Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 53 – Invierno 2019
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Como estoy en el mundo sin comerlo ni beberlo, con su permiso, les voy a contar mi vida. Verán: todo comenzó cuando nací. Porque yo nací como todo el mundo, pero bajito y con un enorme bigotazo de color de ala de mosca.

—¡Oh! —exclamaron todos los presentes—, ¡es igualito a su abuelo don Ramón!

Efectivamente; colgado en la pared del salón de casa se podía apreciar, enmarcado en color oro, el retrato de un importante señor. Elegantemente vestido. Corbata de palomita. El brazo derecho, apoyado en un macetero. Caído elegantemente el izquierdo, sosteniendo un sombrero de copa. Luciendo un cuidado bigotazo de color de ala de mosca del que el mío era una copia exacta.

Don Ramón fue ministro en el gobierno de Romanones. Queda claro que, desde que nací, mi destino estaba marcado: era el nieto de don Ramón.

Por lo demás, fui un niño como todos los de mi clase social. Me adjudicaron un ama de cría para darme el pecho porque a mamá le hacían cosquillas los pelos de mi bigotazo al chupar de la teta. Nunca olvidaré aquellos dos enormes contenedores de leche de mi nodriza. De ellos chupaba yo, chupaban sus dos mellizos, chupaba su marido, chupaba el jardinero, chupaba el portero de casa y, en algunas ocasiones, mi abuelo don Ramón. En mi vida he conocido otros de aquel volumen.

Este comienzo les llevará, de inmediato, a comprender los muy sólidos principios de mi formación política: ¿quién más capacitado que yo para chupar de la teta?

Nunca me he caracterizado por ser excesivamente despierto. Me limité a seguir los consejos y directrices de mi abuelo don Ramón:

—El tener un título universitario es de vital importancia para tu futuro. Deberías licenciarte en Derecho, que viste y es socorrido para la política.

Yo, respetuosamente, en la inocencia de mis doce años, le pregunté si no podía licenciarme en Sentado, porque toda una vida no podría aguantar Derecho. Rio a carcajadas don Ramón y me aclaró que se trataba de ser abogado, título que siempre queda bien y no exige demostrar conocimientos de nada. Basta con dominar unos cuantos latiguillos de oratoria.

—Además, como eres un pésimo estudiante, yo me encargaré de que te den buenas notas y un título notable. Así, con el título en el bolsillo, tus apellidos y mi poder para enchufarte en un partido político importante, tu camino estará bien encauzado y sin problemas mientras yo siga con vida. Es de vital importancia que no olvides nunca dos cosas. Una: que la política profesional es muy dura y traicionera. Nadie es amigo de nadie. Debes desconfiar siempre, por principio. Y has de estar, pase lo que pase, al arrimo de los que ocupan el poder. Otra: que tu única y principal arma es la tabla de multiplicar y el principio de que «de diez me llevo una; de veinte, dos; de treinta, tres, y así sucesivamente».

—Pero abuelo, del uno al diez no me llevo nada.

—Si eres torpe, no. Pero si eres un verdadero profesional de la política, sabrás elevar la cifra a un nivel superior. Sólo los mediocres no saben subir al diez, como mínimo, y esos son apeados del carro sin compasión. Hay una multitud esperando aferrarse a la ubre de esta nodriza, hijo mío.

Un día murió don Ramón, mi querido y protector abuelo. Tuvo un entierro memorable. Acudieron las cámaras de todas las televisiones. El presidente del Gobierno y sus ministros de partido, la prensa en pleno, S. M. el Rey envió un telegrama de pésame a la familia, la ciudadanía adicta al partido... Nunca lo olvidaré. Los dirigentes de turno me dieron muchos abrazos, exaltaron la figura de mi abuelo y me hicieron muchas promesas de futuro.

Figuré en todas las listas de todas las elecciones en un puesto que nunca alcanzaba escaño. Los amigos de don Ramón fueron desapareciendo y yo no supe cambiar de carro a tiempo. Y aquí estoy: jubilado como vicesecretario del primer secretario del vicesecretario del secretario del partido regional.

Con una pensión decente, eso sí. Pero muy alejado de la macroeconomía que permite practicar con la tabla de multiplicar que con tanto ahínco me inculcó don Ramón, mi añorado abuelo.

Y hasta aquí les puedo contar. Ésta fue mi vida.