
En otros países al acoso le llaman bullying y es sumamente perjudicial para quienes lo sufren porque llega a unos extremos que colocan como una víctima en indefensión al agraviado, llegando incluso a provocar asesinatos y suicidios, pero en Venezuela los porcentajes son realmente bajos, pues parece que muchos jóvenes aprenden a lidiar y se sobreponen sin necesidad de matarse o acabar con la vida de otros.
En el país existe una suerte de fase amistosa de la burla denominada «chalequeo». Es una chanza que, lejos de dañar, busca amistad, sonrisas e inclusión. Es parte de la idiosincrasia y fluye rutinariamente hasta con desconocidos. El «chalequeo» es un boomerang que va y viene, si «chalequeas» tienes que aguantar «chalequeo».
En realidad mi amigo no se llama Hugo, sino Jaime. Le pusimos Hugo de sobrenombre por una comiquita cuyo protagonista es idéntico a él: bastante feo pero buena gente. Lo acepta sin complejos al punto de que hace referencia a sí mismo como Hugo, pues mientras Jaime tiene que trabajar, enfrentar problemas familiares, recordar el accidente que le torció el tronco y voló los dientes, tomar rigurosamente un cóctel de pastillas, sufrir las miserias del subdesarrollo, ver como todos sus amores son platónicos y, en fin, todo lo bueno y malo de la vida común; Hugo sólo es feliz con unos amigos que se meten con él tanto como unos con otros, pues todos se tratan de la misma manera. No sé si en eso consiste incluir a personas con patologías mentales, pero a él le funciona y al resto de nosotros también porque nos eliminó cualquier prejuicio, ayudándonos a tratar cualquier otra persona con algún trastorno de forma natural e inclusiva, sin necesidad de cambiarnos de acera cuando viene, lamentarnos por ellos, sentir lástima o dar un hipócrita trato preferencial en momentos en que no es imperioso.
Recuerdo una ocasión en la que Hugo estaba agresivo y con espíritu autodestructivo. Quería golpear paredes, romper maderas con la frente, gritar groserías, todo esto con lágrimas en los ojos. Pensé que había olvidado su medicación, no sé qué toma pero todos le decimos «litio» a sus pastillas, así que llamé a su hermano para que llevara el remedio a una zona que llamamos El Mirador, donde estábamos ambos echando cuentos. Se molestó y me increpó: «¿Tú crees que yo estoy loco? Me tomé la pastilla a la hora». «¿Entonces qué te pasa, estás fumado?», respondí en tono severo y se recogió respirando profundo y murmuró: «Bueno, tampoco es para que me regañes». Sólo minutos después llegan dos amigos más y todo vuelve a la normalidad. Entendí que su medicina no era realmente el «litio», sino la compañía de sus amigos, con la que entraba en un estado de paz y equilibrio absoluto, quebrantado únicamente cuando pasaba días solo. La soledad es su verdadero trastorno.
Su madre, la señora Yura, quien sufría depresiones severas, se aisló por meses hasta que falleció en una sobredosis de fármacos con los que buscaba una anhelada tranquilidad que nunca llegó. Poco tiempo después, papá y hermano se fueron del país dejándolo a la deriva, con un trabajo mediocre y a cargo de una vida que no descubre sentido sin constante atención.
Fue un momento duro en que mi casa se volvió su casa, mi madre su madre y, en conjunto con otras familias, llenamos ese vacío de la manera menos traumática posible. Como siempre, tratándolo como a cualquiera. La verdad, nunca pienso en su trastorno hasta que se manifiesta. El resto del tiempo es un amigo que debe tolerarme tal cual soy, así como lo soporto tal cual es.
En medio de la crisis consigue novia, quién lo iba a creer. Para cada oveja hay una pareja, sentencia el refrán. Mariangel es una muchacha de su edad con severos problemas en la columna que le dificultan el andar, pero de una personalidad que alumbra cualquier oscuridad. Mujer interesante, profesional de la administración, trabajadora incansable y hermana de un ex pelotero de Grandes Ligas. Se enamoran rápidamente, a pesar de que pelean mucho por nimiedades. Terminan y vuelven a cada rato. Así son felices.
Feliz y contento, una idea loca se cierne en la cabeza de Hugo: se quiere ir a Perú porque allá está lo que le queda de familia directa. «¿De qué vas a trabajar?», le escribo cuando me avisa por mensaje de texto. «De lo que salga, papá, usted sabe que yo no me muero de hambre», contesta.
Ni idea de dónde sacó el dinero, supongo se lo dio Mariangel, lo cierto es que agarró sus maletas y se fue. Una semana de trajín entre Venezuela, Colombia, Ecuador y Perú, pasando de bus en bus, de humillación en humillación. Llega a Lima y se consigue una sorpresa: no están sus amigos ni su novia. Nadie lo va a ayudar. Esta vez, todo corre por su cuenta.
Empieza a trabajar en «lo que salga», y lo que sale es vender caramelos de ambulante. Sus jefes, compañeros de trabajo y muchos otros lo tildan de loco. Desconocen sus circunstancias y lo despojan continuamente de su humanidad. Amenazan con enviarlo a un sanatorio mental. Descubre que para él no existe ese «sueño peruano» que a muchos venezolanos funcionó.
Sin medicación y apenas con una familia para quien su bienestar es indiferente, vuelve a Venezuela para pasar peores penurias de las que padecía cuando emprende viaje, pero donde encuentra lo necesario para seguir viviendo con su enfermedad sin que ésta se apodere de él: novia, amigos y, sobre todo, compañía.
La patología mental no va a desaparecer jamás, él lo sabe. También sabe que con unas pastillas puede controlar esa bomba que está allí siempre a punto de estallar, pero cuya ignición es posible exclusivamente cuando la soledad adviene con su estruendoso silencio.
Hugos hay por todas partes esperando, al igual que tú y que yo, ayuda cuando la necesitan, disciplina cuando se amerita y amor cuando respiran. Al final nos damos cuenta de que nuestros placeres y miserias no son tan diferentes y que, por lo tanto, el otro quiere ser tratado como igual para poder desarrollar en lo que se distingue. Mi amigo Hugo, finalmente, encontró cómo estar bien siendo feo y bipolar, pues halló el entorno donde se siente parte integral; además, descubrió su pasión: hace unas pizzas riquísimas.