Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 56 – Otoño 2019
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Hace ya casi trece lustros, en unos tiempos en que los cargos y las cargas apenas se distinguían por el género gramatical, un animoso grupo de torrevejenses —previa llamada sin avisar pero también sin marcha atrás— emprendió una empresa de difícil catalogación. Cierto es que contó con una ayuda multitudinaria. Si no hubiera sido por la peculiar manera en que se produjo la botadura, quizá nadie en su sano juicio se habría enrolado en aquel barco, a cuya tripulación fue sumándose, durante los escasos seis meses de que disponía, un pueblo entregado desde entonces a lo que parecía una quimera. Unos componiendo y dirigiendo, otros ensayando y cantando, otros proporcionando madera o ferralla, otros animando o acompañando, y todos en definitiva regalando horas de descanso o de sueño, cada cual aportó cuanto estuvo en su mano para completar la travesía del primer Certamen Nacional de Habaneras. Porque estaba en juego, entre otras cosas, el propio futuro de la localidad, cansada de llorar a los jóvenes que tomaban la maleta.

Alcanzado el objetivo de la primera edición, la experiencia aconsejó mantener el concurso recién creado. La respuesta había desbordado los cálculos más optimistas, demostrando que la idea fue buena y que el esfuerzo mereció la pena. Desde ese verano mágico, los congregados —nativos y foráneos— en el paseo de José Antonio supieron que Torrevieja no podría pasar en adelante sin su Sertamen. Pues no sólo había recibido una importante inyección, aunque fuera más anímica que material, sino que había reafirmado una de sus mayores señas de identidad: las autóctonas montañas saladas competirían noblemente con las devueltas melodías antillanas. Como si la riqueza —en forma de puestos de trabajo— que aquéllas empezaban a no poder suministrar fuera a ser sustituida por la que iban a traer éstas, suscitando la atención nacional en cada agosto. De modo que, superadas las apreturas iniciales, aprovechando cada peseta del presupuesto, y estimulados los artífices por el éxito, al 1 le siguió el 2, y a éste el 3..., hasta hoy, quién lo diría.

Bonanzas y temporales han jalonado el sexagenario recorrido del Certamen torrevejense. Como en toda celebración periódica, siendo imposible mantener el mismo interés en cada edición, había que afrontar el peligro de la monotonía, la sombra del desarraigo. Porque cuando los números van aumentando, tarde o temprano surge la incógnita de adónde nos conducirá todo, si no será mejor explotar otro filón ante la posibilidad de que éste se agote. Y lo más complejo: renovar la ilusión del principiante. La disolución de los coros locales —sus integrantes cambiaban de edad y se enfrentaban a la vida— asestó un golpe muy duro en los mismos cimientos. Hubo que salvar la situación durante un largo decenio de incertidumbre. La inclusión de la modalidad de Polifonía y el traslado de recinto del paseo a las Eras de la Sal lograron apuntalar una obra que había amagado con venirse abajo, pero que pese a todo aguantaba, siquiera por haberse asentado como emblema cultural del pueblo. Un pueblo que continuaría siendo puesto a prueba.

Acaecía después la Transición en España, un periodo enjuiciado, como todos, con diversidad de opiniones, pero con mayoría ampliamente favorable. El Certamen, ajeno a tales aconteceres, languidecía en unos cursos en que las habaneras no eran la prioridad. Pero la llama seguía encendida, aun acunada por la melancolía, a salvo de la extinción por un soplo impío. Entrábamos ahora en unos años en que podrían ser cuestionados su origen y sus pioneros, unos nombres que tendrían un lugar en la historia pero ya no su antigua vigencia, perdida por causas naturales. Y Torrevieja comprendió que su Certamen —precisamente por eso, por «suyo» y por «de todos»— debía desafiar a los tiempos y salir victorioso. La vigésima quinta edición, en un verano de reencuentros, de emociones y de asunción de compromisos, estableció un definitivo acicate para el futuro inmediato. La ciudad comprendió que lo fundamental es la obra y no los autores, de modo que aquellos nombres serían relevados por otros nuevos y con más fuerza: se había superado la peor crisis.

Nadie temía ya por la continuidad de esta aventura más allá del cuarto de siglo, aunque el contexto político fuera completamente distinto y las urgencias hubieran desaparecido. El Certamen se abría a una etapa en la que se explorarían sorprendentes matices artísticos, con exhibiciones vocales nunca saboreadas por el público habitual, que además atraían al incipiente. Confirmada su condición internacional, el mundo conocía que Torrevieja celebraba cada verano un atractivo concurso: Torrevieja descubrió países y continentes, éstos descubrieron Torrevieja, y por ellos se extendió la tradicional hermandad. Las mejoradas infraestructuras permitían una adecuada atención a cada participante. Sin haber perdido su esencia, el Certamen adquirió una dimensión insospechada en sus albores. Además, otro punto que contribuía a su prestigio —muy pocos pueden presumir de tal antigüedad— radicaba en el número romano que venía anunciando cada edición. Al terminar una, se abría el libro en blanco de la siguiente: lejos de haberse convertido en una rutina, el Certamen se aguardaba con expectación durante los doce meses.

El Certamen, en definitiva, viendo la luz el siglo xxi, sobre su carácter musical en un género muy concreto, reforzó el de acontecimiento social. Pasaron los años sin darnos cuenta, nos habíamos embarcado ya en la quincuagésima convocatoria, en la que volvimos a recapitular... Pero con la proa hacia el horizonte. Y así seguimos sumando. Hete aquí que el mencionado número romano se aproxima al LXVI; y, lo más importante, tenemos la seguridad de que habrá más. Con los presupuestos adecuados a cada coyuntura económica, como siempre ha ocurrido, pero seguro que habrá más: el Certamen ha soportado las suficientes convulsiones, de toda índole, como para saber que su presencia está garantizada. El mérito —o sea, la constancia ininterrumpida— es común, si bien cabe un recuerdo especial a quienes arrancaron, en unos días de suspiros y carencias. Y que además ignoraban —aunque algunos pudieran haberla intuido— la trascendencia de lo que llevaron a cabo, incluso a riesgo de que los catalogaran de insensatos. De ahí su grandeza.

Reflexionando sobre el Certamen al margen de su trayectoria, convendremos en que también tiene sus detractores: desde los que entienden que unas canciones tan específicas no dan para mucho, pasando por los que subrayan la media de edad de los asistentes a las veladas, hasta los que consideran que el dinero empleado estaría mejor en otros sitios. Rebatir cada punto requeriría mucho más espacio, pero esbozaremos sendos argumentos: cuando llevamos más de sesenta años con él, y saliendo al escenario constantes composiciones, algo dará de sí el género; la variedad de espectáculos —unos más movidos, otros más reposados— cubre los gustos de todas las edades, y aun suponiendo, que es mucho suponer, que éstas se distribuyan por compartimentos estancos, pensemos que los veinteañeros del hoy serán los cincuentañeros del mañana, así que hay cantera; por último, cada ciudad destina parte de su hacienda a fomentar una seña de identidad festivo-cultural, y a estas alturas no vamos ya a trocar la de Torrevieja, que está muy bien fundada.

Al fin y al cabo, lo que distingue al nuestro de otros pueblos que asimismo comerciaron con —o combatieron en— América y se trajeron su música es la oportunidad, el impulso, la osadía, o la necesidad si se quiere, de organizar un certamen nacional, que luego devendría en el Certamen Nacional. En este capítulo tampoco escaparíamos de la controversia, pero el número de marras es concluyente: y es que mientras las palabras sugieren, los números certifican. Si otros empezaron antes, lo cierto es que después no continuaron. Como hemos expuesto, hay multitud de opiniones sobre conveniencias; lo que no tiene vuelta de hoja es la cantidad que precede a cada edición del Certamen de Torrevieja. La costumbre —que no la inercia— no impide que lo valoremos como se merece, como difusor de nuestra cultura popular y, a la vez, como confluencia de las de todo el planeta. Y los del pueblo sólo tenemos que andar unos metros —salvo que las actuales distancias exijan vehículo en algunos casos— para vivirlo y disfrutarlo.

Será por muchos años más, independientemente de los avatares de cualquier tipo por los que atraviese este enclave mediterráneo. Por eso es adecuado meditar, considerar el camino recorrido y atisbar el que espera. Porque de vez en cuando conviene acopiar las experiencias, recoger las impresiones y guardar los recuerdos, a la espera de próximos retos. Porque los futuros aficionados —y los futuros gestores, y los futuros cantores, y los futuros compositores, y hasta los futuros detractores, por qué no— de todas las latitudes deben conocer a quienes, sucesivamente, hicieron posible, conservaron como oro en paño y potenciaron el que hoy denominamos Certamen Internacional de Habaneras y Polifonía de Torrevieja. Porque gracias a él, nuestro pueblo goza de un acreditado distintivo cultural. Porque dados los precedentes, el número no va a parar; ya nos encargaremos de que no pare. Disfrutemos pues de nuestro —ya saben, «de todos»— Certamen y mantengamos el espíritu de las habaneras. Dicen que toma forma en los lugares más insospechados.