Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
53 – Invierno 2019
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja
Portada de la última edición de La venganza de don Mendo (Reino de Cordelia)
Aunque la risa no ha solido tener excesiva resonancia entre los estudiosos —o no tanto— que elaboran los libros de texto y que contribuyen a la posteridad de quienes aparecen en ellos, vamos a permitirnos el lujo de discrepar del criterio general; hala, así, de entrada. Porque la risa también es un instrumento, tan sofisticado y eficaz como cualquier otro —pero quizá el de más agradable uso y disfrute—, para la transmisión de ideas y la asunción de compromisos. Con un mérito añadido: siempre cuesta más, y por tanto requiere más ingenio, hacer reír que llorar, al margen de los tiempos por los que se atraviese: si buenos, por exceso de práctica; si malos, por escasez de ganas... O precisamente por todo lo contrario, que la gente es muy suya y cada cual lo lleva como quiere.
Sigamos disintiendo. El verso clásico, en injusto declive en la actualidad, permite transmitir cualquier mensaje dedicándole la extensión requerida: desde una solitaria cuarteta hasta doscientos tercetos encadenados, desde la píldora del trisílabo hasta el reposo del alejandrino. La libertad de narrar no estriba en la forma sino en el fondo, pese al error de llamar «libres» —ay, las etiquetas, cuánto daño infligen— únicamente a los versos sin compañía análoga: subrayemos la obviedad de que no necesariamente es más libre un poema escrito en versos libres. Y quien sea capaz de variar de modalidad prescindiendo de etiquetas, que coja papel y lápiz y que empiece a contar sílabas.
En fin, a lo que vamos. Las estrofas tradicionales no sólo se han inventado para la lírica, la épica o la mística; también, y puede que por encima de las anteriores, para «la cómica», valga el esdrújulo. El humor y la mordacidad alcanzan cotas sublimes cuando vienen encauzados con rima y cadencia. El dardo de un epigrama, a causa de su brevedad, pincha más que un voluminoso tratado. La música de las quintillas enriquece la gracia del relato. El ritmo de un romance tiene pocos rivales cuando de regodeo se trata. La sobriedad de la cuaderna vía satiriza con mayor impiedad. Los recovecos de un ovillejo contribuyen a exagerar el efecto. La aparente trascendencia de la octava real favorece el contraste entre continente y contenido. Y si además se combinan varias estructuras para conjuntar una obra de teatro...
Pues todo eso —risa con mensaje, pensamiento con elegancia, forma y fondo excelsos— y mucho más es La venganza de don Mendo. Mucho más que una comedia y, por supuesto, mucho más que un «astracán», término que ignoramos si se adaptó para ponderar o —España y yo somos así, señora— para desmerecer al que ha quedado en la historia como su máximo exponente: Pedro Muñoz Seca, bromista hasta sus últimas horas, por no tenerle una especial estima, lo comparaba con el cuello de algunas prendas de abrigo; y hacía muy bien al rebelarse. Porque la palabreja —las etiquetas de marras, ya se sabe— acabó deviniendo en sinónimo despectivo de «comedia ligera» o «farsa», cuyo único objetivo era retorcer la realidad para provocar la carcajada fácil —como si fuera fácil deslizar un diálogo equívoco sin forzarlo—, negándole así el resto de valores literarios que pudiera atesorar. En cualquier caso, el Don Mendo no se queda ahí.
Sin entrar en escalafones no constatables que circulan por las redes ésas, sí tenemos la certeza de que La venganza de don Mendo es la obra de humor más representada del teatro nacional. Sólo comparable con Don Juan Tenorio —la indiscutible campeona absoluta, que tampoco escapó de la sátira de la anterior— en repercusión popular, uno de sus méritos radica en que incontables aficionados continúen acudiendo a verla y oírla cuando se la saben de memoria. Tanto Zorrilla como Muñoz Seca han conseguido que disfrutemos con sus respectivos textos prescindiendo de la sensación de descubrir el argumento; con ellos, el spoiler —seguro que don Pedro habría ridiculizado el anglicismo que sustituye al castizo y rotundo destripador— se aburrirá por falta de faena. Porque en cada nueva versión lo que importa es compararla con las precedentes: cómo dirá tal actor tales versos, o cómo dispondrá tal director tales decorados, o cómo potenciará tal técnico tales efectos. Y a todos los estamos esperando, pertrechados de un bagaje crítico; como ellos, conscientes de que los estamos esperando, se esfuerzan en sus aportaciones.
Otro logro impagable, compartido por el autor castellano y el andaluz, consiste en el fomento del amor al teatro a muchas personas que, en caso de no haber representado estos libretos, no habrían tenido la oportunidad de acercarse a él. Don Juan Tenorio o La venganza de don Mendo —las equiparamos porque son casos únicos— han servido de pretexto para que entusiastas habitantes de cualquier pueblo de España hayan «sufrido» el proceso de aceptar la propuesta de subirse a un escenario, memorizar unos diálogos, reproducirlos matizando unos gestos, comprometerse a compartir unos ensayos, probarse un vestuario y... conllevar los apurados días previos, las terribles horas previas, los insoportables minutos previos al alzamiento del telón. Y también agradecemos la beneficencia que, con tan sanos intermediarios, han generado durante su vigencia ambos textos magistrales a su mero reclamo: merced a éstos, el éxito de cada montaje está asegurado a pesar de las improvisadas compañías y de la comprensible carencia de tablas de sus integrantes.
Centrándonos en la obra que celebramos, fue estrenada el 20 de diciembre de 1918. Es decir, acaba de cumplir un siglo, el primer siglo. Los contribuyentes de esta nación nuestra sabemos cómo se las gastan —y cuánto se lo gastan— las Administraciones cuando de publicitar alguna efeméride se trata; alguna efeméride que les interese, claro, y ejemplos abundan de que la gente se cree lo que sea, habla como sea y va donde sea si se lo repiten el número suficiente de veces. Respetando todas las opiniones, quien suscribe considera que este centenario habría merecido algún eco mediático. No vamos a esperar una reposición televisiva si los tiempos actuales, a diferencia de los pasados, desestiman la labor de emitir teatro en la llamada pequeña pantalla; hoy priman y privan otros programas que, por prudencia, evitaremos calificar aquí. Pero los demás medios audiovisuales de comunicación —no necesariamente de información— podrían haber dedicado un espacio a la noticia, con la memoria de la eminente comedia y, ya puestos, de la peripecia de su autor.
Pues precisamente por ahí, por la peripecia de su autor, van las principales suspicacias. Normalmente, el ser humano es engreído de natural y piensa que su edad es la idónea, sin darse cuenta de que aumenta, y muy deprisa. Por haber rebasado cierta cantidad de almanaques, uno ha tenido la oportunidad de disfrutar, ya con uso de razón, de dos sesiones del añorado Estudio 1 (con Manolo Gómez Bur y José Sazatornil de respectivos primeros actores), aun habiendo otras dos previas (los homólogos fueron Ismael Merlo y Tony Leblanc) que en su día se le habían «escapado» por no estar todavía en el mundo o porque la razón escaseaba. Con el tiempo, tuvo el honor de «sufrir» el mentado proceso con un papel cuaternario —pues no llegaba a secundario, ni siquiera a terciario— que desempeñó como pudo. Con más tiempo, vio en un escenario a Raúl Sénder encarnando al desternillante a la par que desgraciado marqués de Cabra. Sumamos los pases por TVE de la película de Fernando Fernán Gómez; el último (hasta la fecha), hace poco más de un año; por cierto, presentada con un entusiasmo perfectamente descriptible por el invitado de turno. En definitiva, que uno, a estas alturas y con lo que lleva trillado, conocía de sobra la existencia de una caricatura de tragedia titulada La venganza de don Mendo. Primero, por la oportunidad de presenciarla; segundo, por la querencia que le tomó.
Sin embargo, una rápida encuesta por el entorno inmediato —por tanto, sin validez científica— ha verificado, al referir el asunto del centenario, que no ocurre igual con los jóvenes y menos jóvenes actuales. Causó sorpresa la respuesta-pregunta de una de las personas requeridas: «¿La venganza de don Mendo? ¿Eso qué es?». No la culpamos en absoluto. Cabe percibir el contexto, entre que las televisiones —que ahora son múltiples, todo influye— emprenden otros derroteros y que los libros con los que se instruyó ni siquiera la mencionarían. En todo caso, era uno el desavisado, el que había cumplido años sin ser consciente de los cambios acaecidos. Pero no deja de llamar la atención que a nuestros estudiantes se les prive así de la posibilidad de acceder a un prodigio de la literatura española. Sí, aunque rebose de humor. Sí, aunque le cuelgue la caprichosa etiqueta de «astracán». Sí, aunque la peripecia de su autor no resulte hoy de grato recuerdo para los dogmas imperantes y —en estos días de alboroto y confusión organizados— irrefutables.
Valorando el aspecto positivo, tal carencia significa que mucha gente todavía está en situación de descubrir la obra y de andar después por el camino descrito. Hay campo por explorar; adentrémonos en él. Y si no fuera posible una representación, televisada o en vivo, al menos recreémonos con su lectura. Porque se revelará un matiz nuevo, un juego de palabras aún inadvertido, un doble sentido que no habíamos captado... Volveremos a admirarnos de cómo unos versos, que aislados o en un contexto diferente serían clasificados como líricos, épicos o místicos, dan un quiebro sutil para convertirse en cómicos y adaptarse a una trama que, además, ni hace trampa ni deja un solo cabo suelto: en esto sí supera el Don Mendo al Don Juan.
Unos versos que forman parte del patrimonio colectivo y que son aplicables a múltiples coyunturas cotidianas: cuántos de nosotros —lección aprendida: cuántos de nosotros de nuestra misma edad— habremos evocado a don Mendo, a Magdalena, a Moncada, a Bertoldino, al rey, a la reina, a los Toros y los Mansos o a cualquiera de sus compañeros de andanzas, ante un evento divertido o incluso preocupante. Porque el Don Mendo, y ahí radica otra de sus grandezas, sirve para todo: para reír y para reflexionar, para avisar y para aprender. Diálogos de aparente «relleno» contienen refranes tan sabios como los más reconocidos, o lanzan directrices fundamentales para una tesis filosófica. ¿Se puede abarcar tanto y encima con una sonrisa permanente? Y más aún: ¿se puede prodigar tamaño talento con el incordio de una úlcera de estómago? A las pruebas nos remitimos.
Pedro Muñoz Seca es uno de los miembros de ese imaginario ateneo de autores absorbidos por una única de sus obras y ocultos por uno de sus propios personajes. Escribió comedia durante unas épocas —más de tres decenios, el primer tercio completo del siglo XX— muy significativas en España, especialmente, por razones obvias, la final. Como corresponde a una producción tan cuantiosa, no todas las representaciones alcanzaban el laurel, aunque ya quisiera más de uno apuntarse la mitad de la mitad de los que distinguieron al del mostacho. Su teatro tuvo un carácter mucho más cáustico que festivo durante el lustro de las sombras que amenazaban a su querida nación, mientras la sonrisa iba trocándose en mueca, en denuncia o en alarma. Su valentía y su compromiso con la libertad le acarrearían, a la postre, el cautiverio y la muerte, sin que mediara por él nadie influyente —como un poeta paisano suyo— para librarlo de tan injusta y angustiosa situación.
El comediógrafo del Puerto de Santa María siempre fue incómodo para las instituciones que ostentaban el orden público y moral. Según cuentan quienes lo conocieron bien, sólo con la monarquía se identificó plenamente. Católico convencido, no rehuyó cantar las verdades del barquero a las altas jerarquías eclesiásticas. Sería censurado tanto por la democracia pútrida como, póstumamente, por la dictadura recién implantada. En la actualidad, como, pese a las ínfulas que nos damos, no tiene premio remembrar ciertos sucesos, la figura de Muñoz Seca tampoco ha recibido el favor de ningún poder: el uno, por intransigencia; el otro —incluso peor—, por pretender camuflarse entre el paisaje.
Quizá en tales cuitas hallemos la principal explicación de que este centenario, salvo en su ciudad natal y en foros muy concretos —como esta asociación, que contribuyó con su particular homenaje—, haya pasado sin la divulgación adecuada. Hasta el teatro de la Comedia (hoy sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico), cuyo escenario tuvo el privilegio de alumbrar La venganza de don Mendo, ha preferido otros montajes; no lo criticamos, pues cada entidad sabe lo que le conviene, simplemente lo hacemos constar. En Madrid, el teatro Victoria, de reducido aforo, la está ofreciendo desde el pasado octubre hasta este mismo enero. En cuanto al papel impreso, subrayemos asimismo el trabajo del escritor Luis Alberto de Cuenca y del dibujante José Antonio Fernández en la edición ilustrada de Reino de Cordelia.
Cuando la parcialidad interesada ha puesto el nombre de Pedro Muñoz Seca en riesgo de ser borrado de parques y calles, siquiera gracias a esta parodia genial se mantendrán su recuerdo, su circunstancia, su compromiso y sus juiciosas advertencias, tan válidas entonces como ahora. Por eso ahí radica hoy, al primer siglo de la aparición del personaje, la auténtica «venganza de don Mendo».