Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
52 – Otoño 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

La excrecencia moral e intelectual gangrena el sistema educativo. En una sociedad regida por la dictadura de lo impostado, ritmo que marcan Instagram y demás vertederos sociales como ejemplo de las grandes incongruencias con las que convivimos, veo cómo algunos centros educativos degeneran en albañales que supuran ignominia gracias a energúmenos que, ostentando su parcela de poder, azuzan a los alumnos y cacarean su ideología en una puesta en escena más propia de un plató de televisión que de una institución oficial.
Ante este panorama, las expectativas que tiene uno antes de empezar a impartir la enseñanza de literatura clásica y leer en un aula obras como, por ejemplo, El libro de buen amor, oscilan entre dos posibles reacciones con respecto a los alumnos[1]: o bien que les emocione tanto como ver coches pasar, o bien que se indignen por «su marcado contenido machista». Espero el día en que la horda del #metoo consiga que eliminen del currículo el grueso de la literatura medieval por misógina; ése será un buen día para dejar la educación y dedicarse a otra cosa.
Los alumnos, que a fin de cuentas no tienen culpa de ser víctimas de la desdicha que supone vivir en el mundo de la inmediatez más absurda, donde la foto que colgaron hace veinticuatro horas en la red ya es una aberración de puro obsoleto, no encontrarán consuelo alguno cuando tengan que enfrentarse al estudio de obras en las que la distancia que los separa de ella son unos cuantos siglos de diferencia. ¿En qué situación quedamos entonces como docentes? A la hora de transmitir los valores que contiene la literatura clásica, no nos queda otra alternativa que buscar referencias cercanas en el tiempo que, bien por la empatía que encuentren con los personajes o bien por ser sensibles a la historia que se cuente, puedan suponer cercanía para ellos y se alejen de la traumática descontextualización a la que quedan sometidos.
Ya lo dijo mi profesor José Perona —me acuerdo mucho de él— hace unos años. Poco después de morir, su amigo Arturo Pérez-Reverte rescataba para un artículo suyo algunas frases como ésta: «Es un error promover la lectura de El Quijote en las escuelas. ¿Quién librará a los alumnos de las depresiones promovidas por la lectura y su meditación?». Es exactamente así.
Sinopsis (y confesión)
Como me suele pasar por ser aficionado al cine, descubrí la película antes que el libro, pero he de decir que la adaptación es realmente buena. Por diversos motivos que a continuación explicaré, El lector se convirtió en uno de esos referentes de los que hablaba antes y que siempre ando buscando. El libro fue escrito originalmente por Bernard Schlink en 1995 y hoy lo sigue editando Anagrama en su Colección Compactos. El libro fue llevado al cine por Stephen Daldry en 2008 y contó en su reparto con Ralph Fiennes y Kate Winslet, que ganó el Óscar por su interpretación de la protagonista de la obra, Hanna Schmitz.
Antes de nada, si no lo han hecho ya, les recomiendo que lean el libro o vean la película, o mejor las dos cosas, sin importar demasiado el orden.
La sinopsis es la siguiente (cito textualmente del libro):
Michael Berg tiene quince años. Un día, regresando a casa del colegio, empieza a encontrarse mal y una mujer acude en su ayuda. La mujer se llama Hanna y tiene treinta y seis años. Unas semanas después, el muchacho, agradecido, le lleva a su casa un ramo de flores. Éste será el principio de una relación erótica en la que, antes de amarse, ella siempre le pide a Michael que le lea en voz alta fragmentos de Schiller, Goethe, Tolstói, Dickens… El ritual se repite durante varios meses, hasta que un día Hanna desaparece sin dejar rastro.
Siete años después, Michael, estudiante de Derecho, acude al juicio contra cinco mujeres acusadas de crímenes de guerra nazis y de ser las responsables de la muerte de varias personas en el campo de concentración del que eran guardianas. Una de las acusadas es Hanna. Y Michael se debate entre los gratos recuerdos y la sed de justicia, trata de comprender qué llevó a Hanna a cometer esas atrocidades, trata de descubrir quién es en realidad la mujer a la que amó…
He de confesar que sigo con mis alumnos el mismo proceso de descubrimiento que me llevó a interesarme por la novela y las posibilidades didácticas que ofrece: primero veo la película con ellos y luego los animo a leer el libro, que, como es de prever, es más rico en el desarrollo de la trama y aporta detalles muy significativos para entender las motivaciones de los personajes. El cine sigue siendo un recurso muy válido para acercar la literatura a los alumnos.
El lector, novela de formación
En tiempo de plagiadores —algunos todavía inconfesos en el momento en que termino este artículo—, uno tiene que cuidar de cómo referirse correctamente a sus fuentes. Digo esto porque los conceptos que voy a desarrollar a continuación están extraídos de los recuerdos que tengo de las clases que en la Universidad nos impartía Miguel Ángel Lozano, alguien a quien admiraba siendo alumno y a quien hoy debo mucho como profesor. Haré referencia, en este punto y en el último, a los conocimientos que nos regaló, no pudiendo ceñirme la mayoría de las veces a citas exactas porque, como digo, toda la explicación está basada en los recuerdos de clase y algunos apuntes que he podido rescatar. Entienda, estimado lector, que con esta aclaración no pretendo sino dejar claro que no me he apropiado de ninguna idea. No lo haría jamás, porque no me gusta tomar a la gente por estúpida. No lo haría ni siquiera aunque el objeto fuera publicar una cosa ridícula en una revista escolar.
Estudiando El Lazarillo en tercero de carrera, Lozano derribaba muchos de los mitos literarios que en etapas anteriores habíamos asumido. Uno de ellos era el hecho de considerar El Lazarillo una novela picaresca. Nos explicaba que no podía considerarse una novela picaresca en tanto que el protagonista no era un pícaro, sino más bien un antipícaro, porque, a diferencia del pícaro, Lázaro tiene como objetivo fundamental en su vida integrarse en la sociedad consiguiendo un trabajo y formando una familia. Al alojarse en el imaginario popular, con la arquetípica estampa del ciego propinando capones a Lázaro, no hemos asumido del todo la seriedad de los hechos que se cuentan en la novela: en un mundo extraño y difícil, donde el mensaje de Cristo se ha pervertido, el protagonista consigue abrirse camino con maña y derrochando un esfuerzo que muchas veces no le compensa con respecto al beneficio que obtiene después. Además, en 1554, fecha de publicación de la obra, no existía la novela picaresca como subgénero narrativo en sí mismo. Es cierto, contaba nuestro profesor, que El Lazarillo, como anomalía literaria que es, marcaría el camino de la novela moderna y posibilitaría no sólo la creación del género picaresco (inaugurado con el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán en 1599), que sobre todo toma algunos rasgos que caracterizan al personaje de Lázaro, sino la aparición de otras obras como El Quijote.
La cuestión fundamental era, según Lozano, considerar El Lazarillo una novela de formación. Una novela en la que observamos cómo el propio protagonista, siendo adulto, nos cuenta la historia de su vida desde niño y cómo ha ido formándose como hombre en la carrera del vivir. Nos cuenta su historia porque tiene la necesidad de hacerlo, porque de sus actos o de sus no actos se han derivado una serie de consecuencias que son importantes en base al momento de su vida en el que se encuentra. Unas veces para redimirse, otras veces para justificarse, el protagonista puede exorcizar sus demonios internos a través del relato.
El lector se instaura en la tradición literaria de la novela de formación, por lo que constituye un recurso perfecto para acercar el concepto a los alumnos y es un magnífico ejemplo del reflejo de los clásicos en la literatura contemporánea.
Tal y como ocurre en El Lazarillo, somos testigos de la vida de Michael Berg a lo largo de los años, desde que se encuentra por primera vez con Hanna siendo un adolescente hasta que cierra el relato siendo un adulto entrado en años y cansado de su trabajo, presenciando antes todos sus avatares estudiantiles y amorosos, primero en el Instituto y luego en la Universidad[2]. Al final del libro es interesante comprobar cómo la reflexión final de Michael va orientada a justificar la exposición de su relato:
Ya han pasado diez años desde todo aquello. En los primeros tiempos después de la muerte de Hanna siguió atormentándome la duda de si realmente la había negado y traicionado […].
La decisión de escribir nuestra historia la tomé poco después de su muerte […]. Al principio quería escribir nuestra historia para librarme de ella. Pero la memoria se negó a colaborar. Luego me di cuenta de que la historia se me escapaba, y quise recuperarla por medio de la escritura, pero eso tampoco hizo surgir los recuerdos.
Desde hace unos años he hecho las paces con ella. Y he vuelto por sí misma con todo detalle, y tan redonda, cerrada y compuesta que ya no me entristece […].
Pero cuando me siento herido vuelven a asomar las antiguas heridas, cuando me siento culpable vuelve la culpabilidad de entonces, y en los deseos y las añoranzas de hoy se ocultan el deseo y la añoranza de lo que fue […].
La culpa es el caso de Michael. Es el hilo conductor y la razón de que exista su relato.
Y en tanto que novela de formación, aún podemos encontrar más paralelismos entre ambas obras: al igual que El Lazarillo, El lector es la historia de una ruptura, de una pérdida y de un intento de recomposición. Hay en ambas obras, por tanto, unos hechos que infligen un sufrimiento al protagonista y condicionan su vida desde una edad temprana.
Lázaro pierde a su padre biológico y siendo niño tiene que separarse de su madre. Además, presencia la ruptura entre su madre y Zaide por ser apresado este último. Estos hechos marcan la vida de Lázaro y es por eso que siendo adulto quiere para sí lo que no pudo tener de niño: una familia y un hogar.
En el caso de Michael, la ruptura con Hanna le llega siendo adolescente, lo que también deja una impresión profunda en su persona, algo de lo que no se termina de recuperar, vive obsesionado con su recuerdo y fracasa en sus relaciones posteriores:
Nunca conseguí dejar de comparar lo que sentía cuando estaba con Gertrud con lo que sentía cuando estaba con Hanna, y una y otra vez, cuando andábamos cogidos del brazo, me asaltaba la sensación de que algo fallaba, concretamente en ella: no tenía el tacto ni las vibraciones adecuadas, ni el olor ni el sabor adecuados. Pensaba que con el tiempo se me pasaría. Sinceramente, lo esperaba. Quería librarme de Hanna. Pero esa sensación de que algo fallaba no desaparecía.
Michael se divorcia de su mujer Gertrud y el sentimiento de culpa brota nuevamente, pero esta vez lo hace proyectado desde la figura de su hija, de la que se distancia conforme va creciendo; otra vez la ruptura familiar, y otra vez el mayor damnificado es un niño, aunque en este caso no se trate del protagonista. Sólo al final parece haber un intento de reconciliación con esta última[3]:
Cuando Julia cumplió cinco años, nos separamos […]. Lo único que me dolía era que le estábamos negando a Julia el entorno hogareño que necesitaba a ojos vistas […]. Cuando me marchaba y la veía mirando por la ventana, se me rompía el corazón […]. Al divorciarnos pisoteamos ese derecho suyo, y el hecho de que lo hiciéramos de común acuerdo no menguaba la culpa.
Contra el analfabetismo
En octubre de 2010, dos años después de ver la película, acudí a una conferencia impartida por Jesucristo Riquelme —durante ese curso, mi compañero de departamento— en la que conmemoraba el centenario del nacimiento de Miguel Hernández. Por cuestiones que no tienen que ver exactamente con la literatura, nunca me he sentido cercano a la figura del poeta de Orihuela, por lo que acudí con relativa pereza a la invitación. A lo largo de la conferencia, la pereza inicial fue dando paso al interés a medida que Riquelme iba ejemplificando con multitud de referencias audiovisuales los temas y recursos que Hernández había desarrollado en su poesía. Uno de los temas era el analfabetismo. Para reflejar la importancia de contar con una sociedad alfabetizada como barrera frente a la injusticia, Riquelme, en lo que supuso una sorpresa para mí, trazó un paralelismo con la película El lector. Haciendo alusión al empeño que Miguel Hernández puso en dejar claro que no habría futuro mientras quedara un niño sin alfabetizar en España, Riquelme proyectaba la escena en la que Hanna es acusada de haber firmado unos documentos que la señalan como principal responsable de los crímenes de los que se la acusa —Hanna, junto con otras guardianas, deja morir a un grupo numeroso de prisioneras judías que dormían en una iglesia, al negarse a abrir sus puertas, después de caer una bomba dentro y provocar un incendio—; sin embargo, Hanna no sabe escribir ni leer, es analfabeta. Acto seguido vemos a Michael caer en la cuenta cuando recuerda, entre otras cosas, por qué Hanna quería que él le leyera en voz alta.
Llegado a este punto es interesante pararse a analizar las decisiones que toman los dos protagonistas y las consecuencias que tendrán para ellos desde ese mismo momento.
Por un lado, Hanna, al inculparse a sí misma tras asumir como propias las firmas de los documentos citados anteriormente, quizá entiende que su condena puede tener sentido. No se defiende porque cree que lo merece por no saber leer. Al final, la deuda que tiene consigo misma no tiene que ver tanto con el holocausto como con el hecho de no haber aprendido a leer, aunque a lo largo de la novela no se especifiquen los motivos. El analfabetismo es la auténtica condena de Hanna y de él se deriva, aunque de manera indirecta, una injusticia —al fin y al cabo, ella sólo recibía órdenes y su obligación era cumplirlas—.
Por otro lado, Michael conoce el secreto de Hanna, pero si lo revelara ocurrirían dos cosas: en primer lugar, sometería a Hanna —poniéndonos en su piel— a una situación de escarnio público y, en segundo, su reputación quedaría manchada por haber mantenido una relación con una criminal de guerra nazi, aunque en ese momento él lo desconociera. Michael, debatiéndose entre el despecho por el abandono sufrido y el deber de hacer lo correcto, habla con personas de su entorno sobre el asunto, sin ser del todo explícito y buscando las palabras que quiere oír en jueces o familiares. No será suficiente. Tras pasar por un proceso de autoconvencimiento decide guardar un silencio del que derivará el sentimiento de culpa que adelantábamos en el anterior punto y que arrastrará hasta el final. Volviendo al caso de El Lazarillo, resulta revelador comprobar cómo el silencio que guardan ambos, de alguna manera, instala a los dos personajes en la situación más cómoda y es el camino más directo hacia una paz socialmente aceptable: de la misma manera que Lázaro calla los cuernos y obtiene paz en su casa con su mujer y con el arcipreste, Michael calla el analfabetismo de Hanna y obtiene la paz con sus compañeros, familia y auditorio del juzgado.
Vergüenza y culpa asociada a la vergüenza son los sentimientos que vuelven a unir en la distancia a los personajes. Cada uno siente vergüenza a su manera y a partir de ahí, el refugio y el aislamiento se asumen como la consecuencia lógica de sus (no) actos. Hanna, en la cárcel, se oculta de sí misma; Michael, centrado en sus estudios, se empeña en enterrar el pasado. Pero en un futuro, el analfabetismo se convertirá, otra vez de forma indirecta, en el hilo que vuelve a unir a los dos personajes.
Cuando se debate este tema en clase, los alumnos quedan impactados con el hecho de que la protagonista sea capaz de llegar al extremo de aceptar una cadena perpetua antes que confesar su analfabetismo. Lo encuentran inverosímil porque afortunadamente es algo que hoy día ellos apenas pueden asumir como un problema: las nuevas generaciones van quedando cada vez más lejos de conocer casos de familiares que apenas sabían leer o escribir. En nuestro caso, quien más quien menos, todos hemos tenido a la tía que alguna vez nos ha pedido que le escribiéramos una carta para una amiga suya que vivía fuera «porque le daba vergüenza que no la entendieran», o a la abuela que leía a escondidas, a duras penas y con gran esfuerzo, los prospectos de los medicamentos para que no se le olvidara lo poco que había aprendido en los pocos días en que tuvo ocasión de ir a la escuela.
De la culpa a la redención o el mundo que creemos merecer
Muchos años después, y todavía atormentado por los recuerdos, Michael empieza a grabar en cintas de cassette libros que él mismo lee y las manda a Hanna en la cárcel. Lo que en un principio empieza como un experimento se convierte en una obligación, y Michael hace de la grabación de cintas una penitencia necesaria con la que además consigue mitigar su dolor. Gracias a estas cintas, Michael redescubre su afición por la literatura y Hanna desarrolla un método de autoaprendizaje con el que consigue leer y escribir.
Si al principio el analfabetismo era la vía que había conducido al desastre, al final allana el camino a la redención. Michael siente alegría y orgullo cuando recibe la primera carta escrita por Hanna en la que ésta le envía un saludo. Y es tan importante para él porque experimenta la primera sensación positiva para con Hanna desde que ésta lo abandona siendo adolescente. Es en este momento cuando sabemos que Michael ha estado leyendo sobre el analfabetismo a lo largo de los últimos años. Las palabras con las que reproduce algunas de las cuestiones aprendidas sobre el tema reflejan de manera inequívoca el alivio que le invade en ese momento, por lo que también entendemos cuán importante es para él la labor que ha llevado a cabo:
Sabía de la impotencia ante situaciones totalmente cotidianas, a la hora de encontrar el camino para ir a un lugar determinado o de escoger un plato en un restaurante; sabía de la angustia con que el analfabeto se atiene a esquemas invariables y rutinas mil veces probadas, de la energía que cuesta ocultar la condición de analfabeto, un esfuerzo que acaba marginando a la persona del discurrir común de la vida. El analfabetismo es una especie de minoría de edad eterna. Al tener el coraje de aprender a leer y escribir, Hanna había dado el paso que llevaba de la minoría a la mayoría de edad, un paso hacia la conciencia.
Para Hanna éste es su mayor triunfo. Es aquí cuando conseguimos el grado más alto de empatía con el personaje. En pasajes anteriores hemos descubierto en Hanna una sensibilidad inusitada no sólo para la literatura, sino para cualquier área de la cultura o el arte, pero es en este momento de la obra cuando descubrimos su verdadero carácter: inicia una empresa titánica para poder vivir el resto de sus días con la dignidad que en su escala de valores saber leer y escribir le otorgan. También hay una reflexión de Michael al respecto:
Luego estudié a fondo la letra de Hanna y vi cuánta fuerza y cuánta lucha le había costado escribir. Estaba orgulloso de ella. Y al mismo tiempo me daba pena, me daba pena su vida retrasada y fracasada, y pensé con tristeza en los retrasos y los fracasos de la vida en general. Pensé que cuando se ha dejado pasar el momento justo, cuando alguien se ha negado demasiado tiempo a algo, o se lo han negado, ese algo por fuerza llega demasiado tarde, por más que uno lo acometa con todas sus fuerzas y lo reciba con gozo. ¿O quizá no existe «demasiado tarde», sólo «tarde», y «tarde» es mejor que «nunca»? No lo sé.
Al leer pasajes como este último, enseguida me vinieron a la cabeza algunos de los temas que trabajamos con el profesor Lozano cuando estudiamos El Quijote. Uno de ellos tenía que ver con el ejemplo de heroísmo que nosotros obtenemos de los personajes. Él reflexionaba acerca de la existencia de personajes con los que no podemos identificarnos a priori, porque en un primer momento no sirven de modelo al lector, pero que a lo largo de los capítulos van dejando atrás su condición de antihéroe y van encaminándose hacia un peculiar heroísmo. Es lo que ocurre con don Quijote: héroe de unas virtudes que encontramos tras superar la risa que puede provocar y el arrepentimiento al ver que no merece esa risa.
Hanna es un personaje quijotesco por lo trascendental: al principio sus actos generan controversia en el lector, pero su esfuerzo por conseguir superar la mayor dificultad que tiene en su vida hace que inevitablemente nos conmueva.
En la línea de lo anterior, nos encontramos con la creación del espacio literario que emerge en torno a la persona de Hanna. Gracias a las cintas que Michael le envía, la literatura se convierte en el mundo paralelo que de alguna manera «salva» a Hanna de su estancia en la cárcel[4]: la capacidad de abstracción que le produce la literatura es más fuerte que la conciencia de la condena. Es el páramo en el que Hanna se redime como ser humano. La literatura le da la oportunidad de tener una vida en la cárcel, igual que le da a don Quijote la oportunidad de vivir la vida que sólo ha leído en libros de caballerías y salir de su propia cárcel cotidiana. Ambos personajes prefieren el mundo ficticio de los libros porque hay en ellos una belleza superior a la cotidianeidad de la vida: la literatura mejora la condición del ser humano y destierra la melancolía. La cuestión de fondo reside en el procedimiento literario que nosotros mismos llevamos a cabo a la hora de construir nuestra propia historia.
En este sentido, el mundo que creemos merecer siempre está sustentado en la ilusión y éste es otro de los temas fundamentales de la novela. Cuando llegamos al capítulo final de El Quijote, nuestro profesor nos explicaba cómo se relata brevemente la muerte del personaje. Su vida concluye con la aceptación del destino: las cosas humanas no son eternas y llegan a su fin. Don Quijote muere cuando menos lo pensaba («por la melancolía o por el cielo se le tomó una calentura»). La melancolía —lo que hoy entenderíamos por una depresión profunda— ya era considerada una enfermedad del alma desde la Antigüedad y a don Quijote le sobreviene por un desengaño que le ha llegado tarde. En este momento se quita el disfraz de don Quijote para salvar al personaje de la muerte y morir como Alonso Quijano: como consecuencia de la melancolía ha perdido la ilusión por vivir; en este momento es consciente del vacío que le rodea y por ello morirá. De ahí que el final del libro sea trágico: relata la pérdida de la ilusión, un valor que sostiene toda la vida y por eso es necesario. Don Quijote muere entre las penas de los demás, tras recibir los sacramentos y retractarse de sus locuras, y lo hace cuando ya no puede reponer su ilusión. La vida que le espera no es mejor que la que ha vivido como caballero andante.
Con la misma claridad percibimos la pérdida de la ilusión en Hanna al final de El lector. La correspondencia entre Michael y ella, siempre con mensajes breves, continúa a lo largo de los meses hasta que a Hanna le ofrecen el indulto. Después de visitarla en varias ocasiones, Michael resulta ser la persona sobre la que recae la responsabilidad de acogerla cuando ésta salga de la cárcel. Un día antes, Hanna se suicida.
A pesar de lo trágico de su final, somos capaces de entender su decisión: la vida que le espera fuera y el mundo que se va a encontrar no son mejores que lo que ha tenido en la cárcel. En su único contacto humano ni siquiera va a encontrar al Michael lector, sino al Michael juez/divorciado/amargado/distante que es el que ha ido a visitarla y al que apenas reconoce, con lo cual el choque entre la realidad y los recuerdos es aún peor. En efecto, Hanna se suicida para salvar su mundo literario y de recuerdos. No le queda nada más.
Es El lector otro ejemplo absurdo y crítico de cómo en una sociedad que ha perdido los valores y en un mundo en el que el heroísmo ha dejado de tener presencia, surge un personaje cuya humanidad transgrede la realidad misma; resulta irónico que tenga que ser una criminal de guerra nazi quien nos dé una lección de vida, igual que en El Quijote Cervantes le da la vuelta al asunto cuando contemplamos atónitos cómo esas grandes cosas que hemos inventado sólo las defiende un loco.
Con esta frase cerraba Miguel Ángel Lozano su última clase sobre El Quijote y no encuentro una mejor para terminar: «Cuando se han hundido todos los valores, lo que hace la literatura es recuperarlos: belleza, verdad y bien».
[1]Y digo alumnos porque utilizo el masculino como uso de género no marcado, para hacer referencia tanto a chicos como a chicas, porque, citando a José Antonio Solís: «La sabiduría popular, que es la creadora de los lenguajes, lo hizo precisamente para pasar al plano de un cierto abstracto cosas masculinas y femeninas, llevándolas casi al estrato angélico sin sexo, y de esta manera permitir y demostrar que espiritualmente tanto un hombre como una mujer pueden tener la misma cualidad o condición sin ribetes de menoscabo alguno… De ahí la miseria moral y mental de los políticos que dicen ciudadanos y ciudadanas».
[2]En este sentido también podríamos establecer evidentes paralelismos con otra novela de formación canónica de nuestra literatura del siglo XX: El árbol de la ciencia, de Pío Baroja.
[3]Curiosamente, el aspecto de la recomposición familiar reflejado en la figura de la hija queda mejor plasmado en la película, otorgando, a mi modo de ver, un final más redondo que el del libro, que acaba con la visita de Michael a la tumba de Hanna, sin especificar si lo hace solo o acompañado. Por el libro sólo sabemos que pasados los años, su hija vive en un internado y que espera que vaya a vivir con él para cursar los últimos años de bachillerato.
[4]Podríamos referirnos aquí a una situación paralela, pero a la inversa, que tuvo lugar durante el tiempo que Miguel Hernández pasó en la cárcel, donde era él quien enviaba juguetes y cartas con poemas y dibujos a su mujer y a su hijo. Así lo refleja Jesucristo Riquelme en su libro Miguel Hernández, un poeta del amor, la libertad y la juventud (Micomicona, 2014): «En sus cartas a Josefina, con dibujos infantiles, y en sus poemas dedicados a su hijo Manuel Miguel, el poeta crea un mundo imaginario […]. Quiere aliviar a Josefina del dolor de sus tragedias […]. Miguel construye juguetes a su hijo, y le escribe cuentos que ilustra otro amigo preso… Quiere que el niño juegue y ría: que no sepa ni lo que pasa ni lo que ocurre. En ese contexto fatal, crea una estrategia en la que sublima el poder protector de la literatura: cuentos y fábulas que salvan vidas».