Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 52 – Otoño 2018
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Próxima estación, Solipolvo. Al principio, el sol quemaba la tierra. Fue en ese momento que el viejo tren, dejando un sonoro estertor al entrar en la estación, se negó a continuar la marcha. También en ese momento Dylan admitió que podía percibir su futuro y éste era el final del trayecto

Desde antes de embarcar le obsesionaba un deseo: que el barco naufragara. Desde que perdió el tren y el primer diente de oro, supo que todos terminarían en el bolsillo de alguna de las chaquetas de impecable corte inglés del doctor Trujillo Masso, dentista.

«Con Nueva Orleáns en el corazón». Dentro de su gira mundial, llega a Solipolvo la antigua orquesta de Fletcher Henderson, considerada por los musicólogos como la primera big band.

—¿Cómo? ¿Aquí, en el pueblo? —asombrada al contemplar el afiche que publicita el evento.

—Míralo —oye a un lugareño comentar a su espalda—, es ese forastero que está sentado en la terraza del bar del hotel frente a la plaza, junto a la mesa del poeta.

La mujer lleva displicente una mochila colgando del hombro izquierdo mientras arrastra el pesado bolso sin dar sensación de fatiga.

—La reparación del tren pude tardar más de veinticuatro horas —informó el jefe de estación para añadir a continuación—: Tenemos que traer los repuestos desde la capital.

—Hoy es viernes —piensa con resignación—, seguro que serán más de tres días —y vuelve a jugar con los reflejos del sol en el anillo comprado no hace mucho tiempo en los grandes almacenes de la ciudad.

—Sabes que puedo adivinar tu suerte en el humo del cigarrillo —la ronda el poeta—, pero no puedo adivinar la mía. No tengo suerte. Soy un hombre sin suerte; bueno, por lo menos, hasta hoy.

Alza el vaso de cerveza con una sonrisa y la invita a beber.

—Aquí, en Solipolvo, no hay oficina de turismo porque no hay ruinas históricas. No hay un pueblo nuevo que visitar. No existe el tiempo. No se envejece. Olvidamos a cada instante lo que somos y, como en la gran ciudad, sólo esperamos la noche del viernes, la noche en que llega alguno de los músicos que durante la semana suelen tocar en la radio del bar.

El poeta bebe cerveza. Cuenta cómo es el mundo de la gente con canas y brega cada día.

—Aquí nos aburre tanto no tener nada que hacer como tener muchas cosas para hacer. Es una paradoja que intento explicar después de la tercera cerveza. Soy poeta. Bebo la limosna de quienes compran mis poemas. Siempre fantaseo con irme a la capital, es necesario. Mi obra no trasciende más allá de esta plaza y se ahogará en un vaso de alguna cerveza desconocida. Debo estar lejos de este pueblo lleno de tumbas sin muertos y primeros de noviembre saciados de flores y recordatorios.

La observa mientras siente con placer los tragos fríos recorrer su garganta.

—Pero tú estás destinada a decirme adiós desde de un barco con ruedas. Marcharás con otras doncellas vestidas de blanco y luces de colores ondulantes al compás de Fletcher al piano. Aquí nadie muere. No se puede morir porque no se vive. Te vas o eres eterno. Trenzamos mil danzas y nada se altera. Quiero irme, pero sé que no lo haré. Te veo asomada a la borda con tu pañuelo diciendo adiós. Te llamas Georgiaand comes as sweet and clear as moonlight through the pines.

Te amé en silencio, sufriendo como todo poeta. Aún la amo con desesperanza.

La mañana del martes, el tren partió sin ella. No quieres despertar. Las sábanas se enredan en tu cuerpo. Acaricias su piel morena. El bolso sobre la silla. El sudor oscuro de su sexo pleno de fiebre clara pernoctado en su respiración. Deseas desesperado que se sucedan mil noches así. Blancas con esencia de tren proveniente de la capital y Ray Charles sentándose al piano, cantándote yesterday all my troubles seemed so far away.

Entre tabaco y brandy, Trujillo Masso, dentista, descubre tu mirada en la mesa más retirada. Un pañuelo blanco cae del bolsillo de su antigua chaqueta marrón. No hay peor ciego que el que no quiere ver. No hay mirada más deshabitada que esa. La lengua en el cuello. El dolor de muelas. El dolor nos envejece más rápido, por eso cada mes le añado una hoja al calendario, para que no pasen los días.

—Te regalaré un diente de oro —le susurró al oído el doctor Trujillo Masso, dentista—.  También yo quiero olvidar el tiempo en tu boca.

El doctor no hace mucho que llegó a Solipolvo. Fletcher Henderson lo sabe y lo comenta.

—Fletcher, eres un músico muy indiscreto —le señala el dentista—, sabes que no me agradan las habladurías sobre mi persona, y menos cuando se las haces a las mujeres —termina entre risas.

El poeta, con resignación, recita los mismos versos de siempre a la espera de otra botella de cerveza.

—Los dedico al tren estropeado y a Georgia, la más hermosa mujer que llegó al pueblo.

El doctor aplaude a rabiar desde la chaqueta aún apolillada. Sin mucho orden, Fletcher Henderson y su orquesta bajan del escenario.

No cesan los cumplidos y el presentador tiene dificultad para anunciar al siguiente invitado.

—Señoras y señores, ahora, una sorpresa... Está con nosotros... Ray Charles.

El estruendo es mayor aún cuando se dirige al escenario. Su silla vacía la ocupan ahora una chaqueta marrón y una conversación seductora.

—Me gusta este pueblo —le comenta Fletcher Henderson al poeta—. Me recuerda a Nueva Orleáns.

La misma frase la repite al sentarse junto Georgia y al doctor Trujillo Masso, dentista.

—¿Conoces Nueva Orleáns? Los barcos en el Mississippi tienen ruedas con aspas. Después de tocar en Harlem, en el Cotton Club, los mejores músicos llegan al pueblo. —Y la mira. Georgia. La miraba y recita—. Te llamas Georgia.

—Incluso nos visitaron los dueños del Cotton. Sí, el campeón Jack Johnson, extraordinario boxeador, y Owney Madden, el gángster. Sí, visitaron Solipolvo. Eran épocas de prosperidad, épocas en que en las tardes de viento, junto al bordillo, se arremolinaban billetes, no hojas.

Beber otra cerveza le costó al poeta leer, a la luz de una vela, un poema a Fletcher, Georgia y al doctor Trujillo Masso, dentista.

La chapa en la puerta de su consulta no tardará en ser de oro. Como todas las mañanas al despertar, atrasa una hora el reloj. Hoy es ayer. Descubierta la fórmula de la eterna juventud, extrae otro diente de oro.

—Fue el tiempo en que el Titanic realizó su primer crucero por el Mississippi. La piel ardía. Un premolar de oro y dio la más grande fiesta que se recuerda en Solipolvo. Fue el día en que llegó nuevo sillón desde la capital.

Apoyada a estribor, insiste en contemplar Memphis. A Bob Dylan se lo presentó un viernes de concierto el doctor Trujillo Masso, dentista.

—Él, miembro honorario de la Asociación de Plumicultores, presidente del Cotton Club local, fundador y tesorero del equipo de fútbol Ases de Solipolvo, recientemente proclamado campeón en la capital, tras derrotar en reñido partido al equipo local, liderado y dirigido por Johan Cruyff.

El segundo molar inferior derecho también era de oro. No tenía un tercer molar y la aturdió su mirada de desprecio.

Cuando el agua comienza a inundar el camarote, ya hace mucho que no sonríe y la cama flota cerca del techo.

—Es que no tienes más dientes de oro —le explicó Dylan sin descuidar la partida de dominó con la que pasaba las tardes en el bar del hotel, mientras Trujillo Masso, dentista, atendía su consulta.

Atraviesa la plaza, observa en lo alto del Ayuntamiento el anuncio luminoso de la Anchor Line, saluda al alcalde, evita las miradas de mujeres y niños y al salir contempla su perfil reflejado en el espejo de la farmacia.

—Georgia, en este pueblo no se envejece, decías —el poeta la oye mientras cuenta las últimas monedas—, pero yo sí envejecí al mismo tiempo que Trujillo Masso, dentista, se enriqueció.

Bajó la cotización del dólar y Trujillo Masso, dentista, se ausentó a la capital dejando todo Solipolvo con dolor de muelas.

—No tienes más dientes de oro —le suelta sin más para a continuación darle un sobre.

—Entonces Bob tenía razón —sollozó.

El poeta inmediatamente supo que Georgia iba a subir a ese barco.

—Llévate mi último poema. ¿Sabes que en el Belle Memphis navega Ray? Y tú, mi sueño, ¿dónde navegarás? El dentista siempre supo que yo te amaba —junto al barco solloza el poeta—. Te amo tanto que admito ser muy poco poeta para escribir sobre ti. Merecías y mereces más, mucho más.

Poco antes de zarpar el Titanic, Trujillo Masso, dentista, se dio el gusto de desenmascarar al poeta.

—Sí, es cierto. Yo me quedé con tus dientes, pero el poema que te entregó no es de él —se ríe con ganas—, lo plagió de un libro que se llama A un costado del viento, de un tal Pérez García. Aquí lo tienes, te lo regalo.

Se lo lee entre más risas mientras tú lloras y yo te decepciono también.


Tu frente es puente sobre un mar encrespado

Anuncia tormenta el olfato

Cruel realidad es ver nuestros

Deseos navegar a la deriva

Cáscaras de nueces que

En agrietadas arrugas socavan el cemento

Sabías mujer que no quiero echar anclas y

Tú no puedes dejarte llevar por el viento

Dulce es la pena

Cuando tiene olvido


Orgullosa, le tiras a la cara el sobre con un pasaje y las treinta monedas a la cara.

—¿Con esto pagas mis dientes? ¿Con un pasaje para un crucero por el Mississippi?

—Siempre has sido demasiado orgullosa —volvió a reír Trujillo Masso, dentista—. Ve con Dylan, él te necesita aunque no sea más que para una noche.

El primer crucero del Titanic por el Mississippi, el poema y una entrada para ver a Bob en Saint Louis, es lo único que llevas en su bolso.

—Sabía que todo iba a terminar así.

Bajas al elegante salón de fiestas acompañada por una botella de Moët & Chandon. Eres extraña en la noche del Titanic y danzas abrazada al champán con el recuerdo de la orquesta de Fletcher Henderson. Danzas y bebes. Bebes y danzas. El camarero te trae la cuenta. Recuerdas que ya no tienes dientes para pagar en efectivo y le pides que cargue la deuda en la del doctor Trujillo Masso, dentista.

Regresas al camarote y vestida acuestas tu cuerpo jadeante.

—En Memphis oiré a otros músicos.

Atrás no quedan Solipovo, los dientes o las plumas. No queda nada. Ruedas con dos paletas oxidadas a los lados.

—Tampoco queda el tren olvidado en la estación. Tampoco Fletcher, Ray Charles, la mochila y la mirada desde la mesa. Todo fue un soplo. Todo se fue en un soplo. Llegó un viernes Bob Dylan al pueblo donde no se envejece y allí se quedó. Blowin in the wind, cantada cada tarde a dúo con el poeta borracho.

Nadie envejece en Solipolvo.

Georgia no atrasa veinticuatro horas el reloj. Su cara golpea contra el techo y comienza a faltarle la respiración. Algún día alguien escribirá la primera parte de esta historia, la noche en que Dylan cantó para una silla vacía. Pidió otra botella de Moët & Chandon; me lo confirmó él mismo y cayó el telón. El doctor Trujillo Masso, dentista, siempre supo que el Titanic iba a naufragar.